Estaba terminando de acomodar las pocas pertenencias que llevaría conmigo. Mi vida cabía en un pequeño bolso: tres vestidos medianamente decentes, un par de zapatos en buen estado y una pequeña caja donde guardaba los aretes que había recibido al cumplir quince años, dos años atrás. Era todo lo que tenía, pero en ese momento parecía más que suficiente. Con el equipaje listo, bajé a la cocina, donde mi madre y mi hermana me esperaban. Me ofrecieron un vaso de jugo de naranja y un trozo de pan casero recién hecho. Mientras comía, trataban de darme los últimos consejos. —Recuerda comer bien. Según dijo el señor Noah, no tendrás problemas con la comida en el palacio. Pero no te descuides y cuídate mucho —dijo mi madre, observándome con preocupación. —Y no hables de forma irrespetuosa a tus superiores. Por favor, ten cuidado —añadió Aisha, su voz cargada de ansiedad. —Sí, sí, ya lo sé. No soy tonta —respondí, intentando sonar tranquila—. No se preocupen por mí, estaré bien. Además, les
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