Mundo ficciónIniciar sesiónElena siempre ha recordado más de lo que debería. Sueños, voces, fragmentos de otras vidas que no le pertenecen… hasta que conoce a Carlos, un hombre poderoso y reservado, comprometido con otra mujer. Desde su primer encuentro, Elena sabe que lo ha amado antes. Él, en cambio, solo siente una atracción que no puede explicar. Mientras intenta mantener su distancia, los recuerdos de Elena comienzan a despertar: una vida en Marruecos, otra en Nueva York, otra en México, otra en Londres… Todas terminan igual: con la muerte y la promesa de volver a encontrarse. Pero ahora, en el presente, Elena está dispuesta a cambiar el final. Aunque para ello deba desafiar al tiempo, al destino… y al olvido de quien fue su alma gemela.
Leer másPOV Elena
Berlín siempre me pareció una ciudad que recordaba demasiado. Cada esquina es una cicatriz cubierta de luz: edificios nuevos erigidos sobre ruinas, museos que fingen neutralidad, estatuas que no piden perdón. Me mudé aquí pensando que podría empezar de nuevo, pero desde el primer día comprendí que las ciudades, como las personas, también guardan sus fantasmas. Yo, al menos, ya convivía con los míos. El taxi se detuvo frente a un edificio de piedra gris, de esos que el tiempo nunca termina de domesticar. La sede del Institut für Restaurierung und Kulturerbe ocupaba toda la manzana, con ventanales enormes y una bandera que ondeaba sin convicción. Bajé del coche, ajusté mi bufanda y respiré el aire húmedo del invierno. Berlín olía a historia, y a secretos. —Elena Varela —dije en la recepción, mostrando la carta de invitación—. Me esperan para una reunión con el director del proyecto Erebus. La mujer me miró apenas un segundo antes de entregarme una acreditación con mi nombre impreso. Su gesto era tan mecánico que casi me resultó cómico. Los europeos del norte tienen esa forma particular de parecer ausentes incluso cuando te están observando. El ascensor subió con lentitud, reflejando mi rostro multiplicado en las paredes metálicas. Mi reflejo se veía pálido, cansado, con los ojos de alguien que no había dormido bien… o que había soñado demasiado. Desde hacía semanas, las pesadillas volvían: una plaza llena de humo, un hombre arrodillado, y mi propia voz gritando un nombre que nunca lograba recordar al despertar. Solo el eco. El piso ocho se abrió con un sonido seco. Un pasillo de madera clara conducía a una sala amplia llena de cajas, lienzos y mesas de trabajo. Un grupo de restauradores se movía en silencio, envueltos en batas blancas. Y en medio de todos, él. El hombre que había visto en mis sueños. No lo reconocí por la ropa —un traje oscuro impecable, ni por el porte seguro con que revisaba un documento— sino por algo más profundo. Fue su mirada. Esa mirada imposible de olvidar aunque nunca la hayas visto antes. Él levantó la vista justo cuando crucé la puerta, como si me hubiera estado esperando. —¿Señorita Varela? —preguntó en un inglés con acento leve—. Soy Carlos Albrecht, director del Instituto. El mundo se me contrajo un segundo. Su voz era baja, firme, pero contenía algo familiar, como la melodía de una canción antigua que uno tararea sin saber por qué. Tragué saliva antes de responder. —Un placer conocerlo, señor Albrecht. —Le tendí la mano. Sentí un leve temblor en la mía, disimulado bajo la sonrisa profesional. Su contacto fue breve, pero el calor que me recorrió el brazo me desconcertó. Lo solté antes de que pudiera notarlo. —He leído su expediente —dijo, guiándome hacia una mesa cubierta de documentos—. Lingüista, especialista en lenguas muertas, restauradora de códices y… música antigua. —Sí. —Sonreí apenas—. Los idiomas me resultan familiares, incluso los que no conozco. No lo dije por vanidad. Era la verdad. Desde niña había tenido una facilidad inexplicable para aprender idiomas, como si solo necesitara recordarlos. Carlos asintió, pero su expresión permaneció impasible. Era un hombre que parecía medir cada palabra, cada silencio. Su cabello oscuro, su mandíbula marcada, los ojos grises que no dejaban adivinar lo que pensaba. Lo observé disimuladamente, intentando encontrar en su rostro alguna explicación lógica a la sensación que me había provocado. No la encontré. —El proyecto para el que la hemos convocado —continuó— es delicado. Trabajamos en la restauración de un conjunto de documentos de la posguerra, encontrados en un monasterio al sur de Baviera. Los llamamos Archivo Erebus. —¿Por qué Erebus? —Por lo que representan —dijo sin apartar la vista de los papeles—. Oscuridad. Secretos. Algunos textos están cifrados con un método que nuestros analistas no han podido descifrar. Usted parece la indicada para intentarlo. —¿Qué tipo de cifrado? —Una mezcla de latín, árabe y alemán antiguo. Los manuscritos fueron escritos entre 1939 y 1946. —¿Y cuál es su contenido? —Aún no lo sabemos. —Su tono cambió apenas, más serio—. Pero ciertas instituciones estarían… interesadas en que no se sepa. Aquella última frase me dejó helada. No era la primera vez que trabajaba con documentos “delicados”, pero había algo en su forma de decirlo, en esa mezcla de advertencia y desafío, que me hizo sentir observada. —Entiendo —respondí—. Aun así, necesitaré acceso completo al material. No puedo trabajar con restricciones. —Lo tendrá. —Su mirada se detuvo un segundo en mi rostro—. Pero confío en su discreción. Por un instante, el aire entre nosotros pareció densificarse. Tuve la sensación de que esa conversación ya había ocurrido alguna vez, en otro lugar, con otras palabras. Y que el final había sido trágico. Me asignaron una oficina pequeña, llena de libros y con una ventana que daba a un patio interno. Sobre el escritorio había una caja sellada con cinta roja: Erebus / Documento 001. La abrí con cuidado. Dentro había varias hojas amarillentas, escritas con una caligrafía firme. En la esquina superior, un sello con el escudo de Prusia. Mientras ajustaba la lámpara para examinarlas, escuché pasos acercarse. No tuve que girarme para saber quién era. —¿Le gusta trabajar en silencio? —preguntó Carlos desde la puerta. —Me concentro mejor —respondí sin apartar la vista de los documentos. —Curioso. Yo también. Su tono era amable, pero tenía ese filo de control que usan los hombres acostumbrados a mandar. Me incomodó y me intrigó al mismo tiempo. —¿Ha encontrado algo interesante? —Todavía no. —Levanté una de las hojas—. Pero esta firma… Se la mostré. En la esquina inferior se leía, con tinta casi borrada: C. A. M. —Parece una inicial de autor —añadí. Carlos se inclinó sobre mi hombro para observarla. Su cercanía me heló la piel. —C. A. Müller —murmuró—. Era un piloto del ejército alemán. Desapareció en 1946. —¿Y por qué un piloto escribiría cartas cifradas? —Esa es una de las preguntas que queremos responder. Su respiración rozó mi cuello al hablar. No sé cuánto tiempo pasó antes de que se apartara. Cuando lo hizo, el aire pareció regresar a mis pulmones. —Mañana tendremos una reunión con el resto del equipo —dijo, ya desde la puerta—. Quiero que les presente sus primeros avances. —Entendido. Antes de salir, se detuvo un segundo. —¿Le ha pasado alguna vez… tener la sensación de conocer a alguien sin haberlo visto antes? Su pregunta me desarmó. —A veces —dije con sinceridad—. ¿Por qué lo pregunta? —Por curiosidad. —Sonrió apenas, esa sonrisa breve que deja más dudas que respuestas—. Buenas noches, señorita Varela. Lo vi alejarse por el pasillo, alto, preciso, con la seguridad de quien pertenece a ese mundo. Yo, en cambio, sentía que acababa de cruzar una frontera invisible. Esa noche apenas dormí. Llevaba el manuscrito en la cabeza, repitiendo mentalmente las palabras incompletas, los símbolos que no pertenecían a ningún alfabeto conocido. Cerré los ojos, y el sonido de la lluvia contra la ventana se transformó en otra cosa: el rugido de un avión. Olía a humo, a metal caliente. Corría por un campo abierto, llamando un nombre. “¡Carlos!” Desperté jadeando, con la sábana enredada entre las piernas. La tormenta seguía afuera, y en el reflejo del espejo del baño vi mis propios ojos enrojecidos, dilatados. Por un instante, creí que no eran los míos. Eran los de otra mujer, más joven, con el cabello recogido y la piel manchada de sangre. Me sujeté al lavabo, intentando calmarme. No era la primera vez que me pasaba, pero nunca había sido tan vívido. Al día siguiente, cuando llegué al instituto, el cielo aún estaba cubierto. Carlos estaba junto a la ventana de la sala de reuniones, observando la lluvia caer sobre el patio. Su semblante parecía distinto, como si también hubiera pasado la noche en vela. —¿Durmió bien? —pregunté, intentando sonar casual. —Digamos que no soy amigo de las tormentas —respondió sin mirarme. Hubo algo en su tono que me atravesó. Como si aquella simple frase escondiera un recuerdo compartido. Me senté frente a él, y mientras comenzábamos a revisar el material, no pude evitar pensar que nuestras vidas acababan de entrelazarse otra vez. Solo que él aún no lo sabía.Han pasado un par de días desde la reunion del consejo, los documentos pendientes son tantos, pero no consigo concentrarme. Hay cosas que la razón no alcanza a comprender. Podemos negar un pensamiento, controlar un impulso, forzar una sonrisa… pero no se puede engañar a esa parte de uno que reacciona cuando una presencia toca algo esencial. Eso fue lo que me ocurrió con Elena. Desde aquel día en el museo —la noche del apagón— no logré olvidar la sensación exacta de tenerla tan cerca. La oscuridad había borrado toda distancia, y por un instante el tiempo se había detenido, como si el mundo entero se redujera al roce de su respiración junto a la mía. No nos besamos, no dijimos nada que no pudiera repetirse, pero lo que se encendió allí no necesitó palabras. Desde entonces, verla se había vuelto una prueba. Podía estar rodeado de ministros, empresarios o asesores, pero bastaba un segundo de contacto visual con ella para que todo lo demás desapareciera. Y yo —que siempre había creíd
No dormí más aquella noche. La pastilla me había sumergido en un sueño denso, casi viscoso, pero el recuerdo me sacó a flote. Aún podía sentir el calor del desierto pegado a mi piel, la voz de él pronunciando mi nombre, el modo en que me miró la primera vez… y la certeza, clara y terrible, de que Carlos era el mismo hombre. El mismo que había conocido cuando el mundo estaba en ruinas. El mismo que había muerto sin que yo pudiera alcanzarlo. Durante años había intentado olvidar —o más bien aceptar— que había vivido otras vidas. Que había amado y perdido más veces de las que podía contar. Pero nunca había vuelto a cruzarme con nadie que recordara. Hasta ahora. Y eso lo cambiaba todo. Me levanté antes del amanecer. Encendí una lámpara, hice café y me quedé mirando el vapor ascender desde la taza como si en él pudiera descifrar una respuesta. ¿Por qué él otra vez? ¿Era una oportunidad… o un castigo? El timbre del teléfono me sobresaltó. Era un mensaje del museo: > “Reunión con el C
La lluvia había cesado, pero en mi cabeza seguía cayendo. El camino de regreso a casa fue un desfile de luces rotas sobre el pavimento. No podía dejar de pensar en él. En cómo me miró, en la pausa antes de que pronunciara mi nombre, en el leve temblor de su respiración cuando la oscuridad del museo nos envolvió. Todo eso seguía ahí, pegado a mi piel. Al entrar, dejé el abrigo sobre el sofá y encendí la lámpara del rincón. El departamento olía a madera y silencio. Había algo en esa quietud que me incomodaba; el contraste con lo que acababa de vivir era demasiado brutal. Me serví una copa de vino. No lo pensé. Solo necesitaba algo que apagara la tormenta interna. Caminé hasta la ventana. Afuera, las gotas seguían resbalando por el cristal como si el mundo se negara a secarse. No debería haberme afectado así. Eso me repetía, una y otra vez. Carlos era un hombre comprometido, o al menos eso me habían dicho en el museo. Nunca lo confirmó, pero tampoco lo negó. Y aun si no lo es
POV Elena La lluvia empezó a caer sin aviso, golpeando las ventanas del museo con una cadencia hipnótica. Las gotas descendían por el vidrio como si intentaran borrar las luces del atardecer, como si quisieran borrar también algo de nosotros. La mayoría del equipo ya se había ido. Solo quedábamos Carlos y yo, revisando los últimos documentos del proyecto antes de la reunión con el consejo. El silencio entre nosotros era pulcro, casi académico, pero por debajo latía algo más: una corriente invisible, sutil, que apenas se intuía en la forma en que él levantaba la vista cada cierto tiempo, o en cómo yo fingía revisar un informe para no cruzarme con sus ojos. —Deberías irte antes de que empeore —dijo él sin mirarme, con ese tono neutral que usaba para mantener las distancias. —¿La lluvia o el día? —respondí, intentando sonar ligera. Carlos alzó apenas una ceja. —Ambos, supongo. Guardé silencio. El sonido de la tormenta llenó el espacio que dejaban nuestras palabras. El reloj del p
POV CarlosNunca he creído en coincidencias. Tampoco en destinos, ni nada de esas tonterías de las que la gente habla. Siempre pensé que los hombres inventamos esas ideas para justificar los errores que no queremos aceptar. Pero desde que la vi entrar en la sala de restauración, supe que algo en mí se quebró, aunque no sé qué era exactamente lo que se rompía. La primera vez que nuestros ojos se cruzaron, tuve la sensación absurda de estar recordando algo que nunca viví. Como si su rostro perteneciera a un lugar al que había ido alguna vez en sueños. La observé caminar entre las mesas con esa serenidad que solo tienen quienes no necesitan demostrar nada. No era una mujer de esas que se esfuerzan por llamar la atención; simplemente la atraía. Su voz, sus gestos, la forma en que se detenía frente a los manuscritos, como si los conociera desde antes de abrirlos. No, no era normal. No soy un hombre dado a supersticiones. Mi vida se rige por horarios, contratos y lealtades.
POV ElenaBerlín siempre me pareció una ciudad que recordaba demasiado.Cada esquina es una cicatriz cubierta de luz: edificios nuevos erigidos sobre ruinas, museos que fingen neutralidad, estatuas que no piden perdón. Me mudé aquí pensando que podría empezar de nuevo, pero desde el primer día comprendí que las ciudades, como las personas, también guardan sus fantasmas.Yo, al menos, ya convivía con los míos.El taxi se detuvo frente a un edificio de piedra gris, de esos que el tiempo nunca termina de domesticar. La sede del Institut für Restaurierung und Kulturerbe ocupaba toda la manzana, con ventanales enormes y una bandera que ondeaba sin convicción. Bajé del coche, ajusté mi bufanda y respiré el aire húmedo del invierno.Berlín olía a historia, y a secretos.—Elena Varela —dije en la recepción, mostrando la carta de invitación—. Me esperan para una reunión con el director del proyecto Erebus.La mujer me miró apenas un segundo antes de entregarme una acreditación con mi nombre im
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