El taxi se detuvo frente a la imponente mansión Caruso. Las luces del jardín iluminaban la fachada como un castillo de piedra. Cristina bajó primero, con el rostro sereno pero el corazón encogido. Jessica pagó al conductor y sonrió con cortesía.
—Gracias —murmuró ella.
El joven asintió con un gesto y se alejó.
Apenas cruzaron el portón, un guardia uniformado se enderezó al verlas llegar.
—Buenas noches, señora Caruso —saludó con formalidad.
Cristina se detuvo en seco. Lo miró con calma, aunque dentro de sí sentía una punzada en el pecho.
—Buenas noches —respondió, y luego, con voz firme—. No me diga, señora Caruso. Ya no lo soy. Ahora soy la señora Bianchi.
El guardia la miró con sorpresa, como si no pudiera creer que esas palabras hubieran salido de su boca.
—C… como usted diga… señora Bianchi.
Jessica la observó de reojo mientras caminaban por el sendero de piedra.
—Ay, amiga… tengo la piel de gallina —susurró—. Siento que no debimos venir.
Cristina sonrió apenas, sin apartar la mir