Yo, Isabela Salvatore —o Santorini, como me negaba a sentirme—, no podía dormir.
La mansión era un laberinto de sombras y susurros aquella noche, con la luna filtrándose por los ventanales como un cuchillo plateado.
Habían pasado dos días desde mi estallido en el comedor, y Adrián me trataba como a un fantasma: entradas y salidas silenciosas, miradas que cortaban sin tocar.
Me dolía el pecho de tanto fingir fuerza, pero esa noche el silencio me ahogaba.
Me levanté de la cama envuelta en una bata de seda que Doña Josefina me había dejado.
Blanca como la nieve, suave como un pecado que no quería cometer.
Salí al pasillo, descalza sobre el mármol frío que me erizaba la piel.
El aire olía a jazmín del jardín y algo más oscuro, como tabaco quemado en secreto.
Caminé sin rumbo, dejando que mis pies me guiaran hacia él, hacia el ala este, donde las luces seguían encendidas a pesar de la medianoche.
Un murmullo grave, acompañado por un trueno lejano, me detuvo.
Una voz masculina, ronca, se filtraba por una puerta entreabierta.
El corazón me latía en los oídos, pero no pude resistir.
Me acerqué, pegándome a la pared como una sombra, y espié por las rendijas.
Adrián estaba allí, de pie junto a un escritorio de caoba que brillaba bajo una lámpara de bronce.
Su camisa blanca arremangada hasta los codos revelaba unos antebrazos tensos, con venas marcadas como mapas de batallas pasadas.
Frente a él, dos hombres.
Uno corpulento, con una cicatriz cruzándole la mejilla.
El otro, delgado, con ojos hundidos que parecían haber visto demasiadas tumbas.
No eran empresarios, lo supe por el hedor a peligro que emanaba de ellos.
Por las pistolas discretas asomando bajo sus chaquetas.
—El cargamento de Cali llega en tres días —decía el corpulento, con un acento colombiano que rodaba como grava—. Monsalve está oliendo algo, jefe. Ese hijo de puta jura que va a tumbarte, que va a quemar tu imperio en Colombia antes de que lo toques.
Tendido en el escritorio había un mapa de rutas marítimas, con líneas rojas marcando puertos en Italia y la costa caribeña.
La voz de Adrián era un filo helado, pero contenía furia, como un volcán bajo el hielo.
—Que ladre, ese perro —replicó golpeando el mapa con un dedo—.
Dile a tus contactos en Barranquilla que aprieten las tuercas.
Si ese idiota se mete con mi ruta de coca, lo mando de vuelta a su tumba en pedazos.
¿Entendido? No hay piedad en los Salvatores. No hacemos negocios con ratas.
El delgado soltó una risa seca, como huesos rotos.
—¿Y la chica, jefe? —preguntó señalando vagamente hacia mi dirección—.
¿La nueva señora no va a ser un problema? Si se entera de que te has estado…
Adrián se enderezó. Por un segundo, su rostro se endureció más, como si el mero pensamiento de mí lo irritara.
—Isabela es un contrato, nada más —dijo con voz baja y constante—.
Un escudo para los Santorini. Un adorno para las apariencias.
Si Monsalve la toca, le corto las manos antes de que respire.
Pero no se equivoquen… no hay debilidad.
Ese dinero sucio fluye, la droga llega a Roma sin un rasguño, y yo sigo siendo el rey.
Los hombres asintieron como perros obedientes y se marcharon.
Adrián quedó solo con el mapa y una botella de whisky escocés que descorchó con un gesto brusco.
Retrocedí, el pulso retumbando en mis sienes.
Narcotráfico. Dinero sucio. Un imperio construido en sangre y cocaína.
Todo encajaba: las sombras que mencionaba Doña Josefina, las reuniones nocturnas, esa frialdad que lo envolvía como una armadura.
Me sentía mareada, traicionada, aterrorizada.
Corrí de vuelta a mi habitación.
Pero el secreto ya me había marcado como una mancha que no se lava.
Al amanecer, el sol se coló por las cortinas como un intruso.
No había pegado un ojo.
Me vestí con un sencillo vestido de algodón blanco, que contrastaba con los armarios llenos de ropa de diseñador que Adrián había mandado traer.
Vestidos de Chanel, joyas de Cartier… cadenas disfrazadas de lujo.
Bajé a la cocina.
Doña Josefina preparaba café, y el aroma me recordó a mi casa en Milán, antes de todo esto.
Cataleya ya estaba allí, de visita temprana, con una magdalena a medio morder y una mirada que decía cuéntame todo, bella.
—Ay, amiga, pareces un fantasma —dijo abrazándome fuerte.
Su perfume a vainilla me envolvió—. ¿Qué te pasa? ¿Ese marido tuyo te tuvo despierta con sus ronquidos mafiosos?
Le conté lo que había escuchado, en susurros, mientras Doña Josefina fingía no oír, revolviendo la olla con más fuerza de lo necesario.
Cataleya abrió los ojos como platos.
—¿Droga? ¿En serio, bella? —susurró con un hilo de pánico—.
Ese hombre es el diablo con corbata. Tenemos que salir de aquí ya.
Llama a tu papá, a quien sea, ¡pero no te quedes en esta ratonera!
—No puedo, Cata —respondí, con la voz quebrada—.
Si me voy, mi familia… Y ahora con este secreto, él me mataría antes de dejarme ir.
Doña Josefina se acercó, colocando una taza frente a mí.
—Cuidado con lo que oye, señora —murmuró con sus ojos arrugados llenos de preocupación—.
El señor Adrián no perdona fisgones.
Pero a veces, el conocimiento es un arma. Úselo con sabiduría.
Antes de que pudiera responder, la puerta de la cocina se abrió.
Adrián entró.
Camisa negra ajustada, hombros anchos, mirada gris como acero.
Sus ojos me encontraron, y por un segundo vi algo en ellos… ¿deseo? ¿sospecha?
—Buenos días —dijo, ignorando a las demás—.
¿Dormiste bien, Isabela?
Lo miré desafiante, con el secreto quemándome la lengua.
—Perfectamente —mentí—. Aunque los truenos nocturnos me despertaron… y algunas conversaciones interesantes.
Él arqueó una ceja, acercándose tanto que pude oler su colonia: sándalo y peligro.
Cataleya carraspeó, pero él la silenció con una mirada.
—Salgan —ordenó a las dos mujeres sin apartar sus ojos de mí.
Doña Josefina tiró del brazo de Cataleya, que protestó con un “¡hey!”, pero se fueron.
Quedamos solos.
Adrián se acercó más. Su mano rozó mi brazo, y un escalofrío me recorrió la espalda.
Era la primera vez que me tocaba así: no con frialdad, sino con una intensidad que me robó el aliento.
—¿Qué oíste anoche? —preguntó con voz baja, casi un ronroneo, pero con filo de amenaza.
Tragué saliva, pero no retrocedí.
Nuestros rostros estaban a centímetros. Su aliento cálido contra mi piel.
—Todo —susurré—. Tu imperio de sombras, la droga, Monsalve, las rutas… ¿Quién eres en realidad, Adrián? ¿El magnate o el monstruo?
Sus ojos se oscurecieron. Por un instante pensé que me golpearía, pero su mano subió a mi mejilla.
Su pulgar rozó mis labios con una ternura que no esperaba.
El aire se cargó de electricidad.
Me empujó contra la encimera; su cuerpo duro y cálido presionando el mío.
—No deberías saber eso, Isabela —murmuró su boca a un suspiro de la mía—.
Pero ahora que lo sabes… ¿qué vas a hacer?
¿Correr? ¿Delatarme?
Porque si lo haces, te arrastro conmigo al infierno.
Su respiración rozó mi piel.
Mis manos subieron por instinto a su pecho, sintiendo su corazón desbocado.
Y entonces ocurrió.
Nuestros labios se encontraron.
Primero un roce suave, luego fuego.
Su lengua buscó la mía, y yo respondí, mordiendo ligeramente, desafiándolo.
Sus manos bajaron a mi cintura, apretándome contra él.
Gemí contra su boca, el mundo reduciéndose a ese instante de pasión prohibida.
De pronto, se apartó.
Jadeaba. Sus ojos grises eran tormenta.
—No… —gruñó—. No contigo. No soy ese hombre.
Me quedé temblando, con los labios hinchados y el cuerpo ardiendo.
—¿Por qué no? —pregunté, con voz ronca—.
¿Porque soy un contrato? ¿O porque sabes que esto te rompería la armadura?
Él me miró, herido, antes de recuperar la máscara.
—Vete a tu habitación —dijo, quebrado—. Antes de que cometa un error que no podamos deshacer.
Salí corriendo, el beso quemándome la piel.
¿Cómo podía desear al hombre que acababa de descubrir como un criminal?
La tarde trajo el caos.
Estaba en el salón principal, intentando leer, pero las palabras no calaban.
Aún sentía en los labios el eco de su beso.
Entonces, la puerta se abrió de golpe.
Una mujer entró como una tormenta: alta, rubia platino, vestido rojo ceñido, tacones que resonaban como disparos.
—Tú debes ser la esposa —dijo con voz ronroneante y venenosa—.
Qué pintoresco. Adrián siempre tuvo gusto por las inocentes.
—¿Quién demonios eres? —espeté.
Ella rió, un sonido dulce y cruel.
—Irina Edissondo —dijo tendiéndome una mano enjollada que no tomé—.
La verdadera. No como tú.
Una muñequita de contrato que él usa para tapar agujeros.
El calor me subió al rostro, mezcla de rabia y humillación.
—Sal de aquí —le ordené—. Adrián no te quiere.
—¿No me quiere? —rió—.
Ay, pobrecita. Cree que ese beso que te robó esta mañana significa algo.
Él me elige a mí, cada vez. Porque yo conozco su mundo… el de la coca, el de Monsalve.
Tú eres solo una niña jugando a la casita.
Sus palabras me golpearon como bofetadas.
Cataleya entró justo a tiempo, plantándose entre nosotras.
—¡Fuera, serpiente! —gritó—.
No te metas con mi amiga o te arranco esos pelos teñidos.
Irina retrocedió, pero no sin una última puñalada.
—Dile a Adrián que lo espero en Roma —dijo guiñándome—.
Cuando se canse de su juguete roto.
Se fue, dejando tras de sí una risa que me destrozó.
Cataleya me abrazó fuerte.
—No le creas nada, bella. No dejes que te rompa.
Pero el daño ya estaba hecho.
Me sentí pequeña, traicionada.
Y lo peor… aún sentía su beso, ardiendo en mis labios como una promesa prohibida.