El pasillo que conducía a la oficina de Elio parecía más largo de lo normal. Las paredes revestidas de madera oscura, las alfombras impecables y los cuadros de artistas modernos daban un aire solemne y frío, tan parecido a él. Cristina avanzó con pasos elegantes, aunque en su interior su corazón latía con nerviosismo.
Al llegar, la secretaria de Elio, una mujer joven de mirada profesional, levantó la vista del ordenador y le sonrió con educación. —Buenos días, signora Caruso. Su esposo la está esperando. Cristina asintió, devolviendo la sonrisa con cortesía. —Gracias. Se irguió, respiró hondo y abrió la puerta con la serenidad de quien quiere mostrar control. El interior de la oficina era amplio y majestuoso: estanterías de caoba, un ventanal enorme con vistas a la ciudad, y en el centro, un escritorio de vidrio oscuro que reflejaba la luz del sol. Dentro, había un hombre trajeado, con un portafolio en las manos. Cristina, algo confundida, saludó con suavidad. —Buenas tardes. Elio estaba sentado en su sillón, impecable como siempre, la corbata perfectamente ajustada, los ojos fijos en ella. Se levantó con calma y, con voz firme pero cortés, ordenó: —Siéntate. Cristina obedeció, tomando asiento junto al hombre del portafolio, que no tardó en revelarse como un abogado. Lo miró con curiosidad, y cuando sus ojos se encontraron, él le sonrió con cortesía profesional. Ella respondió con un gesto leve, aún sin comprender del todo la situación. Elio, en cambio, se alejó de ambos y se colocó frente al ventanal. Con las manos en los bolsillos, contemplaba la ciudad como si ella fuera una simple espectadora más en su vida. Cristina se removió en la silla, incómoda. —¿Sucede algo? —preguntó al fin, con una voz que delataba cierta inquietud. Él no giró el rostro. Su tono fue seco, distante, como siempre, pero esas palabras tenían un filo mortal: —Te mandé a llamar porque quiero que firmes el divorcio. Cristina sintió que el aire abandonaba la habitación de golpe. Una opresión en el pecho le robó la respiración, y sus manos se apretaron sobre su regazo con tanta fuerza que las uñas casi se le clavaron en la piel. —¿Qué dijiste? —logró pronunciar, con un hilo de voz. —Lo que escuchaste —replicó él, sin mirarla—. Quiero el divorcio. El abogado abrió el portafolio con movimientos mecánicos y colocó unos papeles sobre la mesa de vidrio. Con gesto neutral, los extendió hacia Cristina. —Aquí están los documentos, señora. Ella los tomó con manos temblorosas, bajando la vista. Las primeras líneas le parecieron puñales: “Solicitud de anulación de matrimonio”. Sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas. Tragó saliva y se levantó de golpe, avanzando hacia su esposo. —¿Se puede saber por qué? —preguntó con la voz quebrada. Elio se giró lentamente, clavando en ella una mirada dura, casi cruel. —Porque me cansé de fingir. —Sus palabras eran dagas que no dejaban espacio a dudas—. Estoy harto de aparentar frente a todos que somos felices, cuando no lo somos. Me repugna seguir pretendiendo una vida perfecta que no existe. Cristina retrocedió un paso, como si su propio cuerpo quisiera defenderla del golpe invisible. Él continuó, sin clemencia: —Y sobre todo, no quiero seguir intentando tener un hijo contigo. Así que firma los papeles. El abogado permanecía en silencio, incómodo, mirando apenas a Cristina, que aún sostenía las hojas como si pesaran toneladas. Con las manos temblorosas, las dejó caer al suelo. El sonido del papel golpeando el mármol fue tan frío como las palabras de Elio. Elio no se inmutó. Volvió la vista al ventanal, con la espalda rígida, como si mirar la ciudad fuera más importante que observar a su esposa. —No olvides que nuestro matrimonio fue un arreglo —añadió con voz glacial—. Fue un pacto entre familias, nada más. Y mi familia necesita herederos. Necesita asegurar la descendencia de los Caruso. Pero después de dos años, tú aún no has podido darme un hijo. ¿Cuánto más quieres que espere? ¿Otro año más? No pienso perder más tiempo. Cristina bajó la mirada, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con escapar. Sus labios temblaban, y con voz apagada alcanzó a decir: —Te… entiendo… Pero su corazón gritaba lo contrario. No lo entendía. No lo aceptaba. Durante dos años había intentado ser la esposa perfecta. Había soportado su frialdad, su distancia, incluso sus desplantes, con la esperanza de que un hijo pudiera unirlos. Cada noche, antes de dormir, rezaba a Dios pidiéndole el milagro de concebir, el regalo de poder darle un heredero, no solo por la familia Caruso, sino porque anhelaba tener un pedacito de Elio en sus brazos. Y, sin embargo, nada. Mes tras mes, la decepción la golpeaba. Y ahora, la sentencia final llegaba de los labios de su propio esposo: un divorcio, como si ella fuera un error, un estorbo, una carga. Cristina sintió que se derrumbaba. No era solo la humillación pública lo que la hería; era la certeza de que aquel hombre, al que había llegado a amar en silencio, no solo no la quería, sino que también la despreciaba. El abogado recogió los papeles del suelo con cuidado, evitando mirarla directamente. Elio permaneció de pie, imponente, sin un ápice de compasión en su semblante. El peso del silencio cayó sobre la oficina, un silencio que solo rompía el eco lejano del tráfico de la ciudad tras el ventanal. Cristina, con el alma rota, sabía que en ese momento su vida había cambiado para siempre.