Ya no sería la sombra de Sebastián.
El chófer condujo a Isabella Deveraux hasta la imponente mansión Moretti, enclavada en una urbanización privada donde los árboles centenarios formaban arcos naturales sobre entradas de hierro forjado, cubiertas de enredaderas perfectamente podadas.
Aquel lugar, más que una residencia, era un santuario de tradiciones rancias, donde el tiempo se detenía al servicio de un linaje que se creía invulnerable.
Isabella descendió del vehículo con paso decidido, los tacones resonando con autoridad sobre los escalones blancos que conducían a la entrada principal. Curiosamente, aquellos escalones le parecían más bajos, menos imponentes que en otras ocasiones.
Quizá porque ahora no los subía envuelta en inseguridades ni sujeta a las expectativas de otros.
Cloe, siempre eficiente y discreta, la seguía con los regalos de cortesía envueltos en papel dorado, ajustando su andar para no interrumpir el ritmo firme de su patrona.
Antes de que Isabella pudiera tocar el timbre, la puerta se abrió.
Fue la ama