La mañana apenas despuntaba cuando Cristina abrió los ojos. La tenue luz del amanecer se colaba por las rendijas de la cortina, dibujando rayas doradas sobre la habitación. Se incorporó con lentitud, llevó una mano a su vientre, acariciándolo con delicadeza, y luego miró los documentos que descansaban en la mesa de noche. Los tomó entre sus dedos con nerviosismo, como si el papel pudiera delatarla.
Jessica apareció en la puerta del cuarto, con el cabello recogido en un moño improvisado y una taza de café humeante en la mano.
—¿Ya estás despierta? —preguntó, sorprendida—. Son apenas las seis.
Cristina asintió, sin mirarla, mientras guardaba los documentos en su bolso.
—No he dormido mucho. Estaba pensando.
Jessica frunció el ceño, acercándose a la cama.
—¿Sucede algo? —preguntó con tono suave, dejando el café sobre el buró y sentándose a su lado.
Cristina suspiró, apretando el bolso contra su pecho.
—Sí. Necesito que alguien nos ayude… No quiero que Elio nos encuentre.
Jessica alzó las cejas, incrédula, y luego sonrió con cierta ironía.
—¿Tú crees que ese hombre va a molestarse en buscarte después de cómo te humilló durante dos años de matrimonio? Por favor, Cris. Ese tipo solo piensa en él mismo.
Cristina bajó la mirada. Sus labios temblaron antes de pronunciar lo que más la atormentaba.
—Lo sé… pero… ¿Y si se entera de que estoy embarazada? —susurró.
Jessica se quedó muda un instante, procesando la revelación. Luego puso una mano sobre el hombro de su amiga.
—¿Estás segura de que es buena idea huir así… con un bebé en camino?
—No quiero correr riesgos —replicó Cristina con firmeza—. Prefiero tomar precauciones antes de que sea demasiado tarde.
Jessica la observó unos segundos, y luego asintió.
—Está bien. —Se puso de pie y le tendió la mano—. Vamos. El taxi ya está afuera.
Cristina tomó aire profundamente y se levantó. Juntas salieron del apartamento, arrastrando sus maletas con ruedas por el pasillo alfombrado. El aire de la mañana era fresco y olía a tierra mojada por la lluvia de la noche anterior.
Cuando cruzaron la puerta principal del edificio, el taxi amarillo esperaba en la acera, pero justo frente a él, estacionado con elegancia, había un auto negro reluciente, de aspecto lujoso. Un hombre bajó del vehículo en ese momento. Su porte era imponente, su traje perfectamente entallado, y sus facciones, definidas y serenas, parecían sacadas de una revista.
Jessica se detuvo en seco.
—Vaya… —murmuró, con una sonrisa coqueta—. Sí que está guapo ese hombre.
Cristina tragó saliva, sintiendo un extraño nudo en el estómago. Algo en aquel rostro le resultaba familiar, aunque no lograba ubicarlo de inmediato. El hombre se quitó lentamente las gafas de sol, y su mirada oscura y penetrante se clavó en ella. Entonces sonrió.
—Por fin nos vemos… después de cinco años.
Cristina abrió mucho los ojos, atónita.
—¿R-Rubén Colmenares?
El hombre sonrió con calidez y asintió.
—Así es. ¿Te sorprende verme?
—La verdad… sí. —Cristina dejó escapar una risita nerviosa—. Tenía entendido que te habías ido con tu padre a la milicia.
—Correcto —respondió él, acercándose un paso—. Fui para complacerlo… y, para ser honesto, terminó gustándome mucho. Pero ahora estamos aquí por algunos asuntos familiares; voy a estar al frente de la empresa de mi padre.
Jessica observaba la escena con la boca entreabierta, mirando de uno a otro como si estuviera viendo una película romántica.
Rubén prosiguió, bajando el tono de voz:
—Y también vine a verte. Desde que te encontré aquella noche, en medio de un mar de charcos bajo la lluvia… No podía dejar de pensar en ti.
Cristina parpadeó, desconcertada.
—¿Cómo… que me encontraste?
—Sí. —La miró con ternura—. Te vi caminando sola, empapada. Te llamé, pero no me escuchabas y, a lo que me acerqué, caíste al suelo y empezaste a decir cosas; estabas delirando… y te desmayaste en mis brazos. Te llevé a un lugar seguro. Pero no pude quedarme. Tenía una reunión urgente y… lo admito, no dejé nota alguna. —Sonrió, apenado—. Tal vez esperaba que el destino hiciera su parte.
Cristina se quedó en silencio unos segundos, con el corazón acelerado. Luego sonrió suavemente.
—Así que tú eras… el hombre misterioso.
—Culpable —dijo él, levantando una mano como si se rindiera.
Jessica lanzó una risita disimulada.
Rubén entonces reparó en las maletas junto a ellas. Frunció el ceño, curioso.
—¿Disculpa… pero te vas de viaje?
Cristina asintió, intentando sonar tranquila.
—Sí, nos vamos de viaje. —Y añadió rápido—. Es algo temporal, nada fijo aún.
—Entiendo. —Rubén dio un paso hacia ella, con esa seguridad natural que siempre lo había caracterizado—. Entonces, permíteme llevarte. Así podemos hablar… antes de que te vayas.
Cristina dudó. Miró a Jessica, que levantó las cejas, claramente fascinada por aquel hombre que irradiaba elegancia y seguridad. Luego volvió la vista a Rubén, que la esperaba con una media sonrisa confiada. El recuerdo de cómo la sostuvo entre sus brazos aquella noche lluviosa le erizó la piel.
—Está bien —aceptó finalmente.
Jessica reprimió un gritito de emoción y fingió toser para disimular su sonrisa.
Cristina carraspeó.
—Ah, disculpa… Rubén, ella es mi amiga Jessica.
—Un placer —dijo él, inclinando levemente la cabeza, galante.
—El placer es mío —contestó Jessica, aún con la sonrisa pintada en el rostro.
Rubén se adelantó, tomó una de las maletas pesadas de Cristina con gesto natural y la cargó como si no pesara nada.
—Vamos, el auto está justo aquí.
Las dos mujeres se subieron al asiento trasero, mientras Rubén cargaba el equipaje en el maletero. Una vez dentro, el interior del vehículo las envolvió con el aroma sutil de cuero y madera pulida. Jessica se acomodó de inmediato, cruzando las piernas con disimulo, y Cristina, en cambio, se mantuvo rígida, mirando por la ventanilla mientras Rubén encendía el motor.
El coche arrancó con suavidad.
—Así que… ¿Te gustó la milicia? —preguntó Cristina, intentando romper el silencio.
—Sí —respondió él con una sonrisa—. Aprendí disciplina, estrategia, liderazgo… y también a valorar lo que realmente importa.
—¿Y qué es eso? —preguntó Jessica, entrometiéndose con curiosidad.
Rubén las miró un segundo por el retrovisor y luego dijo:
—Las personas. Uno puede tener éxito, dinero, poder… pero nada de eso sirve si estás solo cuando cae la noche.
Cristina sintió que el corazón le daba un vuelco. Bajó la mirada, inquieta.
—Debes de haber cambiado mucho en estos años —murmuró.
—Y tú también —replicó él suavemente—. Te ves distinta, Cristina… más fuerte.
Ella sonrió apenas, con nostalgia.
—La vida te obliga a serlo, a veces.
Jessica, notando la tensión creciente, sonrió divertida.
—Bueno, bueno… parece que aquí hay historia antigua.
Rubén rio, y su risa grave llenó el coche.
—Quizás… —dijo, con un destello de picardía en los ojos—. Pero no vine a hablar del pasado. Vine a asegurarme de que, esta vez, no desaparezcas sin dejar rastro.
Cristina lo miró, sorprendida, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que alguien la veía… de verdad.