Desde un rincón intangible del mundo que había dejado atrás, Isabella lo observaba todo. O mejor dicho, lo observaba su espíritu, suspendido en ese limbo entre el adiós definitivo y el anhelo imposible del regreso. Flotaba entre lo que fue y lo que pudo haber sido, atrapada en una dimensión donde el tiempo no existe y los sentimientos permanecen desnudos, sin la protección del cuerpo ni el escudo de las palabras.
Nada le dolía más que presenciar a su esposo —o el hombre que alguna vez representó ese título— indiferente frente a la noticia de su muerte… y la de su bebé, con un rostro inexpresivo, sin una lágrima, sin un temblor en la voz, sin siquiera una muestra de conmoción que le confirmara que había significado algo en su vida.
Era como ver una estatua enfrentarse a una tragedia, sólida por fuera, hueca por dentro.
Y eso, precisamente eso, era lo que más le desgarraba.
¿Eso era todo lo que ella significaba para él? ¿Una presencia que podía ser borrada sin dejar huella? ¿Una historia que se cerraba sin duelo?
Recordó los primeros días de su matrimonio. Sebastián nunca le prometió amor eterno ni susurró dulzuras bajo el velo nupcial. Jamás juró que la amaría hasta que la muerte los separara, y aun así, su falta de compromiso emocional se sintió como una traición cuando ese amor —aunque nunca prometido— tampoco fue cultivado.
Fue un acuerdo frío, una estrategia bien calculada, una alianza entre apellidos ilustres y fortunas antiguas. Un contrato sellado con firmas impecables, no con afecto, ni ternura, ni siquiera respeto.
Sin embargo, ella ingenua hasta la médula, creyó que con el paso del tiempo él llegaría a mirarla con otros ojos. Pensó que su presencia constante, su apoyo silencioso, su entrega sin exigencias, poco a poco le harían un lugar en su corazón.
Apostó todo a ese amor improbable, convencida de que su paciencia y su lealtad inquebrantable abrirían una grieta en el muro helado que él había construido a su alrededor.
Apostó su alma a una esperanza muda.
"Yo te amé, Sebastián… hasta en los espacios donde tú no me mirabas."
Y sin embargo, él nunca le devolvió el alma; la engañó con Alessia mientras aún compartían techo, la ridiculizó sin pudor frente a los demás, y la dejó cada año esperando aniversarios que solo llegaban con flores vacías y promesas que jamás tuvieron intención de cumplirse.
No fue cruel con palabras, pero lo fue con sus ausencias prolongadas, con su indiferencia aguda, con ese desdén disfrazado de serenidad.
Nunca levantó la voz, es cierto, pero su silencio tenía un peso brutal, más hiriente que cualquier grito, más devastador que una discusión.
Y ahora, cuando el cuerpo de ella yace inmóvil ante sus ojos, ni siquiera se digna a derramar una lágrima.
—Puede pasar ahora, Sr. Moretti —anunció una enfermera al asomarse a la sala de espera, con el tono plano de quien se ha vuelto experta en dar malas noticias sin que la voz le tiemble.
Sostuvo la mirada apenas un instante, como si intuyera que lo que venía no se resolvía con un simple paso adelante, y luego señaló hacia la puerta del fondo con un gesto breve, casi automático, pero no por eso menos definitivo.
Sebastián caminó hacia la puerta con la pesadez de quien lleva un siglo sobre los hombros, cada paso arrastrando consigo un silencio acumulado. Al traspasar el umbral, lo hizo solo, con el ceño marcado por la tensión y los hombros rígidos como mármol, como si se preparara para enfrentar una reunión incómoda y no el adiós más definitivo que conocería en su vida.
La enfermera le hizo una seña breve antes de retirarse con pasos silenciosos, dejando la puerta entreabierta como una invitación tácita al momento más difícil. Él, en cambio, no se movió al principio, se quedó quieto, anclado al suelo, observándola desde la distancia, como si esos pocos metros le ofrecieran un respiro, una pausa para ordenar lo que llevaba dentro, o tal vez para descubrir si realmente sentía algo.
El espacio que los separaba parecía más emocional que físico, un abismo donde las palabras se ahogaban antes de nacer.
La sábana blanca apenas cubría el cuerpo inerte de Isabella, cuyo frío parecía haberse fundido con el metal de la camilla. Sus labios habían perdido todo color, sus párpados permanecían cerrados como cortinas de una vida que no se volvió a abrir, y su piel, marmórea y pálida, no brillaba con la serenidad de quien descansa en paz, sino con la dureza del abandono. No había ni rastro de calma en su expresión, sino una ausencia amarga, como si incluso la muerte hubiese sido injusta, robándole la oportunidad de partir con dignidad, con sentido, con amor.
Era el rostro de alguien que se fue sintiendo que algo aún le faltaba, como si su historia se hubiese cerrado con una página arrancada.
Sebastián no lloró ni se arrodilló, simplemente la observó con las manos colgando a los lados, suspendidas como si no supiera qué hacer con ellas, como si su cuerpo no le perteneciera del todo.
Su rostro, lejos de reflejar serenidad, mostraba una desconexión profunda, una grieta invisible que lo alejaba de la realidad que tenía frente a sus ojos. Era como si el dolor le pasara por dentro sin rozarle el alma, como si se tratara de un visitante ajeno al que no sabía cómo recibir.
El duelo, para él, parecía un idioma que jamás aprendió a pronunciar y que ahora, de forma torpe, intentaba simular ante una escena demasiado grande para su limitado repertorio emocional.
—Isabella… Isa… —murmuró con voz áspera, cargada de un dolor que parecía resistirse a salir, como si por dentro se estuviera desmoronando, pero por fuera aún sostenía la máscara de quien no sabe cómo sentir.
No dijo más ni hizo intento alguno por acercarse, simplemente giró el anillo entre los dedos, como si no supiera en qué lugar de su vida ubicarlo, como si el objeto pesara más que el silencio acumulado en su pecho.
Mientras tanto, desde el otro lado del velo que separa lo visible de lo eterno, Isabella lo observaba en un estado suspendido, su espíritu todavía aferrado a una esperanza que no moría. Su alma seguía viva, latiendo con una fuerza incontenible, atada a un amor que nunca fue correspondido.
Porque aunque su cuerpo yacía inmóvil sobre aquella camilla, su esencia permanecía despierta, palpitante, aferrada a la idea de recibir algún día aquello que en vida siempre se le negó.
“No estás llorando…” pensó, con una herida aún abierta en lo más hondo.
“Ni siquiera te tiemblan las manos…”
“¿Acaso alguna vez te importé?”
Isabella evocó aquella boda sin amor, con el vestido blanco que nunca eligió y los labios de Sebastián apenas rozando los suyos frente al altar, como si incluso ese gesto hubiera sido un trámite.
Recordó con una punzada los aniversarios olvidados, las noches frías en las que su soledad era más tangible que las sábanas, y esa espera interminable por una caricia o una palabra que confirmara que no era invisible a su lado.
Sin embargo, entre esos recuerdos se alzaba uno que brillaba distinto: la última noche en la casa de campo.
Allí estuvieron solos, sin testigos ni protocolo, alejados de las apariencias que marcaban cada uno de sus días. Fue en ese instante, tan íntimo como frágil, que él la miró diferente, no como a una Moretti, sino como a una mujer, su mujer. Esa noche no hubo exigencias ni rutinas, solo dos cuerpos que se buscaron en silencio, como dos náufragos conscientes de que el mar volvería a tragarlos por separado.
Fue ahí donde comenzó la corta vida del hijo que ya no estaba, esa noche que, por un instante, le hizo creer que todo comenzaba a mejorar, que quizá existía una grieta en la coraza de Sebastián por donde podía colarse un poco de luz. Pero, al volver a la ciudad, la realidad la golpeó con la fuerza de siempre; no hubo cambios, no hubo gestos diferentes, solo el regreso a la frialdad, al desdén habitual, como si aquella noche no hubiera significado nada para él.
Todo volvió a ir de mal en peor, y ese recuerdo, que ella guardaba como un milagro íntimo, se convirtió en un eco doloroso de lo que pudo ser y nunca fue.
Y allí estaba él, apenas a un metro del cuerpo que una vez compartió su vida, sin pronunciar palabra, sin derrumbarse ni mostrar el menor indicio de temblor, como si nada de lo que tenía frente a los ojos lograra tocarlo realmente, como si su presencia obedeciera únicamente a un protocolo, a una obligación social que debía cumplir, y no a un impulso genuino de duelo o despedida.
“Nunca fui suficiente. Nunca te importó si reía, si lloraba, si moría… ¿Por qué seguí esperándote?”
Lo entendió todo en ese instante, como si una revelación amarga se abriera paso entre las brumas de su conciencia espiritual. Había muerto esperando un amor que nunca llegó, entregando su vida, su nombre y su alma entera a un sentimiento que jamás encontró retorno, y lo único que recibió a cambio fue un silencio indiferente que calaba hasta los huesos de lo eterno.
Su sacrificio, lejos de provocar un eco o dejar una huella, se perdió en el abismo como un susurro apagado.
Solo quedó el vacío.
—Si pudiera volver el tiempo atrás, haría todo distinto… —susurró con la voz de su alma, quebrada pero decidida, como si esas palabras fueran el primer paso hacia una redención largamente anhelada.
Entonces sucedió algo.
El tiempo se quebró con la fragilidad de un cristal antiguo, y la luz en la sala se desvaneció de golpe, como si alguien hubiera cerrado los párpados del universo entero. En cuestión de segundos, el mundo que conocía desapareció por completo, sumiéndola en una oscuridad tan densa como el olvido.
Fue allí, en medio de ese vacío absoluto, donde una chispa brotó de la nada, iluminando lo intangible con su fulgor, justo antes de que una voz susurrara.
"Entonces vuelve…"
Cerró los ojos, y al hacerlo, una presión inexplicable comenzó a tirar de ella con fuerza creciente, como si la propia existencia se partiera en dos dimensiones opuestas.
Una corriente invisible la envolvió, empujándola hacia atrás sin descanso, mientras el tiempo parecía retroceder sobre sí mismo. Todo a su alrededor comenzó a desdibujarse, como si la realidad se derritiera lentamente.
Y entonces, justo cuando la oscuridad parecía total, algo cambió… aunque Isabella aún no comprendía qué era.