El silencio en la oficina era tan denso que parecía ahogar. Elio permanecía de pie, erguido frente al enorme ventanal que dominaba la ciudad de Roma. El sol del mediodía bañaba el cristal con destellos dorados, pero en su mirada solo había frío, una frialdad que nada tenía que ver con la luz cálida que lo rodeaba.
Cristina, en cambio, estaba junto al escritorio. Sus ojos se habían quedado fijos en los documentos extendidos sobre la superficie de vidrio: aquellas hojas que ponían fin, con simples palabras legales, a lo que había sido su matrimonio. Sus manos temblaban apenas, pero no era de miedo, sino de la mezcla de rabia contenida y tristeza que la devoraba por dentro. Elio rompió el silencio con un suspiro, sin apartar la vista de la ciudad. —Al menos —dijo con voz grave, sin emoción— quedarás libre de este doloroso matrimonio… uno al que nos impusieron sin amarnos. Cristina lo miró, apretando los labios. Durante un instante pensó en callar, pero algo en su interior, una chispa de orgullo que jamás había mostrado, la impulsó a hablar. —Es cierto —murmuró, con una voz que mezclaba fragilidad y valentía. Elio giró apenas la cabeza, lo suficiente para verla de reojo. —Me alegra que lo entiendas. —Se apartó del ventanal y caminó con paso firme hacia el escritorio—. Ahora, firma los papeles y deja de crear un drama aquí, con el abogado presente. Su tono era cortante, como una orden que no admitía réplica. Pero antes de que ella pudiera responder, Elio añadió con una frialdad que la atravesó como un cuchillo: —Ah, por cierto, lo olvidaba. No te preocupes, no te faltará nada. Te daré una pensión, la casa estará a tu nombre y tendrás una tarjeta. Podrás gastar lo que quieras. Serás libre y feliz por el resto de tu vida, sin preocuparte de nada. Cristina lo escuchó, y fue como si cada palabra echara fuego en sus venas. Sintió su sangre hervir por todo el cuerpo. Sus manos se apretaron con fuerza contra la tela de su vestido y sus ojos centellearon con rabia. —No necesito tu dinero —dijo, su voz firme, casi quebrándose por la ira—. Y mucho menos tu lástima. Elio se giró hacia ella, con su porte altivo. —No es lástima, Cristina. Es lo que te corresponde. Ella lo miró fijamente, con los ojos llenos de lágrimas que se resistían a caer. —¿Quién dijo que yo necesito tu dinero? —su voz se elevó, clara y cargada de frustración—. Puedo trabajar y ganarme mi propio dinero. No necesito que me compres con propiedades ni con tarjetas de crédito. Elio arqueó una ceja, casi divertido por aquella chispa de rebeldía que rara vez había visto en ella. —Cristina, sabes bien que no permitiré que te vayas sin un centavo. Ella, en cambio, dio un paso hacia él, alzando la voz por primera vez en mucho tiempo: —¿Sabes qué es lo que más duele, Elio? Que me eches en cara que no he podido darte un hijo, cuando en realidad nunca lo intentaste conmigo de verdad. —Sus ojos, empañados por lágrimas, brillaban de rabia contenida—. ¿Cuántas veces fui yo la que buscó soluciones? Fui yo la que soportó tratamientos, consultas médicas, lágrimas en silencio… mientras tú te limitabas a culparme. Muchas veces me rechazaste. Cristina no dijo nada más. Caminó hacia el escritorio, cada paso resonando en el mármol de la oficina. El abogado, incómodo, apartó ligeramente la mirada. Ella tomó el lapicero con manos temblorosas, lo sostuvo unos segundos y luego, con decisión, estampó su firma en los documentos. Cada trazo de tinta era como una herida que se abría en su corazón, pero también como una declaración de independencia. Cuando terminó, dejó escapar un suspiro largo y dejó el bolígrafo sobre los papeles con un golpe suave pero firme. Levantó la vista hacia Elio, que la observaba con expresión impenetrable. —Si algún día me llegas a ver… haz como si no me conocieras, Elio Caruso. Porque para mí, desde hoy, estás muerto. Elio la contempló en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. Finalmente, una sonrisa fría, casi cruel, se dibujó en sus labios. —Eso nunca sucederá —respondió, con un tono que heló el aire de la oficina—. Porque no quiero volver a olerte, ni a verte, nunca más en mi vida. Cristina sintió que sus ojos se nublaban con lágrimas. Se llevó la mano al rostro para limpiarlas con rapidez, como si no quisiera darle a él el gusto de verla derrumbarse. Su respiración era agitada, pero sus pasos firmes mientras se dirigía hacia la puerta. Tomó su cartera con decisión, dispuesta a salir de ese lugar que ya le resultaba insoportable. Antes de que lograra girar la manija, la voz del abogado la detuvo. —Señora, falta una firma más. —El hombre extendió otra hoja con cautela—. Es el documento en el que el señor Caruso le cede la propiedad de la casa. Cristina lo miró, y luego volvió la vista hacia Elio. Una carcajada amarga, cargada de ironía, escapó de su garganta. —No quiero nada que venga de este hombre. El abogado abrió los labios, sorprendido. —Pero, señra… la casa es… —¿La casa? —lo interrumpió Cristina, con voz dura—. ¿Para qué la quiero? Me traería solo malos recuerdos. Y si realmente quiero empezar de nuevo, necesito tirar todo a la basura, hasta las paredes que me recuerdan esta farsa de matrimonio. Elio la observaba en silencio, sus ojos oscuros clavados en ella. Por primera vez, había algo diferente en su mirada: no era frialdad, ni rabia, sino un destello extraño, incomprensible. Cristina, sin detenerse a analizarlo, giró la manija de la puerta. Justo antes de salir, se detuvo. Miró su mano izquierda. Allí, el anillo de matrimonio brillaba bajo la luz que entraba del ventanal. Ese mismo anillo que había acariciado con ternura camino a la oficina, con la esperanza ingenua de que simbolizara amor. Ahora lo veía como una cadena, un recordatorio doloroso de todo lo que había perdido y de lo que nunca tuvo. Sonrió con ironía, una sonrisa cargada de dolor y desafío. Se lo quitó lentamente del dedo, sintiendo cómo el frío metal le dejaba la piel desnuda. Caminó hacia Elio con paso firme. Sin mirarlo a los ojos, lanzó el anillo hacia él. El pequeño aro de oro con incrustaciones brillantes rebotó en el suelo de mármol y rodó unos centímetros antes de detenerse bajo la luz del sol. —Esto tampoco lo quiero —dijo, con voz clara y segura. Elio bajó la mirada hacia el anillo. Sus ojos lo siguieron rodar hasta quedar quieto, inmóvil, como un símbolo de lo que acababa de terminar. No se agachó a recogerlo, no hizo un gesto. Simplemente se quedó allí, observando cómo brillaba en el suelo, como si ese objeto insignificante pesara más que cualquier otra cosa en la sala. Cristina levantó la barbilla, con lágrimas aún brillando en sus ojos, pero sin dejar que cayeran. Giró sobre sus talones y, con un último vistazo a la oficina donde había perdido tanto, abrió la puerta y salió, dejando tras de sí un silencio sepulcral. El abogado, incómodo, recogió el anillo y lo colocó sobre el escritorio. Elio seguía de pie, rígido, la mirada fija en la puerta por la que Cristina había desaparecido. Su expresión era la misma de siempre: fría, contenida. Pero en el fondo de sus ojos oscuros, había algo más… algo que ni él mismo quería admitir. El anillo brillaba sobre el vidrio, solitario, mientras el eco de los pasos de Cristina se desvanecía en el pasillo. Y así, con una firma y un portazo, el matrimonio Caruso-Bianchi llegaba a su fin.