Epílogo.
El mar se extendía ante Isabella en un vaivén sereno que parecía acompasarse con los latidos de su corazón.
Isabella respiró hondo, llenando sus pulmones de sal y viento, mientras la brisa tibia acariciaba su piel como si la vida misma la envolviera en un abrazo.
A lo lejos, distinguía las risas de su hija.
Victoria corría descalza por la orilla, con el cabello dorado flotando como una llamarada encendida, sus pies pequeños salpicando espuma en cada zancada.
Gabriel fingía no alcanzarla, dándole ventaja con una sonrisa cómplice, solo para atraparla al final entre carcajadas y abrazos.
La escena se quedó suspendida en el tiempo como un cuadro viviente, y por primera vez Isabella no necesitó cerrar los ojos para recordar su pasado.
Había aprendido a dejarlo ir.
Ya no era aquella mujer que imploraba migajas de amor, ni la que lloraba aniversarios frente a una puerta cerrada.
Tampoco la que murió una noche bajo las ruedas de un auto y el filo de una traición.
No.
Ahora era la mujer que ha