Aún me costaba digerir ese apellido, como una píldora amarga que se atasca en la garganta.
Isabella Salvatore.
No podía borrar de mi mente el eco de la risa de Irina. Sus palabras venenosas se repetían una y otra vez, como un disco rayado.
“Yo sé de su mundo, tú eres solo una niñita.”
Me paseaba por el salón principal de la mansión, con el sol de la tarde filtrándose por los ventanales como un falso consuelo. La luz acariciaba los sofás de terciopelo rojo y las alfombras persas que pisaba con los pies descalzos.
El aire olía a rosas frescas del jarrón sobre la mesa, pero nada borraba el hedor de la traición que Irina había dejado atrás.
Cataleya se había ido a su casa, jurándome que volvería al amanecer con un plan para echar a esa víbora. Pero yo me sentía sola, expuesta, como una liebre en medio de lobos.
La puerta principal se abrió con un estruendo que me hizo saltar.
Adrián entró como un vendaval, su abrigo negro ondeando detrás de él. Su rostro tallado en furia, los ojos grises —esos que me lavaban y me quemaban a la vez— me encontraron de inmediato. Traía el aroma de la ciudad en la piel: humo de autos, lluvia fresca y algo metálico, como pólvora lejana.
Se quitó el abrigo de un tirón y lo lanzó sobre un sillón, sin apartar la mirada.
—¿Qué carajo pasó aquí? —gruñó, su voz grave retumbando en el salón como un trueno.
—Doña Josefina me llamó. Irina entró en mi casa y me humilló como si fuera una cualquiera.
Me crucé de brazos, el corazón latiéndome desbocado. La rabia me subía por el pecho, mezclada con el recuerdo de ese beso en la cocina, ese roce prohibido que aún me erizaba la piel.
—¿Y qué esperabas, Adrián? —le solté, dando un paso hacia él, la voz temblando pero afilada—. Tu ex amante entra aquí como si fuera la dueña, me dice que soy un juguete, que tú y ella compartieron noches que ni siquiera puedo imaginar. ¿Sabes lo que se siente? Como si me hubieras comprado en un mercado de pulgas… y ahora me tiras a la basura.
Se acercó. Su presencia abrumadora llenó el espacio entre nosotros.
Podía ver la línea de tensión en su mandíbula, el sudor perlándole la sien. Sus manos —esas manos que firmaban contratos de muerte y me habían rozado con fuego— se cerraron en puños.
—Irina es pasado —dijo, su tono bajo, casi un siseo, pero cargado de algo crudo, como si le doliera admitirlo—. Fue un error… un error que cometí cuando era más joven, más idiota. Pero no la dejé entrar. Ese guardia de m****a en la puerta lo despido hoy mismo. Nadie entra en esta casa sin mi permiso. Y menos esa perra, que ahora anda con un capo italiano de segunda, planeando joderme por despecho.
Solté una risa amarga que me salió del alma, pero sonó hueca en el salón.
—¿Joderte por despecho? Adrián, abre los ojos. Ella sabe de tu mundo, de esa ruta en Colombia, de lo que pasó anoche con Monsalve, ese narco que quiere quemarte vivo por tocar su territorio en Cali y Barranquilla.
Dime la verdad. ¿Cuánto de tu imperio está manchado de sangre? Esa cadena hotelera, los yates en el Mediterráneo… ¿todo eso es lavado de dinero sucio, verdad? ¿Cocaína que sale de la selva colombiana y llega a las fiestas de Roma? ¿Y yo qué soy ahora? ¿Tu escudo humano contra los lobos como él?
Adrián se detuvo a un aliento de mí, el pecho subiendo y bajando con furia. Podía oler su colonia —ese sándalo oscuro que me mareaba— y ver las sombras bajo sus ojos, marcas de noches sin dormir, de llamadas desde Colombia, de envíos perdidos en el mar o traiciones en los puntos.
Extendió una mano como si quisiera tocarme, pero se contuvo. Sus dedos temblaban.
—No entiendes nada, Isabel —murmuró, su voz rompiéndose por primera vez, como hielo agrietándose—. Sí, hay sangre. Sí, hay muerte. Monsalve no es un rumor, es un hijo de puta que mató a mi primo en Medellín hace dos años. Juró quemar mis barcos si tocaba su ruta de coca pura.
Mi red va de Cartagena a Génova, y cada kilo que pasa me cuesta vidas. Pero no te toqué para meterte en eso. Te salvé, porque en este mundo un nombre como Salvatore es una armadura. Irina lo sabe. Por eso vino: a romperte. A obligarme a elegir.
Levantó la mirada, su voz bajó un tono.
—Y elegí. Mi imperio... o tú.
Sus palabras me golpearon como un puñetazo, y antes de pensarlo, levanté la mano y lo abofeteé.
El sonido resonó en el salón.
Mi palma ardía contra su mejilla.
Él no se movió. Solo me miró.
Sus ojos grises ardían con una mezcla de rabia y algo más profundo, algo que me aterraba.
—¿No a mí? —susurré, las lágrimas rodándome por la cara—. Entonces, ¿por qué me besaste esta mañana?
¿Por qué tu boca sabe a promesa que no cumple?
Dime que soy nada, Adrián. Dime que soy solo un contrato… y déjame ir.
No dijo nada.
En cambio, su mano voló a mi nuca, atrayéndome con una fuerza que no pude resistir.
Sus labios chocaron contra los míos en un beso apasionado, voraz, como si quisiera devorarme entera.
No fue tierno. Fue una tormenta.
Su lengua invadió mi boca con urgencia, saboreándome como si yo fuera el único oxígeno en su mundo ahogado.
Mis manos subieron a su pecho, empujando al principio, pero luego se aferraron a su camisa, arrugándola bajo mis uñas. Él gruñó contra mis labios, un gemido animal que me vibró en el cuerpo y me levantó contra la pared, sus caderas presionando las mías con una necesidad cruda.
El beso duró una eternidad.
Dientes chocando, respiraciones entrecortadas, el sabor salado de mis lágrimas mezclándose con el suyo, a whisky y deseo reprimido.
Cuando se apartó, jadeando, apoyó su frente contra la mía. Sus ojos eran un torbellino.
—Eres todo lo que no quiero admitir —confesó con voz ronca, entrecortada—. Pero no puedo. No en este infierno.
Me dejó allí, temblando, con los labios hinchados y el corazón hecho trizas.
Salió del salón sin mirar atrás.
Pero supe, en el fondo, que algo había cambiado.
Ese beso no era un error.
Era una grieta en su armadura.
Esa noche, Adrián tomó Cartagena.
El asunto con Irina lo oí desde mi habitación, con la puerta entreabierta.
Su voz al teléfono era fría como el acero, hablando en italiano, mezclando maldiciones en español.
—Irina, escúchame bien, perra traidora —dijo, su tono bajo pero letal—. Si vuelves a poner un pie en mi casa, si respiras cerca de mi mujer otra vez, te mando de vuelta a Madrid en una caja. ¿Entiendes? Sé de tu jueguito con ese capo de Nápoles, el que quiere aliarse con Monsalve para cortarme las bolas en el Caribe. Pero yo controlo las rutas: de Buenaventura a Sicilia, cada contenedor con mi marca. Si le susurras una palabra a él sobre mí, sobre Isabella, te borro del mapa. No es una amenaza; es una promesa. Quédate en tu agujero, o te entierro en uno.
Colgó, y el silencio cayó como una losa. Más tarde, doña Josefina me trajo una infusión de manzanilla, sus ojos arrugados llenos de secretos.
—El señor... arregló lo de la señorita Elizondo —murmuró, mientras yo me sentaba en la cama, envuelta en sábanas de satén que olían a él—. Mandó hombres a vigilarla en Roma. Pero cuidado, señora: el mundo narco no perdona. Monsalve ya mandó un mensaje: un envío interceptado en el puerto de Génova, con una nota que decía "La próxima es tu mujer". El señor está furioso, planeando un contraataque en Colombia. Vaya con Dios.
Me quedé despierta hasta el alba, el miedo y el deseo enredados en mi pecho como raíces.
Varios días después, la tensión se había convertido en un fuego lento que nos consumía. Adrián me evitaba durante el día —reuniones en su estudio, llamadas a contactos en Bogotá sobre cómo blindar las rutas contra los hombres de Monsalve, que ahora rondaban los muelles de Milán disfrazados de marineros—, pero por las noches, sus ojos me seguían como sombras. Yo sentía el cambio en mí: ya no era solo rabia; era una curiosidad peligrosa, un anhelo por descifrar al hombre bajo el monstruo. Cataleya notaba mi silencio, me regañaba con abrazos y cafés, pero yo la esquivaba, perdida en pensamientos de su boca, de su confesión a medias.
Fue una noche de tormenta, el quinto día desde el beso. La lluvia azotaba los ventanales de la mansión como dedos impacientes, y el trueno retumbaba como los disparos que imaginaba en las selvas colombianas. Yo estaba en la biblioteca, acurrucada en un sillón de cuero con un libro de poesía que no leía —versos de Neruda que hablaban de amores imposibles, de cuerpos que se llaman en la oscuridad—. Llevaba un camisón de seda negra que doña Josefina había colgado en mi armario, suave contra mi piel, con encaje que rozaba mis pechos como una caricia prohibida. El fuego en la chimenea crepitaba, lanzando sombras danzantes sobre las estanterías repletas de tomos encuadernados en oro.
La puerta se abrió sin ruido, y Adrián entró. Descalzo, solo con pantalones de pijama grises que colgaban bajos en sus caderas, revelando el V de músculos que descendía hacia lo prohibido. Su pecho desnudo, marcado por cicatrices —una bala en el hombro, un cuchillo en el abdomen, recuerdos de traiciones en Cartagena—, brillaba a la luz del fuego. Se detuvo en el umbral, el cabello húmedo de la lluvia, los ojos grises fijos en mí como si yo fuera un sueño que no merecía.
—No podía dormir —dijo, su voz ronca, cruzando el umbral con pasos lentos, como si temiera romper el hechizo—. La tormenta... me recuerda a aquella noche en Barranquilla, cuando Monsalve emboscó mi convoy. Perdí tres hombres. Pero esta noche, no es eso lo que me quita el sueño. Eres tú, Isabella. Tú y esa mirada que me das, como si pudieras ver el infierno en mí y aún así... quedarte.
Me incorporé, el libro cayendo al suelo con un thud suave. Mi corazón latía como un tambor en la selva, y el aire se espesó con el aroma de la lluvia y su piel cálida.
—Adrián... —susurré, levantándome, el camisón deslizándose por mis hombros como una invitación accidental—. ¿Por qué viniste? ¿A decirme más mentiras sobre tu mundo? ¿Sobre cómo proteges las rutas de coca con balas y sobornos, mientras yo finjo ser la esposa perfecta en cenas con políticos que saben de tus "negocios"?
Él se acercó, deteniéndose a un paso, su mano alzándose para rozar mi mejilla con el dorso de los dedos —un toque tan tierno que me erizó la piel—.
—No miento —murmuró, su aliento cálido contra mi frente—. El narco es mi cadena, Isabella. Empecé con mi padre en Sicilia, lavando dinero en hoteles, pero Colombia... ay, Colombia me atrapó. Las plantaciones en la Guajira, los submarinos narco que surcan el Atlántico cargados de polvo blanco que vale oro en Europa. Monsalve quiere mi corona porque toqué su oro: un cargamento de quince toneladas que le robé en el río Magdalena. Pero esta noche, no quiero hablar de eso. Quiero... Dios, quiero tocarte sin que sea un error.
Sus palabras me deshicieron. Di el paso final, mis manos subiendo a su pecho, sintiendo el latido furioso bajo mi palma, las cicatrices ásperas contra mi suavidad.
—Entonces tócalo —le dije, mi voz un susurro ronco, cargado de deseo y miedo—. Tócame como si no hubiera mañana, Adrián. Como si Monsalve no existiera, como si Irina fuera un fantasma. Solo... hazme sentir que soy más que un contrato.
Él gimió, un sonido gutural que vibró en su garganta, y me levantó en brazos como si no pesara nada, llevándome al sofá frente al fuego. Sus labios encontraron los míos en un beso lento, profundo, no como la furia del día anterior, sino como una exploración: su lengua trazando la mía con paciencia, saboreando el vino tinto que había bebido antes, el salado de mi piel. Me recostó con gentileza, su cuerpo cubriendo el mío, pesado y cálido, mientras sus manos bajaban por mis brazos, erizando cada poro.
—Eres hermosa —susurró contra mi cuello, sus labios rozando la curva de mi clavícula, bajando al hueco entre mis pechos—. Tan suave, tan viva. En mi mundo de sombras, tú eres luz, Isabella. Déjame adorarte.
Gemí cuando su boca descendió, besando la seda del camisón antes de deslizarlo por mis hombros, exponiendo mi piel al fuego que danzaba en la chimenea. Sus manos eran fuego: una en mi cadera, apretando con posesión tierna, la otra enredándose en mi cabello, tirando suavemente para arquear mi espalda. Sentí su dureza contra mi muslo, un recordatorio crudo de su deseo, pero él se movía con reverencia, besando cada centímetro —el valle de mi vientre, el interior de mis muslos— hasta que mi cuerpo se arqueó, jadeante, rogando por más.
—Adrián... por favor —supliqué, mis uñas clavándose en su espalda, trazando las cicatrices como mapas de su alma rota—. No pares. Hazme tuya, de verdad. Olvídate del narco, de las deudas... solo nosotros.
Él levantó la vista, sus ojos grises brillando con una vulnerabilidad que me rompió el corazón.
—Eres mía —gruñó, su voz entrecortada mientras se hundía en mí, lento, profundo, un unión que era dolor y éxtasis a la vez—. Pero yo... Dios, Isabella, tú me estás haciendo tuyo. Siente esto... siente cómo late por ti.
La noche se volvió un torbellino de susurros y gemidos: sus embestidas rítmicas, sincronizadas con el trueno fuera, mis caderas elevándose para encontrarlo, el sudor perlándonos la piel bajo la luz ámbar del fuego. Hablamos entre jadeos, confesiones robadas —"Te deseo desde el primer día", "No sé cómo amarte sin romperte", "Quédate conmigo en este infierno, Bella"—. Cuando el clímax nos alcanzó, fue como una ola: mi grito ahogado contra su hombro, su gruñido gutural en mi oído, nuestros cuerpos temblando en un abrazo que borraba el mundo.
Después, yacimos enredados, su cabeza en mi pecho, mi mano acariciando su cabello húmedo. El fuego crepitaba bajo, y la lluvia susurraba contra el vidrio. Por primera vez, sentí algo real por él: no lástima, no miedo, sino un amor naciente, frágil como una flor en la selva, pero imposible de ignorar.
—Quédate —murmuré, besando su frente—. Mañana vendrá Monsalve con su guerra, Irina con su veneno... pero esta noche, somos solo nosotros.
Él levantó la vista, una sonrisa rara curvando sus labios —no fría, sino cálida, humana—.
—Siempre, Isabella —prometió, su voz un voto en la oscuridad—. En las sombras o en la luz, siempre.
Pero mientras me dormía en sus brazos, supe que el amanecer traería tormentas peores. El narco no perdonaba, y nuestro fuego, por hermoso que fuera, ardía en una casa de naipes.
Y entendí…
Que la guerra había comenzado.