୧ I ୨

Caminaba despacio, sintiendo el aire fresco golpear mi rostro. Aún sentía un leve ardor en la mejilla izquierda, recordatorio del golpe de la noche anterior, pero el enrojecimiento ya no era tan notorio.

Mientras caminaba entre las pequeñas casas de madera, rodeadas por una vegetación que lo cubría casi todo, una sensación inquietante se apoderó de mí. Era esa extraña certeza de que alguien me observaba.

Me detuve un instante y miré a los lados, pero no vi nada fuera de lo común. Justo cuando estaba a punto de seguir, un leve ruido entre los arbustos cercanos me hizo tensarme. Algo—o alguien—se movía allí.

Contuve la respiración y fijé la vista en la espesura, sintiendo cómo el miedo me erizaba la piel. De repente, un sonido inesperado irrumpió en el silencio, arrancándome un pequeño grito y haciéndome dar un respingo.

Era solo un pequeño conejito.

Mi corazón latía con fuerza, pero, sacudiendo la cabeza para disipar la tensión, decidí no darle mayor importancia y continué mi camino, fingiendo que nada había pasado.

Al llegar a la casa de la señora Patricia, empujé con cuidado el portón y entré en silencio. Ella es una mujer mayor, de huesos frágiles y espalda encorvada por los años. Hace tiempo dejó de poder cuidar su pequeño huerto en el patio trasero, así que vengo todos los días a encargarme de él. A cambio, cuando las verduras y frutas están en su punto justo, me regala una buena cantidad para llevar a casa.

Vive sola, aunque su sobrina Ágatha se encarga de la limpieza y la comida.

Como siempre, fui directo al cobertizo donde se guardan las herramientas de jardinería, lista para empezar a trabajar.

—Antes de todo, deberías saludar —dijo una voz divertida a mis espaldas.

Me giré y encontré a Ágatha con los brazos cruzados y una ceja arqueada.

—Buenos días, Ágatha. No quería molestar, por eso intenté no hacer ruido.

Ella soltó una pequeña risa.

—Tú, tan considerada como siempre. ¿Por qué no vienes a desayunar primero y luego sigues?

Acepté su invitación sin dudarlo. No había desayunado antes de salir de casa. Apenas desperté, fui a buscar agua y la llevé a la panadería, sin intención de perder tiempo… ni de cruzarme con mi progenitor.

Nos sentamos a la mesa y, mientras comíamos la deliciosa tortilla que Ágatha había preparado, la señora Patricia me observó con su típica expresión curiosa.

—Cada vez que veo tu cabello, me dan ganas de comer una manzana —comentó, con una sonrisa divertida.

Ágatha se rio y añadió:

—Tu cabello es precioso. Me da tanta envidia, Aylen. Ese rojo intenso y esos ojos azules tan únicos… Eres la chica más hermosa que he visto en todo el imperio. Ni siquiera las nobles pueden compararse contigo. Todos en nuestro pueblo hablan de ello.

Bajé la mirada, incómoda con los halagos. Desde pequeña, mi apariencia había sido un tema de conversación.

Después del desayuno, me dirigí al huerto y revisé cada planta con cuidado, asegurándome de que todo estuviera en orden. Luego, con un libro prestado en las manos, me acomodé bajo la sombra de un árbol para practicar mi lectura.

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Han pasado dos semanas desde la última vez que nuestro padre perdió el control. No ha vuelto a beber hasta la embriaguez, pero solo porque no tiene dinero para hacerlo.

El reloj marcaba las diez. Me encontraba frente al pequeño espejo roto de nuestra habitación, pasando lentamente el peine por mi cabello, cuando un sonido inesperado me sacó de mi ensimismamiento.

El inconfundible galopar de caballos resonó en la calle.

Intrigada, me asomé por la ventana y vi a un grupo de seis hombres, vestidos con ropas elegantes y portando un emblema que reconocí al instante: caballeros de la realeza.

Tres de ellos desmontaron con movimientos precisos, mientras los otros dos permanecían firmes en sus caballos. El último sostenía las riendas, asegurando a los animales en su lugar.

Mi corazón dio un vuelco cuando uno de los hombres avanzó hacia nuestra puerta y llamó con decisión. Sin perder tiempo, me apresuré hacia la entrada para escuchar.

Al llegar, encontré a mi madre y a mi padre de pie, enfrentándose a aquel desconocido de aspecto imponente. Su porte elegante y su expresión altiva dejaban claro que estaba acostumbrado a ser escuchado.

—Soy un leal sirviente de nuestra gran Emperatriz —declaró con voz firme y educada—. Hemos oído rumores de que en esta casa vive una joven mujer de belleza extraordinaria.

Mi madre se tensó de inmediato. Su preocupación era evidente.

—No es nada del otro mundo —respondió con cautela—. Nuestra hija es solo una muchacha linda, como muchas otras.

El hombre no pareció impresionado por su respuesta.

—Tráiganla aquí. —Su tono no dejaba lugar a discusión.

El miedo cruzó fugazmente el rostro de mi madre, mientras que mi padre, en cambio, frunció el ceño con visible irritación.

—¿Quién demonios te crees que eres para venir a nuestra casa y darnos órdenes? —espetó, elevando la voz con indignación.

El extraño ni siquiera parpadeó.

—Mi nombre no es algo que tenga que compartir contigo —replicó con una calma peligrosa—. Pero soy un sirviente de la Emperatriz, tengo órdenes y permisos para ver a dicha mujer. Si no cooperan por las buenas, me veré obligado a actuar por las malas.

Mi padre barrió con la mirada a los corpulentos hombres que lo flanqueaban. Eran altos, fuertes y, sin duda, más que capaces de reducirlo en cuestión de segundos.

Su mandíbula se tensó. Y bajó la guardia.

—¡Aylen, ven aquí! —rugió mi padre desde la puerta.

Respiré hondo, alisé mi viejo vestido color glauco y avancé con paso firme.

Sin esperar una invitación, el hombre de porte elegante cruzó el umbral con paso pausado, inspeccionando la humilde casa con la mirada. Luego, sin mediar palabra, se plantó frente a mí y recorrió mi figura de arriba abajo con ojos calculadores.

Su presencia imponía, pero lo que hizo a continuación me desconcertó por completo.

Tomó mi mentón con una mano enguantada y lo alzó con suavidad, obligándome a mirarlo directamente a los ojos.

—Abre la boca. —ordenó con seriedad.

La petición me tomó por sorpresa, pero obedecí, separando lentamente los labios. Sus ojos afilados escrutaron mi dentadura con detenimiento, como si estuviera inspeccionando un animal de feria.

Cuando terminó su evaluación, me soltó y dio un par de pasos atrás.

—Mi nombre es Noah —declaró con voz firme—. Soy un leal sirviente de la Emperatriz Nuriel Ravencourt, gobernante de estas tierras y muchas más. Y en su nombre, te informo que has sido invitada a formar parte de su harem imperial.

Sus palabras resonaron en mi cabeza como un trueno.

¿El harem de la Emperatriz?

El aire pareció volverse más denso a mi alrededor. No sabía qué decir, ni siquiera cómo reaccionar.

—Sé que esto puede tomarte por sorpresa —continuó Noah—, pero te sugiero que lo pienses bien. Una oportunidad como esta no se presenta dos veces en la vida.

Había escuchado rumores sobre la mujer que gobernaba nuestro imperio, pero nunca presté demasiada atención.

¿De qué me servía saber sobre alguien que ni siquiera tenía idea de mi existencia?

O al menos, eso creí.

—Tienes tres días para decidirte. Regresaré entonces para escuchar tu respuesta.

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