La mansión de Adrián Salvatore, enclavada en las colinas de Milán, era un palacio de vidrio y mármol que destellaba bajo la luna.
Pero para Isabela Santorini, recién convertida en la señora Salvatore, no era más que una prisión de lujo.
La primera noche de su matrimonio, después de aquella boda fría y teatral, Adrián la había dejado sola en una suite del tamaño de un departamento. Sin una palabra. Sin un gesto.
La puerta se cerró tras él con un clic seco, un sonido que resonó como un portazo en su corazón.
Aún con el vestido de novia arrugado, Isabela se sentó en la cama queen size, cubierta de sábanas de seda que olían a lavanda. Miró el anillo en su dedo: un diamante tan grande que parecía burlarse de ella.
La habitación, decorada con muebles minimalistas, una lámpara de cristal y un ventanal con vista a un jardín iluminado por faroles, gritaba riqueza… pero nada le pertenecía.
—¿Y ahora qué, Bella? —susurró para sí misma, sintiendo el peso del silencio.
Un golpe suave en la puerta la sacó de sus pensamientos.
Cataleya —que había insistido en quedarse esa noche— entró con una bandeja de té y una mirada de preocupación. Su vestido esmeralda había sido reemplazado por una sudadera cómoda, pero su energía seguía siendo un torbellino.
—Te traje algo para que no te mueras de frío en este mausoleo —dijo, dejando la bandeja en una mesita—. ¿Dónde está el iceberg de tu marido? ¿Ya te abandonó en la primera noche?
Isabela soltó una risa amarga.
—Ni siquiera me miró, Cata. Después de la boda se subió al auto con esos hombres de traje y se fue. Me dejó aquí… como si fuera un mueble más.
Cataleya se sentó a su lado, tomándole las manos.
—Ese tipo es un cretino, Bella. ¿Cómo se atreve a tratarte así? Eres su esposa, no una empleada —hizo una pausa, bajando la voz a un susurro conspirador—. Pero esto no se va a quedar así. Vamos a enseñarle que no puede pisotearte.
Isabela negó con la cabeza, los ojos brillando con lágrimas contenidas.
—¿Y qué puedo hacer, Cata? Estoy atrapada. Esta casa… este matrimonio… es una jaula de cristal. Todo brilla, pero me siento asfixiada.
Un segundo golpe en la puerta interrumpió la conversación.
Una mujer mayor, de unos sesenta años, entró con una sonrisa cálida que contrastaba con la frialdad del lugar. Llevaba un delantal impecable y el cabello gris recogido en un moño. Sus ojos, llenos de arrugas amables, se posaron en Isabela.
—Buenas noches, señora Isabela —dijo con voz suave, casi maternal—. Soy Doña Josefina, el ama de llaves. Pensé que tal vez querría un recorrido por la casa. No es bueno quedarse sola en su primera noche aquí.
Isabela sintió un alivio inesperado ante la dulzura de la mujer.
—Gracias, Doña Josefina —respondió levantándose—. Creo que sí… me vendría bien conocer este lugar.
Cataleya se puso de pie de un salto.
—Yo voy también. No pienso dejarte sola en este castillo de película.
El recorrido por la mansión fue como adentrarse en un sueño opulento y extraño.
Pasillos interminables con suelos de mármol negro, lámparas de araña que parecían flotar, cuadros abstractos que hablaban más que la casa de los Santorini.
Doña Josefina, con su tono pausado, explicaba cada detalle: la sala de cine privada, la piscina climatizada con vista a la colina, la bodega con botellas de miles de euros, el gimnasio, la biblioteca con libros encuadernados en cuero, y un garaje repleto de autos deportivos que Isabela ni siquiera se atrevía a tocar.
—Es una casa hermosa, ¿verdad? —dijo Doña Josefina cuando entraron a la cocina, un espacio de acero inoxidable y encimeras de granito—. Pero no se deje engañar, señora. Las cosas bonitas a veces esconden sombras.
Isabela la miró intrigada.
—¿Sombras? ¿Qué quiere decir?
Doña Josefina dudó. Pero antes de que pudiera responder, Cataleya intervino:
—¿Sombras como el jefe de esta casa? Ese hombre es puro veneno. ¿Cómo es trabajar para alguien así?
La mujer sonrió con tristeza.
—El señor Adrián es… complicado. Pero tiene su historia. Nadie llega donde él está sin pagar un precio —bajó la voz, como si temiera que las paredes escucharan—. Solo le pido, señora Isabela, que tenga cuidado. Esta vida no es para cualquiera.
Isabela sintió un escalofrío.
Todo en la mansión era perfecto, pero ella no encajaba. Los empleados, aunque amables, la miraban con una mezcla de lástima y curiosidad. Las paredes parecían susurrar secretos.
El lujo la hacía sentirse pequeña… una intrusa en un mundo que no entendía.
A la mañana siguiente, la tensión estalló.
En el comedor principal, Isabela, vestida con una blusa sencilla y jeans, se sentó ante una mesa servida con un desayuno digno de un rey: croissants recién horneados, frutas exóticas y café colombiano en una cafetera de plata.
Adrián entró sin previo aviso, impecable en un traje gris hecho a medida. No la saludó; solo tomó una taza de café y revisó su teléfono, ignorándola por completo.
Cansada de ser invisible, Isabela no se contuvo.
—Buenos días, Adrián —dijo con tono sarcástico—. ¿O solo hablas con tus negocios y no con tu esposa?
Él levantó la vista, sus ojos grises perforándola.
—No estoy de humor para juegos, Isabela —respondió, su voz tan fría como el mármol de la mesa—. Esto es un matrimonio, no una novela. Compórtate como tal.
—¿Comportarme? —replicó ella, poniéndose de pie—. ¿Cómo qué? ¿Como una muñeca que decoras con tus millones? No soy tu trofeo, Adrián. Soy una persona.
El rostro de Adrián se endureció. Dio un paso hacia ella, su presencia abrumadora.
—Eres mi esposa —dijo, marcando cada palabra como un latigazo—. Y harás lo que se espera de ti. No me desafíes, Isabela. No tienes idea de con quién estás tratando.
El corazón de Isabela latía desbocado, pero no retrocedió.
—¿Y quién eres tú, Adrián? ¿Un hombre que compra esposas porque no sabe amar? Dime, ¿qué clase de hombre deja sola a su mujer en su primera noche, como si fuera basura?
El silencio que siguió fue ensordecedor.
Los ojos de Adrián ardían de furia… pero también había algo más. Un destello que Isabela no supo descifrar.
Él dio un paso atrás, respirando hondo.
—No me hagas perder la paciencia —dijo en voz baja, pero peligrosa—. Este es mi mundo, Isabela. Aquí mando yo. Y si no te gusta, recuerda por qué estás aquí: porque tu familia no tuvo el valor de salvarse sola.
Las palabras fueron un golpe seco.
Isabela apretó los puños, la barbilla en alto.
—Quizá no tenga tu dinero ni tu poder —dijo con firmeza—. Pero tengo algo que tú nunca tendrás: dignidad. Y no pienso dejar que me la quites.
Adrián la miró fijamente. Por un segundo pareció que iba a decir algo más, pero se contuvo. Dio media vuelta y salió del comedor, dejando tras de sí un eco de tensión que hizo temblar el aire.
Doña Josefina, que había observado discretamente desde la puerta, se acercó con una bandeja de jugo fresco.
—No se rinda, señora —susurró con una sonrisa apenas perceptible—. Ese hombre no está acostumbrado a que lo enfrenten… pero algo me dice que usted es justo lo que él necesita.
Isabela asintió en silencio.
Mientras miraba el lugar donde Adrián había estado, comprendió que la batalla apenas comenzaba.
Esa jaula de cristal era más peligrosa de lo que imaginaba.
Y aunque aún no lo entendiera, algo en la furia contenida de Adrián le decía que él también estaba atrapado en su propio juego.