Estaba terminando de acomodar las pocas pertenencias que llevaría conmigo. Mi vida cabía en un pequeño bolso: tres vestidos medianamente decentes, un par de zapatos en buen estado y una pequeña caja donde guardaba los aretes que había recibido al cumplir quince años, dos años atrás. Era todo lo que tenía, pero en ese momento parecía más que suficiente.
Con el equipaje listo, bajé a la cocina, donde mi madre y mi hermana me esperaban. Me ofrecieron un vaso de jugo de naranja y un trozo de pan casero recién hecho. Mientras comía, trataban de darme los últimos consejos. —Recuerda comer bien. Según dijo el señor Noah, no tendrás problemas con la comida en el palacio. Pero no te descuides y cuídate mucho —dijo mi madre, observándome con preocupación. —Y no hables de forma irrespetuosa a tus superiores. Por favor, ten cuidado —añadió Aisha, su voz cargada de ansiedad. —Sí, sí, ya lo sé. No soy tonta —respondí, intentando sonar tranquila—. No se preocupen por mí, estaré bien. Además, les enviaré cartas para contarles todo. Aunque me esforzaba por parecer despreocupada, la verdad era que estaba aterrada. Comenzar una vida completamente nueva, lejos de las personas que conocía, se sentía como saltar al vacío. Poco después, el sonido de cascos golpeando el suelo rompió el silencio. Mi corazón dio un vuelco. Había llegado el momento. Unos golpes firmes en la puerta confirmaron la llegada del carruaje. Mi madre fue a abrir, y se quedó conversando brevemente con alguien al otro lado antes de llamarme. —Aylen, trae tus cosas. Es hora de partir. Tomé mi bolso y caminé hacia la puerta. Antes de salir, me giré hacia Aisha, que tenía los ojos llenos de lágrimas. La abracé con fuerza, tratando de contener las mías. —Nos veremos pronto, lo prometo. —Eso espero... —murmuró ella, con su voz quebrada. Luego me volví hacia mi madre. —Cuida de tu salud y de Aisha. Volveré pronto, madre. Ella no pudo contener las lágrimas. Después de un rato, logró calmarse lo suficiente para darme un beso en la frente. —Ve con cuidado, mi niña. La abracé una última vez, memorizando la calidez de sus brazos y el olor de su ropa. Afuera, un hombre de expresión seria esperaba junto al carruaje. Sin decir una palabra, tomó mi equipaje y me ayudó a subir al elegante vehículo blanco. Cuando estuve dentro, las puertas se cerraron suavemente tras de mí. Saqué la cabeza por la ventana, deseando grabar en mi memoria la imagen de mi madre y mi hermana, que permanecían de pie frente a nuestra humilde casa. Las vi encogerse cada vez más en la distancia mientras el carruaje avanzaba. Aunque el camino frente a mí era incierto y aterrador, me obligué a no mirar atrás. Esto no era un adiós definitivo; era un sacrificio necesario para un futuro mejor. O al menos, eso me repetía una y otra vez mientras el carruaje me llevaba lejos de todo lo que conocía. Mientras el carruaje avanzaba, noté que no estaba sola. Sentado al lado de la puerta, un hombre de aspecto serio y no muy alto descansaba una mano en el pomo de una espada. Al otro extremo, una joven de una belleza llamativa lucía un vestido tan deslumbrante que hacía que el mío pareciera un simple trapo. Mi nerviosismo creció, pero me atreví a romper el silencio. —Disculpen... ¿puedo saber sus nombres? —pregunté con voz temblorosa. El hombre me lanzó una mirada fugaz, pero no respondió. Simplemente volvió a mirar por la ventana como si yo no existiera. —Mi nombre es Catherine, y a partir de hoy seré su sirvienta personal. Es un placer conocerla—dijo la joven, con una sonrisa amable. Su cabello castaño caía en ondas suaves alrededor de su rostro, y sus ojos negros parecían analizarme con atención, aunque sin malicia. —Mi nombre es Aylen. El gusto es mío, señorita Catherine —respondí con torpeza, tratando de sonar educada. El hombre soltó una risita baja al escucharme, aunque rápidamente volvió a su expresión impasible. —Por favor, no me llame así —respondió Catherine, su sonrisa un poco tensa—. Es inapropiado. Como soy su sirvienta, soy yo quien debe dirigirse a usted de manera formal, no al revés. Mi respuesta salió sin pensar. —No se trata de formalidades, se trata de respeto y educación. Mis palabras hicieron que ambos me miraran, visiblemente sorprendidos. Catherine parpadeó un par de veces antes de recuperar la compostura. —Tiene razón —admitió, su voz suave—. Pero no puedo hacerlo. Hay reglas y normas que estoy obligada a seguir. Por favor, simplemente llámeme Catherine, sin el "señorita". —Entonces tú también llámame por mi nombre, sin formalidades. —Lo siento, pero eso no es posible. Debo seguir el protocolo —dijo con un suspiro, claramente apenada. No podía entender cómo algo tan sencillo como hablar con cortesía podía considerarse una infracción. —En ese caso, yo tampoco seguiré esas formalidades —respondí con un tono firme. Catherine dejó escapar una risa ligera, como si no supiera si tomarme en serio o no. Luego, inclinó la cabeza, pensativa. —Hagamos un trato. Cuando estemos solas o con alguien de confianza, nos llamaremos por nuestros nombres. Pero si estamos en presencia de otras personas, debes permitirme tratarte con respeto según las normas. ¿Te parece? Me lo pensé por un momento y asentí. —De acuerdo. Catherine sonrió, y por un instante sentí que la tensión del ambiente disminuía. El hombre junto a la puerta soltó un leve bufido, pero no dijo nada. Había algo en esta joven mujer que me intrigaba. Quizás, en medio de la incertidumbre que me rodeaba, ella sería alguien en quien podría confiar.