Elio lo tomó, lo destapó y aspiró profundamente. Cerró los ojos.
De pronto, los recuerdos lo golpearon sin piedad.
Cristina sonriendo tímida al quitarse el vestido.
Su piel ardiendo bajo sus caricias.
Las noches en las que ella lo esperaba con la esperanza callada de concebir un hijo, ocultando la ansiedad tras una sonrisa.
Las veces que ella se aferraba a él con desesperación, como si el amor pudiese bastar para hacerlos eternos.
Tragó grueso.
Y maldijo entre dientes.
—Esta mujer… —murmuró con rabia contenida—. ¿Cómo se atreve a confundirme ahora… ahora que por fin nos divorciamos?
Se frotó las cejas, caminando de un lado a otro como un león enjaulado, tratando de expulsar de su mente su risa, su voz, su piel.
Entonces, algo brilló en la penumbra.
Se detuvo en seco y bajó la mirada.
Sobre la mesita de noche, entre el polvo y la ausencia, reposaban las joyas de diamantes que él mismo había mandado a comprar por medio de su chofer.
Un regalo apresurado por su cumpleaños, porque nunca encontraba tiempo para hacerlo personalmente.
Cristina había fingido sonreír aquel día, aunque ahora entendía que su mirada estaba triste.
Elio se acercó, las tomó entre los dedos y sintió un nudo en el estómago.
¿Por qué las dejó, por qué no se llevó todo?…
¿Por qué las dejó ahora…?
Y entonces lo recordó.
Llevó una mano al interior de su chaqueta y sacó un pequeño estuche negro.
Lo abrió lentamente.
Dentro, descansaba el anillo de compromiso.
El anillo que había colocado en la mano de Cristina dos años atrás.
Un diamante perfecto, frío, que ahora brillaba con una luz que se le antojaba cruel.
Elio se quedó mirando aquel anillo durante largo rato, sin respirar.
Su mente viajó inevitablemente a aquella mañana nublada, cuando ella caminó hacia él vestida de blanco, y por un segundo creyó que podría amarla…
Que el matrimonio arreglado no tenía por qué ser una condena.
Que tal vez, con el tiempo, podrían aprender a amarse.
Pero nunca se lo permitió.
Nunca le dio esa oportunidad.
El anillo tembló en su mano.
Se dejó caer sobre el borde de la cama, hundiendo los codos en las rodillas.
La habitación estaba en silencio, y aun así, él escuchaba su risa en cada rincón.
—¿Qué me hiciste, Cristina…? —susurró, con la voz rota.
Cerró el estuche con un chasquido seco, se inclinó hacia atrás y quedó mirando el techo.
Por primera vez desde que todo empezó, Elio Caruso se sintió vacío.
Vacío… y aterrado de que tal vez ya era demasiado tarde.
Un sentimiento de arrepentimiento se apoderó de su pecho al recordar que aquel anillo no lo había elegido él, sino su chofer. Igual que las demás joyas que ordenó comprar sin mirarlas, porque nunca tuvo tiempo para detenerse en los detalles… ni siquiera en los de ella.
—¡Hombre, por qué te arrepientes ahora! —murmuró Elio para sí, guardando el anillo en el bolsillo de su traje.
Respiró hondo y caminó hacia la puerta de su habitación, justo frente a la de Cristina. Jamás habían compartido la misma alcoba como esposos; solo cruzaba ese umbral cuando la deseaba. Esta vez, sin embargo, prefirió no entrar. Bajó las escaleras apresurado, con el ceño fruncido. Roxana, su madre, lo vio pasar, pero no se atrevió a detenerlo.
Entró en su oficina y se dejó caer en la silla de cuero tras su escritorio. Cerró los ojos y suspiró. Al abrirlos, su mirada se topó con el marco dorado que descansaba allí: la única foto de su boda… y la última que quedaba en la casa. La tomó con mano temblorosa; el corazón le latía con fuerza al ver ese rostro. Levantó la mano para tocarla, pero el timbre de su celular lo interrumpió.
Era su amigo de confianza. No contestó. Dejó la foto sobre la mesa, se dirigió al bar y destapó una botella de whisky. Bebió largos sorbos y se dejó caer en el sofá. Su mente giraba en torno a Cristina como un remolino incesante.
—¿Qué me has hecho, mujer? —susurró, con los ojos vidriosos—. ¿Por qué vienes a atormentarme ahora que ya no estás?
Arrojó la botella contra la pared. El vidrio se hizo añicos. Se llevó las manos al rostro, exhausto, y terminó quedándose dormido allí, con el fantasma de ella aún aferrado a su pecho.