Mundo ficciónIniciar sesiónUna noche de chicas terminó siendo una noche muy loca donde toda mi vida tomó un rumbo diferente. Todo esto me supera, jamás había perdido así el control de mi vida y ahora soy un caos. Pero él no me dejará caer, creí que no quería saber de mí, pero me equivoqué. Ahora la prueba era aprender a ser padres juntos y quizás llegar a amarnos para darle al niño una familia como realmente se lo merece.
Leer másEllen.
El día había empezado como cualquier otro. Las reuniones interminables, el sonido de las teclas golpeando los teclados en la oficina, y el café amargo de la máquina que siempre me mantenía alerta. Mi carrera como especialista en marketing había sido un constante ejercicio de control, organización y perfección. Sabía qué decir, cómo actuar, cuándo ser la mujer fuerte y determinada, y cuándo soltar la rienda lo justo para parecer flexible. Mi vida estaba construida sobre una planificación meticulosa. O eso creía.
Todo cambió esa tarde.
—Ellen, necesito que vengas a mi oficina. Ahora.
El tono frío del jefe de recursos humanos me hizo sentir que algo estaba mal, pero no podía prever lo que vendría. Apenas crucé la puerta, y antes de que pudiera procesar lo que estaba pasando, me lo soltaron:
—Estás despedida.
Sin más. Sin razón aparente, sin explicaciones. Solo una despedida seca y vacía, como si los años de esfuerzo y dedicación no hubieran significado nada.
Me quedé allí, mirando la mesa, sin palabras. No entendía por qué. Había hecho todo bien, me había sacrificado, había sido impecable, intachable... y aún así, todo terminó en ese instante. La vida que había construido minuciosamente se tambaleó.
Me sentía sofocada, traicionada por el mismo control que siempre había creído que me protegería. Tomé mis cosas, manteniendo la compostura, sin mostrar debilidad. Sabía que no era el momento de derrumbarme, pero sentía cómo una tormenta se iba formando dentro de mí.
Después de cerrar la puerta de la oficina por última vez, tomé una decisión impulsiva. Necesitaba escapar de esa sensación de impotencia. Necesitaba sentir algo más. Algo que no estuviera bajo mi control.
Llamé a Laura y a Greta. Les conté todo con voz monótona, como si estuviera hablando de otra persona. Ellas no dudaron en proponer una salida para esa misma noche. Una noche de chicas. Una noche donde dejaríamos que las cosas simplemente ocurrieran. No necesitaba pensarlo demasiado. Necesitaba alejarme de todo y, sobre todo, de mí misma.
El bar era exclusivo, de esos lugares que la gente suele mencionar en susurros. Las luces eran tenues, las bebidas servidas con precisión, y el ambiente estaba cargado de promesas sin cumplir. Al cruzar las puertas, sentí que algo cambiaba dentro de mí. Era como si me hubiera desprendido de esa versión de Ellen que siempre estaba en control, y ahora caminaba con una ligereza que no había sentido en años.
Mis tacones resonaban contra el suelo mientras nos adentramos en la penumbra. El vestido que llevaba, ceñido y negro, parecía una segunda piel, abrazando cada curva de mi cuerpo, haciendo que las miradas se posaran en mí sin siquiera intentarlo. La música palpitaba a nuestro alrededor, y por primera vez en mucho tiempo, dejé que el ritmo me guiara, no mi mente.
—Ellen, esta noche olvídate de todo —dijo Laura, guiñándome un ojo mientras tomaba su primera copa.
—Eso mismo —añadió Greta, alzando la suya—. Por una noche, vamos a ser lo que queramos.
Sonreí, sintiendo cómo el nudo en mi pecho se deshacía lentamente. Bebimos, reímos y bailamos como si no hubiera mañana, como si esta fuera nuestra única noche en el mundo. Los hombres nos observaban, sus miradas se detenían en nosotras, pero en especial en mí. Me sentía libre, por fin. Sentía que cada paso que daba era una ruptura con esa versión de mí que siempre había sido tan meticulosa.
Y entonces lo vi.
Sentado en la zona VIP, él me observaba con una intensidad que cortaba el aire. Derek Winston, uno de esos hombres que se destacan sin esfuerzo, con una presencia tan imponente que todo a su alrededor parecía desaparecer. Alto, de cabello oscuro y mandíbula marcada, su traje a medida hablaba de poder, pero sus ojos... sus ojos decían algo más.
Cuando nuestras miradas se cruzaron, fue como si el mundo a mi alrededor se silenciara por un segundo. No era el tipo de hombre que simplemente observa; su mirada era una invitación, un desafío. Sentí cómo mi corazón latía más rápido, algo que no había experimentado en mucho tiempo.
—Ellen, el hombre del VIP no deja de mirarte —dijo Greta, dándome un codazo divertido.
Lo había notado, claro que sí. Y lo mejor era que no me importaba.
Unos minutos después, un camarero se acercó con una copa de vino, impecablemente servida en una fina copa de cristal.
—De parte del caballero —dijo, señalando hacia Derek.
Miré hacia él, levantando mi copa en un gesto de agradecimiento. Él inclinó la cabeza levemente, y una pequeña sonrisa apareció en sus labios. Sabía lo que esa mirada significaba. Sabía lo que estaba ocurriendo. Este juego de seducción estaba en marcha, y por primera vez en mucho tiempo, no tenía miedo de perder el control.
Laura y Greta me dieron una mirada cómplice cuando me puse de pie.
—Voy a ver qué quiere —dije, en un tono ligero pero lleno de determinación.
Caminé hacia él, sintiendo que cada paso era una liberación. No era solo la atracción física. Era la sensación de que, por una noche, podría dejarme llevar. Podría simplemente ser.
—Ellen Grey —dije al llegar, extendiendo mi mano con una sonrisa.
—Derek Winston —respondió él, tomando mi mano con una firmeza que envió un leve escalofrío por mi brazo. Por supuesto que sabía quién era él, todos lo conocían por ser el CEO de la más grande compañía de modas de todo el país.
Sus ojos oscuros, penetrantes, no dejaron los míos. Sentí que me leía como un libro abierto, pero en lugar de inquietarme, me sentí intrigada. Nos observamos por un largo momento antes de que él hablara.
—Me alegra que aceptaras mi invitación —dijo, su voz profunda resonando entre el ruido del bar.
—Bueno, no soy de las que rechazan un buen vino —respondí, jugando con el borde de la copa.
La conversación fluyó con una naturalidad sorprendente. Hablamos de todo y de nada a la vez, pero había algo en cada palabra que nos decíamos que hacía que el ambiente se cargara más de lo que parecía a simple vista. Su presencia me envolvía, me desafiaba, y a la vez, me hacía sentir que era yo quien tenía el control.
Finalmente, me incliné hacia él, acercando mis labios a su oído.
—No suelo hacer esto, Derek... —susurré, dejando que mis palabras se deslizaran suavemente.
Él me miró, sus ojos recorriendo mi rostro con una mezcla de interés y deseo.
—Entonces esta es una noche especial —respondió, sus labios curvándose en una sonrisa seductora.
Y lo era. Era la noche en la que Ellen Grey dejaba de ser la mujer meticulosa, calculadora y metódica que había sido siempre. Esta vez, la aventura me llamaba, y estaba dispuesta a seguirla.
Derek. El aroma a lasaña recién horneada impregnaba el aire. En el comedor, las luces eran suaves, cálidas, y el sonido del cuchillo cortando el pan se mezclaba con la risa contagiosa de Nathan, que golpeaba la mesa con su cuchara mientras Ellen trataba de evitar que el mantel terminara en el suelo.Aquella cena era sencilla, pero tenía algo especial. Era la primera vez, en mucho tiempo, que los tres parecían una familia… sin remiendos, sin silencios, sin heridas abiertas. Solo ellos, compartiendo un momento cualquiera, que para Derek era todo.Nathan, con la inocencia que solo los niños poseen, los observaba con atención. Sus ojos grandes, llenos de curiosidad, iban de su madre a su padre como si tratara de descubrir un secreto. Entonces, con esa franqueza que a los adultos les cuesta tanto, soltó: —¿Por qué vivimos en casas separadas?Ellen, que estaba sirviendo más jugo, se quedó quieta. Derek levantó la vista del plato, sorprendido. —¿Cómo dices, campeón? —Que… —Nathan la
Ellen. La tarde estaba tibia, perfumada por el jazmín que trepaba por la galería. Desde la ventana de su estudio, Ellen podía ver el jardín: Nathan corría tras una pelota, con esa torpeza encantadora de los niños que descubren el mundo a cada paso, y el abuelo Winston lo seguía de cerca, fingiendo cansarse solo para hacerlo reír más fuerte. Derek los observaba sentado en las escaleras, con una sonrisa serena, de esas que solo nacen cuando el alma está en calma.Ellen dejó la taza de té sobre el escritorio y se quedó mirando la escena unos segundos más. Nunca imaginó que aquel lugar, que en un principio era solo una casa nueva en Nueva York, terminaría convirtiéndose en su hogar. Había aprendido que el hogar no siempre es un sitio, sino el momento en que todo dentro de uno deja de doler.Sobre el escritorio descansaba una postal que había recibido esa mañana. Era de Giulia, la hermana de Alessandro. Tenía una fotografía de los viñedos bañados por la luz del amanecer y un breve m
Derek. La tarde tenía un brillo especial, como si el sol supiera que esa jornada merecía una luz distinta, más cálida, más serena. Era un día hermoso. El tipo de día que uno guarda en la memoria sin saber por qué, solo porque todo parece estar en su lugar.La ceremonia se celebraba en un jardín pequeño, rodeado de árboles y flores blancas. Todo estaba dispuesto con una elegancia sencilla: guirnaldas, mesas de madera, música suave y el murmullo de la gente emocionada. Alan, de pie frente al altar, parecía un hombre completo. Y Greta… Greta irradiaba luz. Verlos allí, tomados de la mano, intercambiando miradas que decían todo sin decir nada, le devolvió a Derek una emoción que había creído perdida: la fe en los comienzos.Nathan, vestido con un pequeño traje beige, caminaba por el pasillo central con el estuche de los anillos en sus manos diminutas. Su abuelo lo acompañaba, sosteniéndolo con cuidado. Esa imagen —su padre ayudando a su hijo a cumplir su rol más importante— le quebró
Ellen. Había pasado un año desde aquella noche en la que todo cambió. Un año desde que el disparo partió su mundo en dos, desde que el dolor y la esperanza se mezclaron en una sola herida. Y, sin embargo, aquella herida ya no sangraba. Había aprendido a vivir con la cicatriz.El tiempo no la había curado del todo, pero la había moldeado. Le enseñó a respirar sin miedo, a mirar hacia adelante sin sentir culpa, a amar sin aferrarse.Vivía en su casa en Nueva York, aquella que un día le pareció demasiado grande, demasiado silenciosa. Hoy, ese silencio estaba lleno de vida. De risas, de pasos pequeños corriendo por los pasillos, de voces que llenaban los espacios que antes dolían. El aroma del café por las mañanas, las flores frescas en el jarrón, los juguetes dispersos en la alfombra… cada cosa era una forma de decirse a sí misma “estás viva, Ellen”.Nathan crecía rodeado de amor. Su risa era el sonido más puro del universo. Había heredado la curiosidad de su madre y la determinaci
Ellen. Tres meses después. Habían pasado tres meses desde aquella noche que cambió sus vidas para siempre. El tiempo, caprichoso y cruel, había logrado poner cierta distancia entre el dolor y la rutina, pero no entre el corazón y la memoria.Ellen había aprendido a convivir con ese pedacito de alma que le faltaba. No desaparecía; solo había aprendido a cargarlo consigo. Era como una sombra suave, un recuerdo constante, una presencia silenciosa que la acompañaba en los momentos más tranquilos.A veces, al cerrar los ojos, aún podía escuchar su voz. El acento italiano de Alessandro pronunciando su nombre con esa mezcla de ternura y deseo. O imaginar sus manos sobre las suyas, en los viñedos, riendo juntos mientras hablaban de futuros que nunca llegaron. Pero ya no dolía de la misma forma. Ahora era una nostalgia cálida, una especie de agradecimiento por haberlo tenido siquiera por un instante.Había tomado decisiones difíciles en esos meses. La más grande: volver a Nueva York.
Derek. Había pasado una semana desde aquel día. Una semana desde el disparo, el rescate, los gritos y el llanto. Siete días que se sentían como una eternidad.Ahora, sentado frente a una larga mesa de madera, rodeado de documentos y rostros tensos, Derek comprendía que lo peor todavía no había terminado.A su derecha, su abogado —un hombre de voz firme y semblante cansado— repasaba cada punto del expediente. Frente a él, el fiscal y el representante legal de la familia de Alessandro intercambiaban carpetas, testigos y pruebas. Sobre la mesa había fotografías, transcripciones de llamadas, correos electrónicos y el informe final del allanamiento.Su madre. Su hermana. Christine. Las tres bajo detención.Derek apretó las manos sobre sus rodillas. No podía evitar que un escalofrío le recorriera la espalda al leer los nombres en tinta negra, en los sellos judiciales. Nunca imaginó que su apellido estaría allí, asociado a algo tan miserable.El abogado respiró hondo antes de hablar:
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