Harem Imperial
Harem Imperial
Por: 000saram000
୧ Prólogo ୨

El canto de los pájaros anuncia la llegada de un nuevo día. Abro los ojos lentamente, parpadeando para acostumbrarme a la suave penumbra de mi habitación.

Durante unos instantes, permanezco inmóvil, contemplando la ventana a mi izquierda. La luz del amanecer se filtra a través de las cortinas, pero el sueño aún pesa sobre mis párpados.

Finalmente, me decido a moverme. Al posar los pies descalzos en el suelo, un escalofrío me recorre el cuerpo, obligándome a buscar algo con qué cubrirlos. Suspiro y doy unos pasos, pero antes de salir, mi mirada se posa en la pequeña cama donde mi hermana menor sigue profundamente dormida.

Me acerco con cautela y, con un movimiento firme pero gentil, la sacudo ligeramente.

—Déjame dormir… —murmura con evidente fastidio, acurrucándose aún más entre las sábanas.

—Debes levantarte, Aisha. Mamá se molestará si sigues durmiendo. Además, hoy te toca ayudarme a cargar agua.

—Puedes ir tú sola… tengo sueño —responde entre susurros, arrastrando las palabras.

Por costumbre, yo recojo el agua los lunes, miércoles y viernes, mientras que Aisha lo hace los martes, jueves y sábados. Los domingos lo hacemos juntas. Es nuestra primera tarea del día, sin importar qué tan cansadas estemos.

La observo unos segundos y, al ver que sigue inmóvil, decido recurrir a un último recurso.

—Si no te levantas, iré a buscar a papá para que lo haga él.

Como un resorte, se incorpora de inmediato.

—No me asustes así… sabes lo complicado que es ese hombre —bosteza, pasándose una mano por el rostro.

Sonrío con satisfacción.

—Sabes que jamás lo llamaría, pero no me dejas otra opción que amenazarte. Solo tienes dos años menos que yo, pero a veces te comportas como una niña pequeña.

Ella solo se encoge de hombros y, sin más que discutir, nos preparamos para empezar el día.

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El río fluía con calma, reflejando el cielo como un espejo de cristal. Aisha y yo llenábamos con cuidado los jarrones que habíamos llevado, viendo cómo el agua danzaba en la superficie antes de ser atrapada por la cerámica. El aire era fresco, pero una inquietud pesaba en el ambiente.

—Oye, Aylen… ¿Cómo crees que esté Anna? —preguntó Aisha de repente, con el ceño fruncido.

Anna, nuestra hermana mayor, se había casado hace cuatro meses. No por amor, sino por necesidad. Nuestro padre, consumido por la bebida y la agresividad que lo dominaba cuando estaba ebrio, hacía de nuestra casa un infierno.

Los problemas nunca faltaban. Cada moneda que nuestra madre ganaba en la panadería, con nuestra ayuda, terminaba en alcohol y, cuando él lograba reunir dinero como cosechador en tierras nobles, lo gastaba en mujeres y más licor.

Suspiré, sin dejar de ver el agua que llenaba mi jarrón.

—No lo sé… pero seguramente está mejor que nosotras. No tiene que soportarlo a él ni sus vicios.

Aisha bajó la mirada.

—Tienes razón, pero… ella realmente no quería casarse.

Era cierto. Anna siempre había sido la más madura de las tres. Durante años, intentó convencer a mamá de que se divorciara, de que escapáramos de aquel hombre que solo nos hacía daño. Pero mamá nunca cedió. Y cuando Anna comprendió que sus palabras no bastaban, decidió irse ella misma.

—No podía seguir aguantándolo. Por eso aceptó casarse con el señor Lucas —murmuré.

—Aun así… no creo que sea feliz con él.

No conocía bien al señor Lucas. Sabía que era un comerciante de telas, que tenía buenos negocios y que tenía diez años más que mi hermana. Eso era todo.

—Quizás no esté enamorada, pero tampoco es infeliz. Tiene una vida cómoda y él la trata bien. Conociendo a nuestro padre… pudo haberla obligado a casarse con alguien mucho mayor y cruel.

Aisha suspiró, como si mis palabras le dieran algo de consuelo.

—Si lo dices así, supongo que tienes razón… La próxima serás tú. No quiero que te cases y me dejes sola —dijo en un susurro.

Sus palabras me helaron.

—Yo tampoco quiero casarme —admití—. No puedo evitar pensar que podría terminar como mamá… Eso es lo que más me asusta. Tampoco quiero dejarte, pero ya tengo la edad para hacerlo. En cualquier momento pasará.

Aisha frunció el ceño y permaneció en silencio. Ya no había más que decir. Con la carga sobre nuestros hombros y pensamientos pesados en la mente, emprendimos el camino de regreso a casa.

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El día no fue diferente a los demás. Después de regresar con el agua, ayudamos a mamá en la panadería. Cuando el viejo reloj de pared marcó las cinco, limpiamos todo y volvimos a casa, agotadas.

Nos reunimos alrededor de la pequeña mesa, sentadas sobre cuatro cojines desgastados. La cena era sencilla: el pan que nos sobró de la panadería, acompañado de unos huevos revueltos y un vaso de zumo de naranja.

Mientras comíamos en silencio, Aisha levantó la mirada y frunció el ceño.

—Madre, ¿por qué no comes? —preguntó con preocupación.

Mamá le sonrió con dulzura, pero su respuesta fue evasiva.

—No te preocupes, cariño. No tengo hambre.

Aisha bajó la vista a su plato, pero yo mantuve la mirada en nuestra madre. Era más que obvio que mentía. No comía porque guardaba su ración para él. Sabía que, cuando regresara, esperaría encontrar algo en la mesa, y ella nunca permitía que se fuera a la cama con el estómago vacío.

Pero,

¿y ella?

¿Quién se preocupaba por si ella comía o no?

La comida escaseaba cada vez más. Anna nos enviaba algo de vez en cuando, pero no alcanzaba para cuatro personas. Mamá estaba cada día más delgada, su piel se veía pálida y su ropa le quedaba suelta. Siempre sacrificaba su parte para que Aisha y yo pudiéramos comer.

Apreté los labios, sintiendo una mezcla de impotencia y rabia.

—Voy a dormir —susurré, sin poder soportarlo más.

Me levanté de la mesa y caminé hacia la habitación que compartía con Aisha. No podía seguir viendo cómo se privaba de comer por alguien que no lo merecía. No me importaba si él se moría de hambre, pero si mamá seguía así… tarde o temprano iba a enfermar.

Debería estar dormida. Mañana, después de buscar agua, tengo que ir a la casa de la señora Patricia, pero el sueño no llega. Mi mente no deja de dar vueltas, atrapada en el torbellino de problemas que envuelven a nuestra familia.

Cuando finalmente decido cerrar los ojos, un estruendo me hace incorporarme de inmediato.

Gritos.

Objetos cayendo.

No hace falta ver para saber lo que está pasando.

Aisha también se despierta bruscamente en su pequeño colchón. No decimos nada, solo escuchamos en la oscuridad.

Los sonidos se intensifican. Luego, un sollozo.

Mamá.

La sangre se me hiela. Me aferro a las advertencias de ella: "No salgas cuando esto pase. No interfieras."

Pero mis piernas ya se mueven por cuenta propia.

Nuestra casa es pequeña, así que no tardo en llegar. Lo que veo me deja paralizada.

Mamá está en el suelo, temblando. Y nuestro padre… él tiene las manos alrededor de su cuello.

Por un instante, no puedo moverme. El miedo me inmoviliza, me carcome. Siento que nunca voy a recuperar el control de mi cuerpo.

Hasta que, de algún rincón de mi ser, encuentro la voz para gritar:

—¡Ya basta!

El impacto de mis palabras lo hace soltarla. Mamá jadea, tratando de recuperar el aliento, pero antes de que pueda correr hacia ella, siento un golpe seco en la mejilla.

Un dolor agudo me lanza de lado.

—¡Así es como crías a tus hijas! —ruge él, su voz impregnada de furia y alcohol—. Ahora se atreven a levantarme la voz… Eres una inútil como mujer.

Mamá no responde. Solo llora, con el rostro hinchado y los ojos llenos de dolor.

Cuando él se marcha tambaleándose a la habitación, ella se arrastra hacia mí y me toma con delicadeza.

—Cariño, ¿estás bien? —pregunta con voz temblorosa.

Su cara está golpeada. Un moretón comienza a formarse en su ojo, su nariz sangra levemente. Está tan delgada, tan frágil…

No aguanto más. Rompo en llanto como una niña pequeña, incapaz de contener el dolor y la impotencia.

Mamá me envuelve en sus brazos y acaricia mi cabeza en un intento de calmarme.

—Mamá… Aylen… —susurra Aisha detrás de mí.

Nos volvemos a verla. Sus ojitos brillan con miedo.

Mamá nos abraza a ambas.

—Vuelvan a su habitación, deben dormir. Mañana es lunes y los lunes siempre son los días más pesados.

Aisha no la suelta.

—Duerme con nosotras hoy.

Ella dudó por un momento, pero finalmente asintió con una sonrisa triste.

—Bien, vamos.

Juntas arrastramos con cuidado nuestras dos pequeñas camas para unirlas en una sola. Como cuando éramos más pequeñas. Como cuando, a pesar de todo, aún nos sentíamos seguras.

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