Yo, Isabella Salvatore —el apellido ya no me raspaba tanto la garganta, pero aún sabía a cenizas—, desperté con el sol filtrándose por las cortinas de lino como un ladrón sigiloso. El cuerpo de Adrián aún me envolvía, su brazo pesado sobre mi cintura, su respiración cálida contra mi nuca, un ronroneo bajo que me hacía cosquillas en la piel. La biblioteca olía a libros viejos, a humo de la chimenea apagada y a nosotros: sudor seco, sándalo de su colonia y el almizcle dulce de la noche que habíamos compartido. Me moví un poco, y él se removió, su mano deslizándose posesiva por mi cadera desnuda, trazando la curva de mi cadera como si temiera que me evaporara.
—Buenos días, mi luz —murmuró contra mi cabello, su voz ronca del sueño, con ese acento italiano que se volvía más suave al amanecer, como si el mafioso se durmiera y el hombre despertara—. ¿O ya te arrepientes de esta locura?
Giré en sus brazos, enfrentando sus ojos grises, ahora suaves como niebla matutina, no el acero de anoche.