El convoy de jeeps rugía por las trochas selváticas como bestias heridas, dejando atrás el humo acre de la finca en Tibú y el eco de disparos que aún me zumbaba en los oídos. Yo iba en el asiento trasero, con la cabeza de Adrián en mi regazo, su cabello húmedo de sudor pegado a mi falda raída, mientras Javier conducía con una mano en el volante y la otra en la radio, escupiendo órdenes en ese español costeño que rodaba como el río Catatumbo. Cataleya, a mi lado, limpiaba el barro de sus uñas con una sonrisa torcida, pero sus ojos —esos ojos oscuros que siempre leían mi alma— brillaban con un cansancio que no disimulaba. El sol del mediodía se filtraba entre las hojas de plátano como cuchillos dorados, cortando la selva en sombras danzantes, y el aire olía a tierra mojada, pólvora y sangre fresca: la de El Tigre, que yacía esposado en el jeep de atrás, rugiendo maldiciones que Javier acallaba con un golpe seco.
—Ese gato ya no ruge tanto —dijo Cataleya, rompiendo el silencio con su voz