Una vez terminado el baño, me encontré sola en la habitación que había decidido ocupar esa noche. La puerta se cerró a mis espaldas con un chasquido suave, y el silencio se instaló como un velo pesado.
Me quedé de pie unos segundos, inmóvil, con la mirada fija en la cama.
Era enorme.
Demasiado grande para una sola persona, un vacío que ahora me parecía un error garrafal.
Mi molestia me había impulsado a elegir dormir sola, convencida de que necesitaba espacio, distancia para procesar todo. Pero allí, frente a ese mar de sábanas blancas e intactas, mi resolución empezaba a desmoronarse.
Si era brutalmente honesta, mi cuerpo ya extrañaba el calor de ellos: los brazos de Nora envolviéndome como una armadura irrompible, las caricias distraídas de Nuriel enredándose en mi cabello hasta arrastrarme al sueño, las manos de Nora —firmes, pero increíblemente tiernas— trazando senderos lentos por mi pi