La mesa era un caos perfecto, de ese que solo existe cuando hay demasiadas personas felices reunidas en un mismo lugar.
Codazos amistosos, platos que iban y venían sin un destino claro, vasos a medio llenar que cambiaban de manos, risas que se pisaban unas a otras sin pedir permiso.
Nadi estaba en pleno relato de uno de sus chistes malos sobre guerreros —con poses heroicas y voces exageradas incluidas— mientras Nori se reía antes incluso de que llegara al remate, golpeando la mesa con la palma cada vez que Nadiel hacía “la voz profunda”.
—¡Y entonces el Capitán dijo…! —continuaba Nadiel, inflando el pecho.
—¡No, no, esa voz no! ¡Haz la otra! —protestó Noriel entre carcajadas.
Arlen balbuceaba pequeñas palabras desde su trono improvisado —las piernas de Nuriel—, orgullosa de cada palabra nueva que lograba emitir. Nuriel la sostenía con paciencia infinita, acercándole l