capítulo 7

El taxi se detuvo frente a la imponente mansión Caruso. Las luces del jardín iluminaban la fachada como un castillo de piedra. Cristina bajó primero, con el rostro sereno pero el corazón encogido. Jessica pagó al conductor y sonrió con cortesía.

—Gracias —murmuró ella.

El joven asintió con un gesto y se alejó.

Apenas cruzaron el portón, un guardia uniformado se enderezó al verlas llegar.

—Buenas noches, señora Caruso —saludó con formalidad.

Cristina se detuvo en seco. Lo miró con calma, aunque dentro de sí sentía una punzada en el pecho.

—Buenas noches —respondió, y luego, con voz firme—. No me diga, señora Caruso. Ya no lo soy. Ahora soy la señora Bianchi.

El guardia la miró con sorpresa, como si no pudiera creer que esas palabras hubieran salido de su boca.

—C… como usted diga… señora Bianchi.

Jessica la observó de reojo mientras caminaban por el sendero de piedra.

—Ay, amiga… tengo la piel de gallina —susurró—. Siento que no debimos venir.

Cristina sonrió apenas, sin apartar la mirada de la gran puerta doble.

—No te preocupes. No nos pasará nada. ¿Qué podría hacerme esa mujer ya?

Cuando estuvieron frente a la puerta principal, Cristina se detuvo unos segundos. Miró el jardín, las columnas blancas, los balcones. Cada rincón estaba impregnado de recuerdos.

—Será la última vez que pise esta casa… —murmuró.

Antes de que pudiera tocar el timbre, la puerta se abrió de golpe. Roxana apareció en el umbral con su porte altivo y el rostro helado de desprecio.

—Al fin llegas —dijo con una sonrisa amarga—. Te estaba esperando.

Cristina sostuvo la mirada, con la frente erguida, aunque por dentro el alma se le encogía.

Jessica, inquieta, le rozó el brazo.

Detrás de Roxana, una empleada salió empujando un carrito con cajas y maletas. Roxana señaló con el dedo.

—Déjalas allí —ordenó.

Jessica entrecerró los ojos.

—Al parecer tu querida suegra ya tenía tus cosas listas para sacarte —musitó junto a Cristina.

Roxana bajó los escalones con un paso elegante y venenoso. Se detuvo a pocos centímetros de Cristina y habló con frialdad.

—Toma tus cosas… y lárgate de esta mansión.

Cristina sonrió con ironía, como si aquello no le afectara en lo absoluto.

—No se hubiera molestado en sacarlas —dijo, clavándole la mirada—. Aunque… supongo que ya sabe que me divorcié de su hijo cuando se ha atrevido a sacar mis cosas.

—Por supuesto —respondió Roxana con una sonrisa triunfante—. Elio me dio la noticia hace unas horas. Es lo mejor. Tú y él nunca fueron felices. Mi hijo necesita estar al lado de una mujer que realmente valga la pena… Una que pueda darle un hijo, ya que tú jamás se lo diste.

Cristina tragó saliva con fuerza, sintiendo un nudo en la garganta, pero no dejó caer la sonrisa.

—Espero que esa felicidad que usted menciona… le dure para siempre —replicó con serenidad.

Volvió la vista hacia las cajas apiladas y suspiró.

—No debió tocar mis cosas. No le di permiso para sacarlas.

Roxana rio por lo bajo, burlona.

—Vamos, Cristina. Ya no perteneces a esta familia.

Cristina avanzó un paso, segura, sin apartarle los ojos.

—Eso es cierto… Pero tal vez su hijo olvidó contarle un detalle: esta casa me pertenece.

Roxana abrió los ojos de par en par. Aunque lo sabía, fingió ignorancia.

—¿Qué estás diciendo?

—Que soy dueña de esta casa —dijo Cristina, disfrutando por un instante del desconcierto en el rostro de Roxana—. Y no sé… quizás podría quedarme aquí, rehacer mi vida… con alguien que sí valga la pena.

Jessica la miró con los ojos muy abiertos. Roxana, en cambio, quedó en silencio, inmóvil.

Cristina sonrió de nuevo, ahora más serena.

—Aunque… pensándolo mejor… no vale la pena. No pienso quedarme en este lugar. Así que quédese con la casa. No quiero nada de ustedes.

Roxana se irguió; su rostro se tornó rojo de rabia.

—¡Cómo te atreves a hablarme de esa manera! ¡A humillarme en mi propia casa, mujer estúpida!

Jessica dio un paso al frente, desafiante.

—Cuidado con sus palabras. Mi amiga no está sola.

Roxana, fuera de sí, se agachó, tomó una de las cajas de Cristina y comenzó a vaciarla, lanzando ropa, libros y objetos personales por el suelo.

—¡Lárgate de mi casa ahora mismo! —vociferó—. ¡Y llévate tus mugrosos trapos de esta mansión!

Cristina se quedó inmóvil, observando en silencio. Durante un segundo recordó cómo, al casarse con Elio, pensó que Roxana llegaría a quererla como a una hija. Qué ingenua había sido.

Jessica se acercó despacio y le susurró:

—Mejor vámonos.

Cristina asintió. Sin decir nada, tomó una de sus maletas. Jessica cargó con otra. Las cajas quedaron esparcidas en el suelo del vestíbulo.

Roxana las siguió con la mirada, con el rostro descompuesto por la ira.

—¡Tráeme un encendedor! —gritó.

—Sí, señora —respondió una empleada, saliendo corriendo.

Cristina se detuvo en el umbral, mirando por última vez el salón donde creyó que construiría una vida. Donde soñó que algún día su hijo correría por esos pasillos… Pero ese sueño se había desmoronado.

La empleada regresó con el encendedor en la mano. Roxana se lo arrebató y señaló a uno de los guardias.

—Reúne todo eso.

El guardia empezó a amontonar las pertenencias de Cristina en un rincón del vestíbulo. Roxana encendió una llama y, sin dudarlo, la lanzó sobre las cosas. Las llamas estallaron con furia, iluminando el rostro de Roxana, deformado por el odio.

Cristina y Jessica se detuvieron en seco en el umbral, viendo cómo el fuego devoraba todo.

Cristina sintió un dolor insoportable atravesarle el pecho, como si también quemaran los últimos restos de lo que un día fue su vida con Elio. Nunca había sentido tanto desprecio dirigido hacia ella.

Jessica apretó su brazo con fuerza.

—Vamos, Cristina. Nada de eso tiene valor ahora…

Recuerda que lo importante es tu hijo.

Cristina la miró, con los ojos empañados de lágrimas. Una solitaria gota resbaló por su mejilla.

—Tienes razón —murmuró con voz rota—. Vámonos de aquí.

Sin mirar atrás, cruzaron el portón. El viento de la noche les golpeó el rostro mientras avanzaban hacia la calle, dejando tras de sí las cenizas de una vida que ya no existía.

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