El sol del amanecer se elevaba sobre el Caribe como un fuego lento, tiñendo el mar de tonos anaranjados y rosados que bailaban en las olas, mientras el yate de Adrián se mecía suavemente en la bahía de Cartagena. El aire estaba cargado de salitre, pólvora residual y el eco distante de sirenas que se acercaban desde el puerto —la policía local, comprada con billetes sucios que Adrián repartiría como confeti para tapar el lío—. Yo estaba sentada en la cubierta, con las rodillas pegadas al pecho, el vestido de lino azul rasgado en el dobladillo y manchado de sal y sudor, pero sintiéndome viva, invencible, como si hubiera renacido en esa balacera caótica. Adrián se acercó, su silueta recortada contra el horizonte, con la camisa abierta hasta el pecho, revelando las cicatrices frescas de la pelea —un rasguño en el antebrazo de un cuchillo que Monsalve no llegó a clavar, y moretones en los nudillos que hablaban de puños volando como truenos—.
Me tendió una mano, callosa pero tierna, y me le