El comedor de la casa Santorini, aunque elegante, mostraba las grietas de una familia al borde del abismo. Los muebles de caoba, herencia de generaciones pasadas, parecían opacos bajo la luz tenue de la lámpara central.
Isabela Santorini estaba sentada en una silla rígida, con el contrato frente a ella. Sus páginas eran un yugo invisible. A su lado, Cataleya —su amiga incondicional— le apretaba la mano con fuerza, los ojos oscuros lanzando chispas de rabia contenida.
Roberto e Inés, los padres de Isabela, se hallaban al otro lado de la mesa. Él, con la cabeza gacha; ella, con los labios apretados, conteniendo las lágrimas.
El reloj marcaba las seis de la tarde cuando la puerta principal se abrió con un golpe seco.
Adrián Salvatore entró como si el mundo le perteneciera. Su traje negro, impecable, contrastaba con el caos emocional que llenaba la sala. Sus ojos grises —fríos como el acero— recorrieron el lugar, deteniéndose por un instante en Isabela antes de fijarse en el contrato. No había calidez en su rostro, solo una arrogancia que hacía el aire más pesado.
—Buenas tardes —dijo con voz grave, cortante, mientras tomaba asiento sin esperar invitación—. Espero que estén listos para cerrar este asunto.
Cataleya no pudo contenerse; se inclinó hacia adelante y espetó:
—Esto no es un negocio, es la vida de mi amiga. ¿Quién te crees para venir a mandar así en su casa?
Adrián arqueó una ceja, divertido. Su sonrisa era un filo de navaja.
—Cataleya, ¿verdad? —dijo, inclinándose ligeramente hacia ella—. Me creo el hombre que puede salvar esta casa... o dejarla en la calle. Tú decides si prefieres ayudar o solo gritar.
Luego se volvió hacia Isabela, ignorando a los demás.
—Firma el contrato, Isabela. No perdamos el tiempo.
Isabela sintió un nudo en la garganta. Miró a su padre, que evitaba sus ojos, y a su madre, que apretaba un pañuelo contra su boca.
—Papá… ¿cómo llegamos a esto? —preguntó, con la voz quebrada—. ¿Cómo pudiste negociar mi vida con este hombre?
Roberto levantó la vista, el rostro marcado por la culpa.
—Hija… no había otra salida —murmuró—. Las deudas… los bancos… Salvatore fue el único que ofreció ayuda.
—¿Ayuda? —interrumpió Isabela, alzando el tono—. ¡Esto no es ayuda, es una condena! Me estás vendiendo como si fuera una cosa.
Adrián no se inmutó.
—Llámalo como quieras, Isabela —respondió tamborileando los dedos sobre la mesa—. Pero sin mí, tu familia no tiene nada. Ni esta casa, ni la empresa, ni un centavo. Firma, y todos ganan. No firmes… y lo pierden todo. Simple.
Cataleya apretó la mano de Isabela con más fuerza.
—No lo hagas, Bella —susurró con urgencia—. Este tipo es un monstruo. No cree en nada, ni en el amor ni en la decencia. Míralo… es puro hielo.
Adrián soltó una risa baja.
—¿Amor? —repitió, como si la palabra fuera un chiste—. El amor es una fantasía para los débiles. En mi mundo solo existen los acuerdos. Y este —dijo, señalando el contrato— es el mejor que tendrás.
Isabela sintió las lágrimas arderle en los ojos, pero se negó a dejarlas caer. Miró a su madre —que no podía sostenerle la mirada— y a su padre, derrotado por sus propios errores. Luego, miró el contrato, las letras negras que parecían cadenas. No había escapatoria.
—Dame el maldito bolígrafo —dijo, con la voz rota pero firme.
—¡Bella, no! —gritó Cataleya, tomándola del brazo—. No puedes dejar que te haga esto. ¡Es tu vida, carajo!
—Por favor, Cata… —suplicó Isabela, mirándola con los ojos llenos de dolor—. Si no lo hago, ellos lo pierden todo. No tengo opción.
Inés soltó un gemido ahogado, y Roberto bajó la cabeza aún más, como si quisiera desaparecer.
Adrián, implacable, le pasó el bolígrafo.
—Sabia decisión —dijo con voz tan fría que cortaba.
Isabela firmó. Cada trazo fue una puñalada a sus sueños: ser médica, viajar, ser libre.
Cuando terminó, dejó caer el bolígrafo y se quedó mirando la mesa, con el mundo desenfocado a su alrededor.
Adrián recogió el contrato, revisando con satisfacción casi palpable.
—Perfecto —dijo guardándolo en una carpeta—. Nos casamos en una semana. Prepárense.
—¿¡Una semana!? —exclamó Isabela, alzando la vista—. ¡Eso es absurdo!
—Absurdo es pensar que tienes control aquí —respondió Adrián, poniéndose de pie—. Este es mi mundo, Isabela. Acostúmbrate.
La Boda
Fue un espectáculo deslumbrante… pero vacío de corazón.
El salón de un hotel cinco estrellas en el centro de Milán estaba adornado con rosas blancas, candelabros de cristal y cortinas de seda que parecían flotar. Los invitados —empresarios, políticos y figuras del bajo mundo— aplaudían con sonrisas falsas mientras Isabela caminaba por el pasillo, atrapada en un vestido de alta costura que le pesaba como una armadura.
Cataleya, su dama de honor, la acompañaba con un vestido esmeralda que resaltaba su piel morena. En sus ojos brillaba una rebeldía feroz.
—Esto es una maldita farsa —susurró apretando la mano de Isabela—. Ese hombre no te merece, Bella. Es un témpano con dinero.
—Lo sé, Cata —respondió Isabela, conteniendo las lágrimas—. Pero estoy atrapada. Solo… no me sueltes, ¿sí?
—Nunca —murmuró Cataleya, con los ojos húmedos.
En el altar, Adrián tomó las manos de Isabela con precisión casi mecánica. Sus dedos eran fríos, como si el calor humano no existiera en él. El sacerdote recitó las palabras sagradas, pero todo sonaba lejano, hueco.
Cuando llegó el momento de los votos, Adrián habló con una voz clara, casi despectiva:
—Isabela Santorini, prometo protegerte y mantenerte bajo mi cuidado. Pero no esperes amor. Eso no existe en mi mundo.
Un murmullo recorrió la sala. Isabela, con el corazón roto, lo miró desafiante.
—Prometo cumplir con este contrato —dijo—. Pero no esperes que me rinda. No soy una de tus propiedades.
Por un instante, algo pareció encenderse en la mirada de Adrián… pero lo apagó rápido. Selló el momento con un beso breve, casi clínico, que dejó a Isabela con un vacío en el pecho.
Cuando la música comenzó y los invitados aplaudieron, Cataleya la abrazó con fuerza.
—Esto no termina aquí, Bella —le susurró—. Te sacaré de esta jaula de oro, te lo juro.
Isabela asintió, pero mientras veía a Adrián hablar con un grupo de hombres de rostros duros y trajes caros, supo que su vida se había convertido en un juego peligroso.
Y aunque él jamás lo admitiría… algo en la forma en que la miró durante los votos le hizo preguntarse si, bajo esa armadura de hielo, había una chispa que ni él mismo comprendía.