Divorcio.

El corazón de Isabella se detuvo por un instante eterno, no fue el asombro lo que le robó el aliento, sino una certeza devastadora, fría como el acero y certera como una flecha lanzada sin piedad.

La certeza de que había amado sola, completamente sola, como si su corazón hubiese danzado durante años con un fantasma.

La certeza de que había construido castillos de ilusión sobre un suelo que ya estaba resquebrajado.

La certeza… de que todo estaba por derrumbarse ante sus ojos.

Un dolor agudo, como una punzada inesperada, se alojó en su abdomen, haciéndola encogerse levemente. Luego, un mareo sordo nubló su vista, y un nudo denso y abrasador se instaló en su garganta como una cuerda invisible que comenzaba a apretarse sin tregua. El aire pareció volverse más pesado, como si el tiempo dentro de la suite se hubiera detenido para presenciar su ruina.

—¿Divorcio? —murmuró con incredulidad, sus labios temblando mientras su mente intentaba procesar lo imposible—. No… esto debe ser un error… algún malentendido… una broma de mal gusto…

Las lágrimas comenzaron a caer, una tras otra, silenciosas pero contundentes, empapando la tela de su vestido. Cada gota parecía arrastrar consigo una parte de su alma. Un temblor involuntario recorrió su cuerpo de pies a cabeza, como si estuviese perdiendo el control de su propio eje.

Sin pensarlo demasiado, con los dedos entumecidos por la angustia, buscó su móvil y marcó el número de Sebastián.

El sonido del tono fue una tortura.

Uno. Dos. Tres... Hasta que, como un sello final, la voz de la contestadora interrumpió su última esperanza:

«Habla Sebastián Moretti, por favor, deje su mensaje».

La desesperación comenzó a abrirse paso dentro de ella como una corriente subterránea imparable. Marcó de inmediato a recepción de la empresa con la respiración irregular, casi jadeante.

—Necesito hablar con el señor Moretti —dijo al fin, con la voz fracturada y los ojos empañados—. Es… es urgente.

—Lo lamento, señora Moretti —respondió la recepcionista, con tono educado pero mecánico—, el señor Moretti se encuentra en una reunión sumamente importante con su mano derecha.

—¿Con quién? —insistió Isabella, con la voz quebrada, sabiendo ya la respuesta y aún así esperando una alternativa, una salida que desmintiera sus peores temores.

—Con la señorita Bertone, señora. Indicó que se trataba de una junta urgente. —Las palabras fueron una sentencia, un latigazo emocional.

Alessia Bertone.

El nombre se repitió en su cabeza como un eco maligno, la mujer que había sido una sombra constante, una amenaza silenciosa y ahora entendía todo, era por ella, por su amante, por esa mujer Sebastián estaba rompiendo su hogar, su promesa, su historia.

Un escalofrío gélido trepó por su espalda, pero no tardó en ser reemplazado por una furia abrasadora, intensa, que le quemó las entrañas. No podía quedarse allí, esperando a que la tristeza la devorara por completo, tenía que verlo, tenía que entender, tenía que hacerle frente y que le pidiera el divorcio mirándola a la cara, no enviándole una estúpida nota.

Sin detenerse a pensar, tomó el primer abrigo que colgaba del perchero, se calzó los tacones más cercanos, sin detenerse a mirar si hacían juego con su vestido y salió del penthouse como una ráfaga, bajando en el ascensor con el corazón palpitándole en los oídos.

Pasó junto al portero sin siquiera registrar su rostro, y aunque él la llamó suavemente, preocupado por su expresión, Isabella ya no escuchaba nada.

Lo único que escuchaba era el eco de su nombre, ahogado en la voz de Sebastián escrita en esa carta.

Subió a su auto como quien huye de una guerra que no entiende, maniobrando con movimientos rápidos, torpes, zigzagueando entre el tráfico sin prestarle atención al claxon de otros conductores. Sus manos se aferraban al volante con una fuerza que hacía doler los nudillos, y su respiración se volvió cada vez más corta, entrecortada.

Durante quince largos minutos, su mente viajó más rápido que el coche, imaginando todos los escenarios posibles, todos los rostros que podría encontrar, todas las respuestas que tal vez nunca llegarían.

Finalmente, la fachada acristalada de Moretti-Deveraux Corp apareció ante sus ojos como un monolito cruel. El cielo, antes azul, ahora se había teñido de un violáceo profundo, como si incluso el día se hubiera transformado en testigo silencioso de su tragedia.

Las farolas se encendían una a una, proyectando haces de luz amarilla sobre el asfalto aún húmedo por una llovizna reciente, como si el mundo entero estuviera llorando con ella.

Isabella estacionó y permaneció un segundo más dentro del auto, con el sobre blanco apretado con fuerza contra su pecho, como si ese papel pudiese explicarle el abismo que comenzaba a abrirse bajo sus pies, y en su otra mano apretaba con fuerza el ramo de rosas que planeaba tirárselo en la cara.

Luego, sin mirar atrás, sin dudar ni un segundo más, abrió la puerta, descendió a la calzada y caminó directo hacia el edificio, con paso decidido y el alma hecha pedazos, dispuesta a enfrentarse al rostro del hombre que acababa de romperle el corazón sin pronunciar una sola palabra.

El rugido de un motor hizo que Isabella levantara abruptamente la mirada, aunque sus ojos estaban aún velados por las lágrimas que no dejaban de caer, como si intentaran lavar la cruel realidad que acababa de enfrentar. Sentía cómo la sangre le hervía en las venas, ardiente e implacable, impulsada por una furia tan intensa como el dolor que le desgarraba el alma.

—¿Por qué...? ¿Por qué me haces esto precisamente hoy? Divorcio... —susurraba entre sollozos, avanzando rápidamente por la calle sin prestar atención a nada más que al edificio frente a ella, el lugar donde esperaba hallar todas sus respuestas.

El logo brillante de Moretti-Deveraux Corp dominaba la fachada, imponente e indiferente ante su tragedia personal. Vio a varios empleados salir, despreocupados y ajenos al drama que consumía su mundo, mientras sentía cómo todo lo que había construido se derrumbaba como un castillo de arena al golpe implacable de una ola.

No vio el semáforo que mostraba la luz roja, ni tampoco el automóvil que se acercaba a toda velocidad, todo pasó demasiado rápido cuando percibió un golpe seco, brutal tomándola desprevenida, como si el mundo hubiera decidido castigarla una vez más.

El cuerpo de Isabella salió despedido un metro, quizá dos por el aire, ingrávido, antes de caer pesadamente contra la cuneta, el impacto resonando en sus huesos como una sentencia.

El dolor tardó un instante en alcanzarla, pero cuando llegó, fue devastador, se extendió por cada célula de su cuerpo, recorriendo nervios y músculos como fuego líquido. El sobre blanco con la nota de divorcio escapó de sus dedos, resbalando al suelo junto al ramo de rosas que aún apretaba contra su pecho, ahora salpicado de sangre escarlata, creando una macabra pintura de su derrota.

En segundos, un murmullo de voces se convirtió en gritos alarmados, formando un círculo de testigos a su alrededor.

—¡Es la señora Moretti!

—¡Es la esposa de Sebastián Moretti!

—¡Llamen una ambulancia!

El pánico colectivo se intensificó en segundos.

Algunas voces informaron rápidamente que el conductor había escapado, huyendo cobardemente sin siquiera detenerse. Alguien exigía espacio, tratando de imponer orden en el caos creciente, mientras en la distancia se acercaba el sonido punzante de las sirenas.

Isabella luchaba por mantener los ojos abiertos, la conciencia escapándose lentamente de su cuerpo, viendo cómo el cielo se tornaba opaco y el mundo a su alrededor empezaba a difuminarse, pero alcanzó a distinguir una figura familiar saliendo del edificio.

Sebastián emergió con Alessia pegada a su brazo, como un espectro que no le permitía separarse del todo, sin embargo, al notar el tumulto, él se deshizo de ella con brusquedad y caminó hacia el grupo de gente frente a su empresa.

Isabella observó cómo su rostro se transformaba en una máscara difícil de interpretar.

¿Era miedo, arrepentimiento, incredulidad?

—¡Isabella! —gritó él al darse cuenta que era ella quien estaba tendida en el suelo, se hizo paso entre las personas con una desesperación que jamás le había visto—. ¡Déjenme pasar! ¡Es mi esposa!

Ella intentó hablar, intentó decirle algo sobre el bebé que esperaba, sobre los sueños que él había destruido con aquella carta, pero un sabor metálico llenó su boca, silenciando sus palabras y el dolor se había apoderado de todo su cuerpo.

La oscuridad comenzó a envolverla lentamente, alejándola de la realidad, las voces se desvanecían con cada segundo que pasaba, los sonidos se hicieron más distantes, incluso el latido de su propio corazón parecía alejarse.

Por última vez, sus ojos encontraron los de Sebastián que seguía apartando a las personas de su camino, y creyó percibir en ellos como un brillo sincero, tal vez remordimiento, quizá solo espanto.

Ya no importaba.

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