Mundo ficciónIniciar sesiónAylen es una joven campesina que lleva una vida humilde y difícil junto a su familia. La pobreza marca su día a día, pero lo que realmente ensombrece su existencia es la figura de su padre, un hombre violento y abusivo. Aun así, en medio de tanta dureza, hay algo en Aylen que la convierte en alguien imposible de olvidar. Su belleza es inusual, casi irreal. Cabello de un rojo ardiente, ojos de un azul tan profundo como el océano y una delicadeza que solo necesita un vistazo para hechizar a quien la contempla... Su presencia no pasa desapercibida. Los aldeanos murmuran su nombre con asombro, y los rumores sobre la misteriosa joven de apariencia encantadora comienzan a extenderse más allá de las fronteras de su hogar. Hasta llegar a oídos de la emperatriz. Dueña de una corte deslumbrante y conocida por su apetito insaciable por todo lo bello, la emperatriz es tan admirada como temida. Su crueldad es leyenda, su interés un presagio y cuando posa sus ojos en algo, rara vez es para bien. Y ahora, ha posado sus ojos en Aylen. Lo que Aylen no imagina es que su destino no solo quedará entrelazado con el de la emperatriz, sino también con el de otro miembro del harén, alguien tan enigmático como peligroso y cuya presencia pondrá en juego no solo su corazón, sino también su supervivencia dentro de una corte donde la belleza es un arma y el deseo, una sentencia.
Leer másEl canto de los pájaros anuncia la llegada de un nuevo día. Abro los ojos lentamente, parpadeando para acostumbrarme a la suave penumbra de mi habitación.
Durante unos instantes, permanezco inmóvil, contemplando la ventana a mi izquierda. La luz del amanecer se filtra a través de las cortinas, pero el sueño aún pesa sobre mis párpados. Finalmente, me decido a moverme. Al posar los pies descalzos en el suelo, un escalofrío me recorre el cuerpo, obligándome a buscar algo con qué cubrirlos. Suspiro y doy unos pasos, pero antes de salir, mi mirada se posa en la pequeña cama donde mi hermana menor sigue profundamente dormida. Me acerco con cautela y, con un movimiento firme pero gentil, la sacudo ligeramente. —Déjame dormir… —murmura con evidente fastidio, acurrucándose aún más entre las sábanas. —Debes levantarte, Aisha. Mamá se molestará si sigues durmiendo. Además, hoy te toca ayudarme a cargar agua. —Puedes ir tú sola… tengo sueño —responde entre susurros, arrastrando las palabras. Por costumbre, yo recojo el agua los lunes, miércoles y viernes, mientras que Aisha lo hace los martes, jueves y sábados. Los domingos lo hacemos juntas. Es nuestra primera tarea del día, sin importar qué tan cansadas estemos. La observo unos segundos y, al ver que sigue inmóvil, decido recurrir a un último recurso. —Si no te levantas, iré a buscar a papá para que lo haga él. Como un resorte, se incorpora de inmediato. —No me asustes así… sabes lo complicado que es ese hombre —bosteza, pasándose una mano por el rostro. Sonrío con satisfacción. —Sabes que jamás lo llamaría, pero no me dejas otra opción que amenazarte. Solo tienes dos años menos que yo, pero a veces te comportas como una niña pequeña. Ella solo se encoge de hombros y, sin más que discutir, nos preparamos para empezar el día. Ժ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ El río fluía con calma, reflejando el cielo como un espejo de cristal. Aisha y yo llenábamos con cuidado los jarrones que habíamos llevado, viendo cómo el agua danzaba en la superficie antes de ser atrapada por la cerámica. El aire era fresco, pero una inquietud pesaba en el ambiente. —Oye, Aylen… ¿Cómo crees que esté Anna? —preguntó Aisha de repente, con el ceño fruncido. Anna, nuestra hermana mayor, se había casado hace cuatro meses. No por amor, sino por necesidad. Nuestro padre, consumido por la bebida y la agresividad que lo dominaba cuando estaba ebrio, hacía de nuestra casa un infierno. Los problemas nunca faltaban. Cada moneda que nuestra madre ganaba en la panadería, con nuestra ayuda, terminaba en alcohol y, cuando él lograba reunir dinero como cosechador en tierras nobles, lo gastaba en mujeres y más licor. Suspiré, sin dejar de ver el agua que llenaba mi jarrón. —No lo sé… pero seguramente está mejor que nosotras. No tiene que soportarlo a él ni sus vicios. Aisha bajó la mirada. —Tienes razón, pero… ella realmente no quería casarse. Era cierto. Anna siempre había sido la más madura de las tres. Durante años, intentó convencer a mamá de que se divorciara, de que escapáramos de aquel hombre que solo nos hacía daño. Pero mamá nunca cedió. Y cuando Anna comprendió que sus palabras no bastaban, decidió irse ella misma. —No podía seguir aguantándolo. Por eso aceptó casarse con el señor Lucas —murmuré. —Aun así… no creo que sea feliz con él. No conocía bien al señor Lucas. Sabía que era un comerciante de telas, que tenía buenos negocios y que tenía diez años más que mi hermana. Eso era todo. —Quizás no esté enamorada, pero tampoco es infeliz. Tiene una vida cómoda y él la trata bien. Conociendo a nuestro padre… pudo haberla obligado a casarse con alguien mucho mayor y cruel. Aisha suspiró, como si mis palabras le dieran algo de consuelo. —Si lo dices así, supongo que tienes razón… La próxima serás tú. No quiero que te cases y me dejes sola —dijo en un susurro. Sus palabras me helaron. —Yo tampoco quiero casarme —admití—. No puedo evitar pensar que podría terminar como mamá… Eso es lo que más me asusta. Tampoco quiero dejarte, pero ya tengo la edad para hacerlo. En cualquier momento pasará. Aisha frunció el ceño y permaneció en silencio. Ya no había más que decir. Con la carga sobre nuestros hombros y pensamientos pesados en la mente, emprendimos el camino de regreso a casa. Ժ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ ╴ El día no fue diferente a los demás. Después de regresar con el agua, ayudamos a mamá en la panadería. Cuando el viejo reloj de pared marcó las cinco, limpiamos todo y volvimos a casa, agotadas. Nos reunimos alrededor de la pequeña mesa, sentadas sobre cuatro cojines desgastados. La cena era sencilla: el pan que nos sobró de la panadería, acompañado de unos huevos revueltos y un vaso de zumo de naranja. Mientras comíamos en silencio, Aisha levantó la mirada y frunció el ceño. —Madre, ¿por qué no comes? —preguntó con preocupación. Mamá le sonrió con dulzura, pero su respuesta fue evasiva. —No te preocupes, cariño. No tengo hambre. Aisha bajó la vista a su plato, pero yo mantuve la mirada en nuestra madre. Era más que obvio que mentía. No comía porque guardaba su ración para él. Sabía que, cuando regresara, esperaría encontrar algo en la mesa, y ella nunca permitía que se fuera a la cama con el estómago vacío. Pero, ¿y ella? ¿Quién se preocupaba por si ella comía o no? La comida escaseaba cada vez más. Anna nos enviaba algo de vez en cuando, pero no alcanzaba para cuatro personas. Mamá estaba cada día más delgada, su piel se veía pálida y su ropa le quedaba suelta. Siempre sacrificaba su parte para que Aisha y yo pudiéramos comer. Apreté los labios, sintiendo una mezcla de impotencia y rabia. —Voy a dormir —susurré, sin poder soportarlo más. Me levanté de la mesa y caminé hacia la habitación que compartía con Aisha. No podía seguir viendo cómo se privaba de comer por alguien que no lo merecía. No me importaba si él se moría de hambre, pero si mamá seguía así… tarde o temprano iba a enfermar. Debería estar dormida. Mañana, después de buscar agua, tengo que ir a la casa de la señora Patricia, pero el sueño no llega. Mi mente no deja de dar vueltas, atrapada en el torbellino de problemas que envuelven a nuestra familia. Cuando finalmente decido cerrar los ojos, un estruendo me hace incorporarme de inmediato. Gritos. Objetos cayendo. No hace falta ver para saber lo que está pasando. Aisha también se despierta bruscamente en su pequeño colchón. No decimos nada, solo escuchamos en la oscuridad. Los sonidos se intensifican. Luego, un sollozo. Mamá. La sangre se me hiela. Me aferro a las advertencias de ella: "No salgas cuando esto pase. No interfieras." Pero mis piernas ya se mueven por cuenta propia. Nuestra casa es pequeña, así que no tardo en llegar. Lo que veo me deja paralizada. Mamá está en el suelo, temblando. Y nuestro padre… él tiene las manos alrededor de su cuello. Por un instante, no puedo moverme. El miedo me inmoviliza, me carcome. Siento que nunca voy a recuperar el control de mi cuerpo. Hasta que, de algún rincón de mi ser, encuentro la voz para gritar: —¡Ya basta! El impacto de mis palabras lo hace soltarla. Mamá jadea, tratando de recuperar el aliento, pero antes de que pueda correr hacia ella, siento un golpe seco en la mejilla. Un dolor agudo me lanza de lado. —¡Así es como crías a tus hijas! —ruge él, su voz impregnada de furia y alcohol—. Ahora se atreven a levantarme la voz… Eres una inútil como mujer. Mamá no responde. Solo llora, con el rostro hinchado y los ojos llenos de dolor. Cuando él se marcha tambaleándose a la habitación, ella se arrastra hacia mí y me toma con delicadeza. —Cariño, ¿estás bien? —pregunta con voz temblorosa. Su cara está golpeada. Un moretón comienza a formarse en su ojo, su nariz sangra levemente. Está tan delgada, tan frágil… No aguanto más. Rompo en llanto como una niña pequeña, incapaz de contener el dolor y la impotencia. Mamá me envuelve en sus brazos y acaricia mi cabeza en un intento de calmarme. —Mamá… Aylen… —susurra Aisha detrás de mí. Nos volvemos a verla. Sus ojitos brillan con miedo. Mamá nos abraza a ambas. —Vuelvan a su habitación, deben dormir. Mañana es lunes y los lunes siempre son los días más pesados. Aisha no la suelta. —Duerme con nosotras hoy. Ella dudó por un momento, pero finalmente asintió con una sonrisa triste. —Bien, vamos. Juntas arrastramos con cuidado nuestras dos pequeñas camas para unirlas en una sola. Como cuando éramos más pequeñas. Como cuando, a pesar de todo, aún nos sentíamos seguras.La mesa era un caos perfecto, de ese que solo existe cuando hay demasiadas personas felices reunidas en un mismo lugar. Codazos amistosos, platos que iban y venían sin un destino claro, vasos a medio llenar que cambiaban de manos, risas que se pisaban unas a otras sin pedir permiso. Nadi estaba en pleno relato de uno de sus chistes malos sobre guerreros —con poses heroicas y voces exageradas incluidas— mientras Nori se reía antes incluso de que llegara al remate, golpeando la mesa con la palma cada vez que Nadiel hacía “la voz profunda”. —¡Y entonces el Capitán dijo…! —continuaba Nadiel, inflando el pecho. —¡No, no, esa voz no! ¡Haz la otra! —protestó Noriel entre carcajadas. Arlen balbuceaba pequeñas palabras desde su trono improvisado —las piernas de Nuriel—, orgullosa de cada palabra nueva que lograba emitir. Nuriel la sostenía con paciencia infinita, acercándole l
El mundo se contrajo a ese vórtice de sensaciones: sus manos explorando, posesivas e implacables; sus bocas marcando territorio con besos que dolían de placer; sus cuerpos envolviéndome en una red de calor y dominio. —No soporto verte llorar —confesó Nuriel con una mordida juguetona en mi cuello, succionando hasta dejar una marca rosada—. Pero dioses, estás divina enojada. —A mí me encanta verte llorar —agregó Nora en un susurro pecaminoso, besando la lágrima solitaria en mi mejilla antes de descender a mi mandíbula—. Pero solo en nuestra cama. Solo para nosotros. Sus palabras fueron el detonante final. Mi cuerpo se rindió por completo, un temblor traicionero me recorrió mientras Nora me devoraba la boca con renovado hambre, su lengua exigía sumisión absoluta. Nuriel, pegada a mi espalda, deslizó sus manos bajo la bata fina, sus palmas cálidas abriéndose camino por mi vientre d
Una vez terminado el baño, me encontré sola en la habitación que había decidido ocupar esa noche. La puerta se cerró a mis espaldas con un chasquido suave, y el silencio se instaló como un velo pesado. Me quedé de pie unos segundos, inmóvil, con la mirada fija en la cama. Era enorme. Demasiado grande para una sola persona, un vacío que ahora me parecía un error garrafal. Mi molestia me había impulsado a elegir dormir sola, convencida de que necesitaba espacio, distancia para procesar todo. Pero allí, frente a ese mar de sábanas blancas e intactas, mi resolución empezaba a desmoronarse. Si era brutalmente honesta, mi cuerpo ya extrañaba el calor de ellos: los brazos de Nora envolviéndome como una armadura irrompible, las caricias distraídas de Nuriel enredándose en mi cabello hasta arrastrarme al sueño, las manos de Nora —firmes, pero increíblemente tiernas— trazando senderos lentos por mi pi
Estaba molesta. Lo estaba de verdad. Aun así, no quería estarlo. No en un día como aquel. A esas alturas de mi vida ya me había acostumbrado a vivir esa fecha como algo sagrado. A despertarme con risas, abrazos, besos somnolientos y voces recorriendo los pasillos desde el amanecer. A celebrar sin prisa, a compartir con mi familia cada instante, desde la primera luz hasta que la noche se rendía por completo. Pero esta vez no había sido tan sencillo. Ahora tenía responsabilidades. Muchas. Demasiadas. Y ninguna podía delegarse sin consecuencias. A mis veintisiete años cargaba con más títulos de los que a veces podía nombrar sin cansarme: esposa de la emperatriz y del médico y boticario imperial, madre de cuatro príncipes y una princesa, encargada de gestiones benéficas y asuntos sociales, y futura emperatriz madre… aunque para eso, al menos, aún faltaba mucho t
La tarde avanzó despacio, sin apuro, como si el tiempo hubiera decidido sentarse con nosotros. El calor que quedó después de la comida era suave y cómodo, de esos que pesan en los párpados y vuelven lentos los pensamientos, pero sin resultar molesto. Afuera, el aire olía a tierra húmeda y a pasto recién pisado. Una brisa ligera recorría el jardín, moviendo las hojas del árbol grande que nos daba sombra y dejando caer destellos de sol sobre la manta. Extendimos la tela sobre el césped, acomodándola a medias, sin demasiada preocupación por que quedara perfecta. Nuriel fue la primera en dejarse caer de espaldas. —Ah… —suspiró, estirando los brazos—. Esto es vida. —Eso dices porque aún no tienes niños encima —respondió Nora, sentándose a su lado. —Dame un minuto —dijo ella, con una sonrisa perezosa—. Ya llegarán. Nora negó con la cabeza, divertido, y se acomodó mejor.
Se detuvieron frente a mí, contemplando a Noriel aún abrazado a mi falda, sus ojos brillantes y húmedos, mirando al suelo con la solemnidad de un pequeño mártir. —Lo sentimos… no te enojes con él —dijo Nadiel con una voz suave y medida, como si hubiera practicado cada palabra frente al espejo antes de salir corriendo hacia mí. —Fue nuestra culpa —añadió Numiel, bajando la cabeza, con una expresión que habría derretido el corazón de cualquiera… excepto el mío, acostumbrada a ese juego de teatrillos que repetían con precisión cada vez que cometían alguna travesura. Suspiré y crucé los brazos, observando a los tres con una mezcla de diversión y resignación. Era una rutina que conocía demasiado bien: primero huían, luego regresaban con cara de penitentes, después se acusaban entre ellos y, finalmente, cuando ya se les agotaban las excu
Último capítulo