El apartamento era pequeño, pero cálido. Nada que ver con la fría majestuosidad de la mansión Caruso.
Cristina entró en silencio, con el alma hecha pedazos, mientras Jessica dejaba las maletas en el suelo y suspiraba de alivio.
Horas después, ya entrada la noche, Cristina yacía recostada en una cama improvisada, mirando el techo con la mirada perdida. Los recuerdos le venían como relámpagos: la mansión, Elio, la humillación de Roxana, el fuego devorando su pasado.
Lentamente, llevó una mano a su vientre. Lo acarició con ternura, como si allí dentro habitara todo lo que le quedaba en el mundo.
—Ahora tengo que ser fuerte por ti, mi querido hijo —susurró con un hilo de voz.
La puerta se entreabrió y Jessica asomó la cabeza con una sonrisa suave.
—Cristina… ya está todo listo —dijo—. Mañana, a primera hora, tenemos que estar en el aeropuerto. Los pasajes están confirmados.
Cristina se giró hacia ella. Por primera vez en todo el día, una tenue chispa iluminó su rostro.
—Gracias, Jessica… por no dejarme sola.
Jessica sonrió y entró por completo en la habitación.
—No tienes que agradecerme nada. Eres mi amiga… y las amigas no se abandonan.
Cristina cerró los ojos por un instante. Se aferró a esa palabra: amiga. Era lo único verdadero que le quedaba.
Mientras tanto, en la mansión Caruso, todo estaba en penumbra.
Elio se encontraba aún en su oficina del centro de la ciudad, guardando los últimos papeles del día. Se puso el saco con gesto automático y salió, sin despedirse de nadie. Su chofer lo esperaba junto al automóvil negro en la entrada.
—Buenas noches, señor Caruso —saludó el hombre, abriéndole la puerta.
Elio no respondió. Subió al auto y se hundió en el asiento, con la mirada perdida. Durante el trayecto, no dijo una sola palabra. Su silencio era tan espeso que hasta el chofer prefirió no encender la radio.
Cuando llegaron, el coche se detuvo frente a la mansión. Antes de que su chofer pudiera abrirle la puerta, Elio salió de un salto y caminó con paso firme hacia la entrada. Algo en el aire olía a humo.
Entonces lo vio.
En medio del jardín delantero, varios guardias estaban apagando con cubetas de agua lo que quedaba de un montón ennegrecido. Entre las brasas aún chisporroteaban pedazos de tela, marcos rotos, fotos reducidas a cenizas. Elio frunció el ceño y apresuró el paso.
—¿Qué significa esto? —exclamó, mirando a su madre, que lo esperaba en el pórtico.
Roxana se volvió con un gesto sorprendido, como si no esperara verlo tan pronto.
—Elio, hijo… —dijo, forzando una sonrisa—. Qué puedo decirte…
—Estoy esperando que lo intentes —replicó él, con la voz baja pero peligrosa—. ¿Qué está pasando aquí, madre?
Roxana se alisó el peinado, nerviosa, y bajó un escalón.
—Cristina vino… —dijo lentamente—. Y empezó a quemarlo todo. Dijo que no quería nada que viniera de ti.
Elio entrecerró los ojos, sintiendo cómo el corazón le daba un vuelco.
—¿Me estás diciendo que… ella hizo esto? —señaló las cenizas, incrédulo.
—Así es, hijo —afirmó Roxana con un leve encogimiento de hombros—. Lo dijo con sus propias palabras. Que no quería volver a saber nada de ti… ni de nosotros.
Elio se quedó quieto, con la mandíbula apretada.
No respondió nada. Solo observó en silencio los restos calcinados de lo que una vez fueron las pertenencias de Cristina.
Una brisa nocturna levantó un puñado de cenizas y se las llevó flotando hacia la oscuridad.
Elio las siguió con la mirada, sin parpadear.
Y por primera vez, sintió que tal vez… había perdido algo mucho más grande que un matrimonio.
Elio permaneció inmóvil frente a aquel montón de cenizas humeantes.
El silencio del jardín lo envolvía, roto apenas por el crujido apagado de algún trozo de madera que todavía ardía.
Entre los restos ennegrecidos, algo llamó su atención:
Una esquina de papel, chamuscada pero reconocible. Se inclinó y, con cuidado, la recogió.
Era una fotografía.
Su fotografía de boda.
El rostro de ambos estaba parcialmente quemado: el de Cristina casi borrado por completo; el suyo apenas visible entre manchas oscuras.
Elio apretó la foto entre los dedos, sintiendo cómo el hollín manchaba su piel.
—Cristina… —susurró, y su voz sonó extraña, como si no le perteneciera.
Se dio la vuelta sin mirar a nadie y caminó hacia la mansión con pasos firmes.
Roxana lo siguió con la mirada, inquieta.
—Hijo… —¿A dónde vas? —preguntó, dando un paso tras él—. ¿Qué sucede? ¿Por qué tienes esa cara?
Pero Elio no respondió.
Ni siquiera pareció oírla.
Atravesó el vestíbulo, subió las escaleras de dos en dos y se detuvo ante la puerta cerrada del dormitorio de Cristina.
La giró lentamente y entró.
La habitación estaba… vacía.
Demasiado vacía.
El armario, que antes rebosaba de vestidos, estaba completamente desnudo.
El tocador, despejado.
Solo quedaba un frasco de perfume sobre el lavabo del baño, su fragancia flotando todavía en el aire como un fantasma dulce y melancólico.
Elio lo tomó, lo destapó y aspiró profundamente. Cerró los ojos.
De pronto, los recuerdos lo golpearon sin piedad.