୧ V ୨

Sin embargo, mi mente no podía dejar de llenarse de preguntas, una tras otra, como una tormenta que no daba tregua. Miré a Catherine, la única persona que parecía dispuesta a responderme, y decidí hablar.

—Catherine, me gustaría preguntarte algo... ¿Es cierto que la emperatriz es una mujer tan gorda que no puede levantarse de su trono?

En cuanto terminé de formular la pregunta, los rostros de Catherine y el hombre junto a la puerta se congelaron. Sus ojos se agrandaron de puro asombro, pero lo que más llamó mi atención fue el destello de algo parecido al miedo en sus expresiones.

—¿Por qué ponen esas caras? ¿Acaso es cierto? —pensé, sintiendo un escalofrío recorrerme.

Y entonces, rompieron en una carcajada tan fuerte y sonora que llenó todo el espacio del carruaje. No fue una risa breve; duró al menos un minuto entero, dejándome aún más confundida.

—No entiendo nada —dije al fin, cruzándome de brazos—. ¿Qué es tan gracioso?

Catherine se tomó un momento para recuperar el aliento, limpiándose una lágrima de la risa antes de hablar.

—No puedo creer que hayas escuchado algo tan absurdo —dijo con una sonrisa aún dibujada en sus labios—. Pero, para que te quede claro, esos rumores son completamente falsos. Nuestra emperatriz no solo es hermosa y elegante, sino que jamás pasa demasiado tiempo en el palacio. Mucho menos sentada en su trono sin hacer nada. Este imperio no se gobierna solo, ¿sabes?

Su explicación tenía sentido, pero no me arrepentía de haber preguntado. Había demasiadas historias dando vueltas, y necesitaba separar la verdad de la mentira.

—¿Me puedes contar más sobre ella? —pregunté con cautela—. Realmente no sé nada de la emperatriz.

Catherine me miró como si acabara de decir que no sabía que el sol salía por el este. Su asombro era tan evidente que me hizo sentir casi avergonzada. Pero en lugar de regañarme, sus ojos se iluminaron con emoción, y en cuestión de segundos comenzó a hablar con entusiasmo.

—¡¿Cómo es posible que no sepas nada de ella?! Escucha bien —dijo, inclinándose un poco hacia mí, como si lo que iba a decir fuese un secreto sagrado—. La emperatriz gobierna todo el imperio de Kahan. Es conocida por tener la belleza de un ángel y la fuerza de un demonio. Es la Emperatriz de la Luz y la Oscuridad, la persona más poderosa e importante del mundo.

Su fervor me dejó atónita. Había escuchado a muchas personas alabar a la emperatriz antes, pero nunca con tanta pasión como lo hacía Catherine.

—Nuestra señora es perfecta —continuó, con una sonrisa casi soñadora—. Y tú deberías considerarte muy afortunada de que se haya interesado en ti. Hay mucho que debes aprender, pero no te preocupes. Estoy aquí para ayudarte. Voy a convertirte en la consorte principal de nuestra señora.

Esa última declaración me dejó sin palabras, pero antes de que pudiera responder, el hombre junto a la puerta rompió su silencio por primera vez.

—Eso va a ser imposible —dijo el hombre a su lado con un tono seco y casi aburrido, sin apartar la vista de la ventana.

—Déjame soñar, ¿quieres? —respondió Catherine, lanzándole una mirada de reproche antes de volver a sonreírme—. Uno debe proponerse metas ambiciosas.

Yo no entendía nada.

¿Consorte principal?

¿Metas?

Mi confusión debía ser evidente, porque Catherine se inclinó hacia mí de nuevo, esta vez con una expresión más seria.

—Déjame explicártelo desde el principio. Esto es importante, y quiero que lo entiendas bien.

Me acomodé en el asiento, preparándome para escuchar. Había algo en la forma en que hablaba que me hacía querer confiar en ella, aunque todo lo que decía seguía pareciendo un mundo completamente ajeno al mío.

—Escucha atentamente —dijo Catherine, enderezándose en su asiento y adoptando un tono más formal—. En el servicio a nuestra señora, existen varios niveles que puedes alcanzar, dependiendo de tu posición y desempeño.

Hizo una pausa, como si organizara sus pensamientos, y luego comenzó a enumerar con precisión:

—Primero, están las sirvientas comunes. Ellas se encargan de tareas básicas como la limpieza, lavar los platos y otras labores menores. Por encima de ellas están los cocineros y cocineras, quienes tienen un rango ligeramente superior, ya que se ocupan de preparar las comidas del palacio.

—¿Y después? —pregunté, inclinándome un poco hacia adelante, intrigada.

—Luego vienen las sirvientas especiales —continuó Catherine con una sonrisa—. Estas tienen la responsabilidad de llevarle la comida directamente a nuestra señora y a otros miembros importantes del palacio. Es un puesto de mayor confianza.

Asentí lentamente, tratando de seguir el ritmo de su explicación, aunque todo este mundo me resultaba completamente desconocido.

—Después de eso —prosiguió—, están las sirvientas personales. Estas sirven directamente a nuestra señora o a alguien influyente del palacio. Tienen algunos privilegios adicionales, y si demuestran ser especialmente competentes, con el tiempo pueden ascender a sirvientas en jefe.

—¿Sirvientas en jefe? —pregunté, arqueando una ceja.

—Exacto. Ellas organizan y supervisan todo lo que ocurre en el palacio. Son quienes mandan en las sombras, por así decirlo —dijo Catherine con un tono de admiración, aunque rápidamente añadió—: Pero en tu caso, las cosas son un poco diferentes.

Eso captó mi atención de inmediato.

—¿Por qué diferentes? —inquirí, curiosa.

—Porque tú formarás parte del Harem personal de nuestra señora—dijo con una sonrisa ligera, como si aquello fuese algo extraordinario—. En el Harem, las cosas funcionan de otra manera. Las personas que entran allí no hacen tareas domésticas. En lugar de eso, se les enseña y prepara para otras cosas: estudiar, aprender artes, perfeccionar modales y, en muchos casos, prepararse para casarse con hombres y mujeres influyentes del imperio.

Mis ojos se abrieron de par en par. Eso sonaba completamente distinto a lo que había imaginado.

—Si nuestra señora lo desea —continuó Catherine—, puede llamar a alguien del Harem a sus aposentos privados, pero déjame aclarar algo: eso nunca ha ocurrido. Y si ocurre, generalmente es solo una vez.

Tomé un momento para digerir sus palabras, pero antes de que pudiera hacer otra pregunta, ella siguió hablando con creciente entusiasmo.

—Ahora bien, dentro del Harem hay dos niveles importantes: el Harem común, del cual te acabo de hablar y el Harem imperial. Las personas del Harem imperial tienen una relación más cercana con nuestra señora y muchas más ventajas. Ellos son quienes tienen más posibilidades de convertirse en figuras influyentes y ricas.

—¿Ricas? —repetí, sorprendida.

—Sí, muy ricas. —Catherine sonrió—. A veces, la emperatriz decide casar a miembros del Harem imperial con reyes, príncipes, gobernadores o políticos importantes. Pero eso no es todo.

Hizo una pausa dramática antes de continuar:

—Si le gustas mucho a nuestra señora, puedes pasar de ser miembro del Harem imperial a ser uno de sus preferidos. Y si tienes mucha suerte... podrías convertirte en su consorte.

—¿Consorte? —pregunté, cada vez más confundida.

—Exacto. Los consortes son especiales. Pero si llegas a ser una consorte principal, entonces... —Catherine hizo un gesto grandioso con las manos-. ¡Podrías ser uno de los padres del próximo emperador o emperatriz!

Mi mente estaba dando vueltas tratando de procesar toda esa información. A mi lado, el hombre junto a la puerta soltó una risa baja, pero no añadió nada.

—Pero espera, ¿qué hay de su esposo? —pregunté, recordando algo que había escuchado antes.

Catherine ladeó la cabeza con una sonrisa enigmática.

—Nuestra emperatriz aún no esta casado, el matrimonio de nuestra señora es solo político. Los emperadores rara vez consuman esos matrimonios. Algunos han llegado a convertir a sus consortes principales en esposos o esposas, pero eso es extremadamente raro. Si algo así te llegara a pasar, serías la persona más importante del imperio... después de nuestra señora, por supuesto.

Me quedé en silencio, procesando todo lo que acababa de escuchar. Era abrumador, pero también fascinante. Catherine me miró con una sonrisa comprensiva, como si entendiera lo que pasaba por mi cabeza.

Pasaron unos minutos en silencio, hasta que una pregunta evidente surgió en mi mente.

—De todos esos rangos... ¿a cuál pertenezco yo?

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