La mansión Caruso estaba silenciosa, bañada por la luz gris que se filtraba a través de los ventanales de la gran sala. Roxana Caruso estaba sentada con la espalda perfectamente erguida en uno de los sofás de terciopelo, rodeada por el lujo que tanto apreciaba. Entre sus dedos, sostenía su teléfono móvil, dándole vueltas con impaciencia.
—Vamos, Elio… —murmuró, frunciendo los labios pintados de rojo oscuro—. ¿Qué esperas para llamarme?
La pantalla permanecía muda. Con un movimiento brusco, volvió a mirar la hora y luego, decidida, pulsó el número de su hijo.
Esperó. Uno, dos, tres tonos. Nadie contestó.
—Tsk —chasqueó la lengua, molesta—. Siempre tan esquivo cuando se trata de responsabilidades…
Mientras el tono seguía sonando en su oído, en el otro extremo de la ciudad Elio estaba de pie, solo en su oficina. La luz del atardecer teñía de cobre los rascacielos que se extendían ante la enorme pared de cristal. En el escritorio reposaba una carpeta con los papeles del divorcio. Los observaba en silencio, como si fueran un campo de minas.
El teléfono vibraba sin descanso, pero él no lo tomaba.
Finalmente, dejó escapar un suspiro, se pasó una mano por el cabello y se dirigió a la ventana. Con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, mantenía el rostro impasible, aunque por dentro un torbellino lo desgarraba.
Un golpe suave en la puerta lo hizo girar levemente.
—Adelante —dijo con voz grave.
Su secretaria asomó con una expresión cautelosa.
—Señor Caruso… disculpe la interrupción. Su madre ha estado llamando insistentemente. Me pidió que le dijera que atienda sus llamadas, que necesita hablar con usted.
—Está bien —respondió sin mirarla—. No te preocupes, ahora la llamo.
—¿Hay algo más que debas informarme?
—No, eso es todo, señor.
—Entonces puedes retirarte.
Ella asintió y se retiró con paso silencioso, cerrando la puerta tras de sí.
Elio se quedó mirando la ciudad, inmóvil. Luego, sin pensarlo, se dirigió hacia el minibar que había junto a la pared. Sirvió whisky en un vaso bajo; el hielo tintineó con un sonido agudo mientras revolvía el líquido ámbar. Bebió un sorbo largo que le quemó la garganta, y después se dejó caer en el sofá de cuero.
Enterró el rostro en una mano y murmuró entre dientes, con una risa amarga:
—Ah… ahahaha… ¿Por qué…? ¿Por qué me duele tanto?
De pronto, con un gesto violento, arrojó el vaso contra la pared. El cristal estalló en mil fragmentos; el sonido seco resonó en la oficina vacía.
El teléfono comenzó a sonar de nuevo sobre el escritorio. Esta vez, Elio se levantó y contestó sin pensarlo.
—¿Qué sucede, mamá?
—¡Hijo, por fin contestas mis llamadas! —la voz de Roxana sonó triunfante—. Solo quería saber si esa mujer firmó los papeles del divorcio.
Elio caminó de nuevo hasta la ventana, evitando responder de inmediato.
—Sí, mamá. Cristina firmó los papeles.
—Perfecto —exclamó Roxana, con un tono de alivio exagerado—. Por fin eres libre de ese… absurdo matrimonio. Ahora solo falta anunciar tu compromiso y—
—¡Basta ya, mamá! —Elio la interrumpió con firmeza—. Aún no estoy divorciado. El abogado tiene que presentar la demanda formal y eso tomará varios meses.
Hubo un silencio breve al otro lado de la línea. Luego, la voz de Roxana se suavizó, aunque seguía cargada de veneno.
—Sí, lo sé, hijo… tienes razón. Pero si ella firmó, ¿por qué no ha ido a recoger sus cosas? Quiero que se largue de esa casa hoy mismo.
Elio cerró los ojos.
—Escúchame bien, mamá… yo le regalé esa casa a Cristina.
Del otro lado se escuchó un jadeo ahogado.
—¿Qué dijiste?
—Lo que oíste. Esa casa ahora es suya.
—¡Eso no puede ser, Elio! —la voz de Roxana subió una octava, aguda y cargada de furia—. ¿Qué va a hacer ella con una mansión de ese tamaño? ¡Jamás lo permitiré! Esa casa es nuestra, de los Caruso. No pienso quedarme de brazos cruzados viendo cómo esa mujer se queda con lo que nos pertenece.
Elio apretó la mandíbula y habló con frialdad, cada palabra medida.
—Ya lo decidí, mamá. Y quiero que respetes mi decisión.
Hubo un silencio cargado de tensión. Roxana respiraba con fuerza al otro lado, como si contuviera un grito.
—No, hijo… —susurró con voz baja pero venenosa—. No lo permitiré.
—Adiós, mamá —cortó Elio, y colgó la llamada sin darle oportunidad de responder.
Roxana se quedó sentada en el salón de la mansión, con el teléfono aún en la mano, mirando la pantalla vacía. Un escalofrío de rabia recorrió su espalda.
Lentamente, dejó el móvil sobre la mesa de mármol y se levantó, caminando con pasos firmes sobre la alfombra persa. Se detuvo frente a uno de los enormes ventanales, con la lluvia repiqueteando al otro lado.
—No lo permitiré, Elio… —susurró, con una sonrisa helada—. Esta casa es nuestra.
Sus ojos se estrecharon, llenos de determinación.
—Esperaré a que Cristina vuelva… y la echaré antes de que pongas un pie aquí.
Su reflejo en el vidrio le devolvió una mirada fría y decidida.
La guerra había comenzado.
La luz blanca del hospital caía fría sobre las sábanas. Cristina estaba sentada en la cama, mirando en silencio el suero que colgaba junto a ella. La aguja ya no dejaba pasar nada; la bolsa estaba vacía.
Jessica, sentada a sus pies, la observaba con preocupación.
—Cristina… —murmuró suavemente—. ¿Qué vamos a hacer? ¿A dónde piensas irte?
Cristina apartó la mirada del suero y la fijó en su amiga.
—Aún no lo sé —confesó en voz baja, pero firme—. Solo sé que no puedo quedarme en esa mansión… sería como vivir entre ruinas. Cada rincón me recordaría lo que perdí.
Jessica asintió con tristeza.
Cristina tomó aire y añadió, con una resolución repentina:
—Llama a la enfermera. Quiero que me quiten esto hoy mismo. No pienso pasar una noche más aquí… hoy mismo saldré de ese lugar.
Jessica abrió los ojos, sorprendida.
—¿Y vas a ir con tus padres?
Cristina negó lentamente, bajando la mirada.
—No… Ellos solo me reprocharían todo. Dirán que todo es mi culpa, que no pude darle un hijo a Elio, que por eso me dejó… —Trató de sonreír, pero se le quebró la voz—. No… no quiero verlos. No ahora.
Jessica le tomó la mano con cuidado.
—Está bien. Entonces… ¿Qué harás? No puedes irte sola, Cris.
Cristina la miró, con los ojos brillantes.
—Si me voy… ¿Vendrías conmigo? ¿Te mudarías conmigo a donde sea que vaya?
Jessica sonrió con dulzura, sin dudar.
—Claro que sí. Sabes muy bien que me iría contigo hasta el fin del mundo.
Cristina esbozó una pequeña sonrisa y apretó su mano.
—Tengo que contarte algo… —dijo de pronto, con voz queda.
Jessica arqueó las cejas, intrigada.
—¿Qué sucede, amiga?
Cristina bajó la mirada y, con un hilo de voz, pronunció:
—Estoy embarazada.
Jessica se quedó inmóvil, como si el aire se hubiese detenido en la habitación.
—¿Qué… qué dijiste? —balbuceó—. ¿Estás hablando en serio, Cris?
—Sí —afirmó Cristina, con una lágrima deslizándose por su mejilla—. Es cierto.
Jessica la abrazó con fuerza.
—¡Dios mío…! Vas a ser mamá.
Cristina respiró hondo y se separó un poco, con una expresión seria.
—Prométeme que no se lo dirás a nadie.
Jessica la miró a los ojos y asintió con solemnidad.
—Te lo prometo, amiga. Pero… ¿Por qué no se lo dices a Elio? Esto… esto podría cambiarlo todo.
Cristina soltó una risa amarga.
—Porque no quiero cambiar nada. Elio me humilló, Jessica. Me hizo sentir menos que nada. Nunca mostró un gesto de amor, ni un atisbo de ternura. Solo frialdad… y desprecio. No hubo ni un poco de sentimientos hacia mí. Y no pienso volver a verlo jamás. No merece saberlo.
Jessica la miró en silencio unos segundos. Luego apretó su mano con fuerza y dijo con determinación:
—Cuenta conmigo, Cristina. Ese hombre se va a arrepentir de haberte dejado.
En ese momento, la enfermera entró para retirar el suero.
—Listo, señora Bianchi. —Sonrió mientras colocaba un algodón sobre la zona—. Ya puede marcharse cuando lo desee.
—Gracias —respondió Cristina, sosteniendo el algodón con firmeza.
Cuando la enfermera salió, Jessica tomó su bolso y se puso de pie.
—Y ahora… —dijo, intentando sonar animada—. ¿A dónde vamos, futura mamá?
Cristina bajó de la cama con cuidado y se puso el abrigo.
—Iremos a la mansión Caruso.
Jessica abrió mucho los ojos, incrédula.
—¿Hablas en serio? ¿Vas a volver ahí?
Cristina asintió despacio, mirando el suelo.
—Tengo que hacerlo… por última vez.
Jessica apretó los labios, asintiendo también.
—Pues vamos. Pero que esa vieja loca no se atreva a tocarte, porque me la como viva.
Cristina sonrió con ternura y tristeza a la vez.
—Eso no será necesario, Jess. No pienso rebajarme ante ella.
Se llevó una mano al vientre y añadió, con la voz cargada de una nueva determinación:
—Ahora más que nunca tengo que ser fuerte… por mi hijo. Y quiero alejarlo de esta familia para siempre.
Jessica le sostuvo la mirada y sonrió con orgullo.
—Entonces vamos, amiga. A cerrar ese capítulo.
Ambas salieron juntas por el pasillo del hospital, sus pasos resonando firmes sobre el suelo pulido.
Cuando salieron al exterior, el aire frío de la noche las recibió. Jessica alzó la mano para detener un taxi, y Cristina, por primera vez en mucho tiempo, sintió que estaba avanzando hacia su libertad.