La mañana apenas despuntaba cuando Cristina abrió los ojos. La tenue luz del amanecer se colaba por las rendijas de la cortina, dibujando rayas doradas sobre la habitación. Se incorporó con lentitud, llevó una mano a su vientre, acariciándolo con delicadeza, y luego miró los documentos que descansaban en la mesa de noche. Los tomó entre sus dedos con nerviosismo, como si el papel pudiera delatarla.
Jessica apareció en la puerta del cuarto, con el cabello recogido en un moño improvisado y una taza de café humeante en la mano.
—¿Ya estás despierta? —preguntó, sorprendida—. Son apenas las seis.
Cristina asintió, sin mirarla, mientras guardaba los documentos en su bolso.
—No he dormido mucho. Estaba pensando.
Jessica frunció el ceño, acercándose a la cama.
—¿Sucede algo? —preguntó con tono suave, dejando el café sobre el buró y sentándose a su lado.
Cristina suspiró, apretando el bolso contra su pecho.
—Sí. Necesito que alguien nos ayude… No quiero que Elio nos encuentre.
Jessica alzó las