Isabella Deveraux siempre fue la esposa perfecta. Se casó con Sebastián Moretti por un acuerdo entre familias, pero en secreto, esperaba que un día él la amara realmente. El día de su tercer aniversario, todo cambió. Tras descubrir que estaba embarazada le envió un regalo con ilusión, pero lo que recibió a cambio fue el mismo ramo de rosas de cada año… y una nota de divorcio. Horas después, fue asesinada frente a Moretti-Deveraux Corp. Su espíritu, aún aferrado al dolor, lo vio todo. Vio su cuerpo sin vida, su alma rota… y cómo Sebastián no derramaba ni una sola lágrima por ella. “Si pudiera volver el tiempo atrás, haría todo distinto…”. Y el universo le concedió el deseo. Despertó tres años atrás, cuando cumplía un mes de casada, cuando comenzó todo. Mismo lugar. Mismo hombre. Mismo infierno. Pero esta vez… ella no será la víctima. Isabella no volverá a ser la mujer que espera amor. Decidida a asegurarse un futuro sin depender de nadie, Isabella intenta comprar una cadena hotelera en ruinas, pero alguien se le adelanta. El temido magnate Gabriel León, poderoso y arrogante, tan peligroso como encantador. Aunque al principio la subestima, él termina ofreciéndole una sociedad y sin querer, mucho más que eso. Lo que Isabella no sabe es que Gabriel es el archienemigo de Sebastián, y ahora, ambos desean lo mismo: a ella. Lo que comenzó como una jugada de venganza… se convertirá en una guerra de poder y amor. Entre negocios, traiciones, secretos y miradas que arden, Isabella descubrirá que no todo lo que muere se pierde, y que hay amores que nacen justo cuando dejamos de buscarlos. ¿Qué harías tú si tuvieras una segunda oportunidad para cambiarlo todo?
Leer más—Tres años... —susurró Isabella Deveraux, mirando al espejo con una extraña sensación de distancia, como si la mujer que le devolvía la mirada fuera una vieja amiga a la que llevaba tiempo sin ver—. Tres años siendo tu esposa, Sebastián, y apenas si me has notado.
El suspiro que escapó de sus labios fue breve pero cargado de una nostalgia punzante, mientras ajustaba distraídamente el borde de su bata de seda blanca, tan suave como un susurro y ligera como la promesa que latía en su corazón desde aquella mañana. Su cabello castaño, recogido en un moño ligeramente desordenado, dejaba escapar algunos mechones rebeldes que enmarcaban su rostro limpio y radiante, casi virginal. Pero sus ojos… esos ojos verdes, profundos como bosques llenos de secretos, hoy guardaban uno especial, uno que había descubierto al amanecer y que ya no podía contener. Por un instante, tan breve como el roce de un pétalo contra la piel, Isabella sintió que el mundo tenía sentido, que todo lo que había sufrido por amor valía la pena por este único momento. La habitación matrimonial, siempre impecable y fría, hoy parecía más cálida y luminosa. Un suave aroma a jazmín flotaba en el aire, embriagador y reconfortante, y un rayo oblicuo de sol se filtraba por la ventana, dibujando patrones dorados sobre la colcha color marfil. Isabella sostuvo entre sus manos temblorosas una pequeña caja dorada, con un lazo delicado que brillaba bajo la luz tenue, como si contuviera un secreto divino. Dentro, cuidadosamente acomodados, descansaban los sueños que había tejido en secreto: una prueba de embarazo con dos líneas rosadas, que relucían con una alegría silenciosa y rotunda, y un pequeño body de algodón, blanco como la nieve, con un delicado bordado en hilo esmeralda que proclamaba con ternura: «Hola, papá». Había pasado horas debatiendo consigo misma, dudas y certezas danzando inquietas en su pecho, hasta que decidió que quizás esta noticia podría ser la llave que abriera las puertas cerradas del corazón de Sebastián. —Hoy puede cambiar todo… tiene que cambiar —musitó, aferrándose a una esperanza frágil pero poderosa. Con suavidad acarició la tapa de la caja antes de cerrarla, permitiendo que una sonrisa radiante floreciera en su rostro al imaginar la reacción de Sebastián. Frío, distante y siempre impenetrable, pero quizás hoy, por primera vez, capaz de ablandarse ante esta revelación. Creía en milagros, especialmente hoy. Isabella se vistió con cuidado, escogiendo un vestido color crema que resaltaba sutilmente la incipiente luminosidad de su piel, un rubor natural que parecía haber despertado con su embarazo, luego, entregó la caja a su asistente, con instrucciones claras y precisas. —Directo a su despacho Cloe, sin escalas, sin explicaciones —ordenó con voz firme pero amable, mientras su corazón aceleraba su ritmo, atrapado en la dulce incertidumbre del momento. La asistente asintió en silencio, consciente del valioso contenido que llevaba entre manos, y desapareció rápidamente por el pasillo. Cuando la puerta del penthouse se cerró suavemente tras ella, Isabella volvió a quedarse sola, envuelta en una quietud densa, demasiado amplia para contener la esperanza que desbordaba su alma. Volvió a mirarse al espejo, observando su reflejo con ojos cargados de ilusiones renovadas. Hoy no era un día más. Hoy cumplían su tercer aniversario de matrimonio, tres años de silencios, de desprecios y ausencias que quizá hoy se romperían para siempre. Respiró profundamente, sintiendo que nada podría opacar la luz de este día. Ni siquiera la distancia que Sebastián había impuesto entre ellos durante tanto tiempo. Porque en su vientre crecía una nueva oportunidad, un puente de amor que finalmente los uniría. —Hoy sí, todo cambiará —se prometió con determinación, tocando suavemente su abdomen, donde ya florecía la vida, como un pequeño milagro esperando ser anunciado. Treinta pisos más abajo, en las oficinas de Moretti-Deveraux Corp, Alessia Bertone caminaba con la seguridad de quien sabe exactamente lo que quiere, vestida con un impecable traje entallado color hueso que resaltaba su figura estilizada y segura. Su cabello rubio estaba cuidadosamente peinado en una coleta alta y pulcra, dejando a la vista unos pendientes discretos pero elegantes que centelleaban como pequeñas estrellas. Sus labios, pintados con un rouge escarlata, dibujaban una sonrisa tan perfecta como calculada. Cuando el mensajero apareció en recepción, sosteniendo una pequeña caja dorada y mencionando el nombre de Sebastián Moretti, Alessia sintió cómo sus sentidos se afilaban al instante, como los de un depredador al acecho. Tanteó el terreno con delicadeza y precisión, como una bailarina explorando cada rincón del escenario antes del gran acto. Intercambió una sonrisa cómplice con el guardia, dedicó un breve pero significativo gesto al recepcionista, deslizando hábilmente algunos billetes sobre el mostrador. —El señor Moretti está en una reunión muy importante, déjemela a mí, yo misma se la entregaré —dijo con una confianza tan natural que nadie hubiese dudado de su palabra. El mensajero, cautivado por la propina y embriagado por el aroma seductor de su perfume, entregó la caja sin hacer preguntas y se marchó. Alessia caminó hacia su cubículo, cerró la puerta con cuidado, corrió la cortina de la mampara para asegurar su privacidad y, solo entonces, desató el lazo satinado con un movimiento decidido, casi cruel. "Isabella Moretti… tan ingenua y tan desesperadamente enamorada", pensó con desprecio mientras abría la caja y sus ojos se posaban en el contenido. Leyó la nota, examinó la prueba de embarazo con sus dos líneas rosadas, y acarició con sarcasmo el delicado body blanco bordado en hilo esmeralda. Un calor frío, mezcla de ira y envidia, comenzó a expandirse desde su pecho hacia cada rincón de su cuerpo. Esas dos líneas inocentes representaban una amenaza que no estaba dispuesta a tolerar, aquella criatura aún no nacida podría arruinar sus meticulosos planes, sus cuidadosos avances, y sobre todo, su objetivo de convertirse en la futura señora Moretti. Sin vacilar, guardó el body y la prueba en su bolso de marca, tomó la nota y la arrugó con saña antes de triturarla meticulosamente entre sus dedos. Soltó un suspiro triunfante al observar la caja vacía. —Embarazada, querida Isabella… qué pena que tus planes terminen aquí —murmuró con veneno en cada palabra—. Nadie interfiere en mis objetivos, ni siquiera una princesa mimada, ilusa. La caja jamás llegaría a manos de Sebastián, eso lo garantizaría ella misma. Esas líneas rosadas, inocentes y delicadas, serían invisibles para siempre. Mientras tanto, Isabella pasó el día soñando despierta, imaginando una llamada emocionada de Sebastián, quizá algo torpe pero llena de promesas y disculpas por todos sus silencios. El mediodía pasó lentamente, luego las cuatro, y finalmente las seis y media… y el teléfono permanecía cruelmente mudo. La ansiedad comenzaba a consumir su optimismo cuando el timbre resonó con inesperada fuerza. Acomodó rápidamente el cuello de su vestido crema, respiró profundamente y abrió la puerta, solo para encontrar a su asistente con un ramo majestuoso de rosas rojas, idéntico al de cada aniversario, lo único distinto esta vez era un sobre blanco atado con un cordel rojo. Isabella lo tomó con un escalofrío de esperanza recorriendo su espalda, notando que el papel era grueso, solemne, prometiendo quizás palabras que cambiarían su destino. Con manos temblorosas rompió el sello, sin notar cómo el pulso se le aceleraba peligrosamente.«Isabella: Por favor, firma los papeles del divorcio. —Sebastián» La ausencia de cariño, la crudeza de aquellas pocas palabras, fueron como una daga directa al corazón. Las rosas escaparon de sus dedos, cayendo casi en cámara lenta, esparciendo sus pétalos como gotas escarlatas sobre el mármol pulido, formando un charco simbólico de ilusiones destrozadas.El rostro de Sebastián se tensó de forma visible, porque por más que lo intentaba, le costaba mantener la máscara de seguridad que tan bien había sabido usar durante años, aunque en ese instante, se aferraba a ella como quien se aferra a un salvavidas en mar abierto.Repentinamente, el recuerdo de Miranda lo comenzó a pinchar por dentro como una aguja vieja y oxidada, aquella mujer que había elegido irse con él y había dejado a Gabriel atrás con una herida que, por años, se rumoreó incurable.Aquella victoria había sido suya entonces sin discusión, pero ahora, en ese preciso momento, la amenaza se invertía frente a sus ojos, y no sabía cómo detenerla.—Hace años que estás resentido conmigo, desde que Miranda te dejó por mí. Ya supéralo. Rehaz tu vida, Gabriel. Déjanos en paz —espetó Sebastián con un veneno mal disimulado en la voz, apretando los dientes después de pronunciar cada palabra mientras lanzaba las frases como quien arroja un dardo desesperado con la esperanza infantil de pr
A la distancia, Sebastián seguía inmóvil, atrapado en una fotografía mental que se negaba a borrar.Su copa permanecía en su mano, olvidada, mientras su mirada se clavaba con fuerza sobre aquella escena que jamás había imaginado presenciar.Isabella, su esposa, reía con suavidad mientras compartía una copa con Gabriel León, cuando con él fingió beber un trago.Alessia, a su lado, seguía parloteando con entusiasmo fingido, soltando frases vacías como si pudiera maquillar la incomodidad. Pero él ya no la escuchaba.Él ya no veía a Alessia.Solo veía a Isabella.A su esposa.A la mujer que una vez creyó tener segura, domada, encasillada en un molde que él había diseñado a su medida. Pero ahora, esa mujer se le escapaba como arena entre los dedos, con la elegancia desafiante de quien ha
La pregunta cayó como un misil. Isabella lo miró fijamente, y por un segundo sus ojos ardieron de indignación.—No pienso responder a esa clase de preguntas. Y no porque no tenga una respuesta, sino porque no te la mereces —dijo con un tono sereno, pero cargado de una furia que latía bajo la superficie como un volcán a punto de despertar.Mientras hablaba, sus dedos se aferraron con disimulo al tallo de la copa, no por debilidad, sino como si canalizara en ese gesto toda la rabia que no estaba dispuesta a mostrar.—Solo quiero saber si estás bien —insistió Sebastián, en un intento patético de reconciliación, con la voz impregnada de una culpa mal disimulada, como si creyera que unas pocas palabras bastarían para reparar los escombros que él mismo había dejado tras de sí.Por dentro, el arrepentimiento le mordía el estómago, pero no era capaz de articular nada más sincero.—Estoy mejor que nunca. Gracias por preocuparte —respondió Isabella, cada palabra cuidadosamente dosificada, tan c
Isabella, aún de pie junto a Gabriel, mantenía una compostura imperturbable.Su rostro era el de una reina en una corte de intrigas, inalterable y sereno, aunque por dentro una presión le apretaba el estómago como un puño cerrado. Su cuerpo quería girar sobre sus tacones y marcharse, pero su mente, firme y racional, le ordenaba quedarse.El deber tenía la última palabra.No podía arruinar el evento con una escena impulsiva, no ahora que la prensa aún murmuraba su nombre con una mezcla de asombro y expectación, y los inversionistas la observaban como una figura clave en el renacimiento de West Palace.—Ahí viene —musitó Matías, cruzado de brazos detrás de Gabriel—. Y viene sin correa. Qué valiente el perro de tu amigo —agregó con una media sonrisa que destilaba ironía, sin apartar la vista del recién llegado.Gabriel no respondió con palabras. Se limitó a entrecerrar los ojos, mirando a Sebastián con una frialdad calculada, observando cómo se abría paso entre las mesas con ese andar se
En el extremo opuesto del gran salón, donde las columnas de mármol parecían custodiar los secretos de la noche, Isabella posaba frente a los fotógrafos con la elegancia innata de quien no necesita dominar el escenario porque el escenario, simplemente, la obedece.El editor de Forbes Europe la presentaba con un entusiasmo contenido pero cargado de reverencia, describiéndola como "la mente estratégica que todos subestimaron hasta que conquistó la partida con un solo movimiento brillante y definitivo".Los flashes estallaban como relámpagos exaltados alrededor de su figura, rebotando en su piel como si fueran destellos cómplices de una historia que apenas comenzaba.Cuando finalizó la ronda de fotos, Isabella se deslizó con paso seguro hacia la primera fila, sin perder el porte ni por un instante. Caminaba con la cadencia de quien sabe que todas las miradas la siguen y, aun así, actúa como si eso no le afectara.Al mismo tiempo, en el sector opuesto, Matías percibió cómo Gabriel tensaba
El Rolls-Royce Phantom giró con elegancia hacia la explanada iluminada del Museo de Artes Decorativas.En cuanto las ruedas acariciaron la alfombra marfil que Lyon Group había desplegado para la ocasión, los focos de la prensa se encendieron como una sinfonía de fuegos artificiales, estallando con luz y fervor.El chofer, vestido con un impecable uniforme negro, descendió con la solemnidad de un mayordomo de palacio, rodeó la carrocería con pasos calculados y abrió la puerta trasera con una reverencia apenas perceptible.Primero emergió una sandalia blanca, de tacón imposible, con una pulsera fina abrazando el tobillo y el empeine completamente descubierto.Bastó ese detalle para que los fotógrafos dispararan sus cámaras en ráfaga, como si presenciaran una aparición divina. Luego, sin premura, como si el tiempo le obedeciera, surgió Isabella Moretti Deveraux. Lo hizo con la serenidad de quien no necesita reclamar territorio porque el territorio, por instinto, se rinde ante su presenci
Último capítulo