El apartamento era pequeño, pero cálido. Nada que ver con la fría majestuosidad de la mansión Caruso.
Cristina entró en silencio, con el alma hecha pedazos, mientras Jessica dejaba las maletas en el suelo y suspiraba de alivio.
Horas después, ya entrada la noche, Cristina yacía recostada en una cama improvisada, mirando el techo con la mirada perdida. Los recuerdos le venían como relámpagos: la mansión, Elio, la humillación de Roxana, el fuego devorando su pasado.
Lentamente, llevó una mano a su vientre. Lo acarició con ternura, como si allí dentro habitara todo lo que le quedaba en el mundo.
—Ahora tengo que ser fuerte por ti, mi querido hijo —susurró con un hilo de voz.
La puerta se entreabrió y Jessica asomó la cabeza con una sonrisa suave.
—Cristina… ya está todo listo —dijo—. Mañana, a primera hora, tenemos que estar en el aeropuerto. Los pasajes están confirmados.
Cristina se giró hacia ella. Por primera vez en todo el día, una tenue chispa iluminó su rostro.
—Gracias, Jessica…