Mundo ficciónIniciar sesiónAbigaíl creyó que lo tenía todo: un matrimonio de ensueño, una vida de privilegio y la promesa de un futuro perfecto. Sin embargo, su destino estaba marcado por una oscura ironía. Las pérdidas que había acumulado desde la infancia no tardaron en manifestarse, culminando en una noche de aniversario donde su mundo se desmoronó por una traición imperdonable. El precio: su felicidad, su confianza y la vida que llevaba dentro. A miles de kilómetros, Joe, ha pasado años huyendo de las ambiciones tóxicas de su propia familia. El reencuentro fortuito con Abigaíl remueve viejos remordimientos y saca a la luz una verdad brutal: ambos son víctimas de la misma red de engaño familiar. La antigua herida se convierte en un pacto secreto de dolor. Ahora, la sed de justicia de Abigaíl y el oscuro resentimiento de Joe se fusionan en un único propósito. La venganza ha dejado de ser una opción. Es la única forma de sobrevivir.
Leer másla vida de Abigaíl iba muy rápido. Conducía su coche caro con el corazón lleno de una felicidad casi infantil, que chocaba con la tarde gris y lluviosa de la ciudad. Era su aniversario de bodas. Su día había sido perfecto: un gran ramo de rosas de su esposo, Arthur, un buen almuerzo con su suegra y, ahora, una cena sorpresa que ella misma había preparado.
Había mandado al personal a casa para tener privacidad. Además, había hecho una parada rápida en la clínica, donde recibió la noticia que le alegró el alma: la confirmación de que estaba embarazada.
—Esta noche —murmuró al entrar en su enorme casa, acariciando su vientre con una emoción nueva—, le daremos una gran noticia a tu papá.
Con una sonrisa nerviosa, bajó del coche. La casa estaba extrañamente oscura, solo una luz débil salía de la oficina de Arthur. Abigaíl se acercó sin sospechar nada. Se quitó el vestido de otoño y lo dejó en la entrada. Solo en ropa interior, caminó en silencio, hasta que un ruido la detuvo en seco.
Era una voz. Una voz de mujer, aguda, que pedía a gritos a su esposo que siguiera.
Un gemido de placer se escuchó por toda la casa. El ruido no fue de gusto, sino de su corazón, que se hizo pedazos. Las lágrimas se acumularon, mientras la traición, cruel y sin piedad, se mostraba ante ella de la peor forma.
—No entiendo —preguntó la secretaria, a quien Abigaíl reconoció con un nudo en el estómago—, si hoy es su aniversario, ¿por qué tu mujer no está aquí?
Abigaíl se tapó la boca, evitando que el sollozo la delatara.
—Estaría aquí, solo que se atrasó. Ella siempre es así —Arthur la justificó con desprecio. Ya vestido, sonrió a la pelirroja que estaba sentada en su escritorio. —Necesito que te vayas. Ella está por llegar.
La amante hizo un puchero y se colgó del cuello de Arthur, suplicando.
—¿Por qué no la dejas? ¿Por qué no estamos juntos?
Abigaíl se obligó a escuchar la respuesta, esa que le diría cómo había vivido los últimos cinco años.
—No. Ella es mi esposa. En mi familia no hay divorcios —Arthur puso los ojos en blanco, como si el matrimonio fuera una obligación molesta—. Pero te prometo —la besó con la pasión que nunca le había dado a su esposa— que te lo pagaré. Apenas tenga el puesto de presidente, te daré lo que mereces.
La chica, contenta con la promesa, se vistió y se fue. Arthur se quedó solo, muy feliz, sin imaginar que su esposa embarazada, sin ilusiones, huía asustada de su propia casa de terror.
Abigaíl condujo sin saber adónde ir, las lágrimas no la dejaban ver la carretera. Su esposo no la amaba, solo la usaba. Se sentía traicionada y humillada. Recordó todos los sacrificios, los seis años que perdió construyendo esa vida. Pensó que había fallado al no poder darle el hijo que tanto deseaba, pero ahora, el verdadero fracaso era él.
Entre la lluvia fuerte, con la vista borrosa por el llanto, Abigaíl no vio un bache. Perdió el control del coche. Un grito metálico se perdió en la tormenta, hasta que el coche cayó por un barranco y se detuvo cerca de un arroyo. Por suerte, algunas personas vieron el accidente y llamaron a la ayuda.
Mientras pasaba la tragedia, a miles de kilómetros, Joe se levantaba para empezar el día en el rancho. Su amiga Estela llegó al mediodía con documentos de trabajo, pero también con una preocupación que no la dejaba en paz.
—No sé cómo no te aburres aquí —dijo Estela, frustrada porque no tenía señal de móvil.
—¿Pasa algo? —Joe notó su preocupación.
Estela suspiró.
—Esta mañana me llamó un número que era de Abigaíl. Hace años que no hablamos. Ella me cortó después de que murió papá por culpa de su marido.
Hubo un silencio tenso. Joe se preguntaba si había hecho bien en dejarla ir. Estela lamentaba cómo había cambiado su hermana: de ser amante de los animales, se había vuelto una esposa perfecta, pero había perdido su esencia.
De pronto, le llegó un mensaje de un número que no conocía. Temiendo que fuera una broma, ella escribió una frase clave: —Somos una...
La respuesta fue inmediata: —...Una vez en la vida.
Era Abigaíl, pidiendo ayuda. Estela, sin pensarlo dos veces, tomó un avión a Nueva York, dejando a Joe con una sensación oscura.
En el hospital, Abigaíl despertó con un dolor agudo en el vientre y olor a medicina. Desorientada, sintió algo en su brazo: Arthur, fingiendo estar preocupado. Su presión subió, y una enfermera se acercó.
Abigaíl, ya despierta, solo miró al hipócrita.
—¡No me toques! —dijo con rabia.
Arthur, sorprendido por el rechazo, intentó de nuevo.
—¡Que no me toques! —El grito se calmó con la llegada del doctor.
Las noticias de su salud física eran buenas, pero para su corazón, fueron devastadoras.
—Señores, lamentablemente… —Abigaíl ya sabía qué iba a decir. —El feto no sobrevivió.
—¿Qué? ¿Cómo que feto? —Arthur preguntó sin poder esconder su sorpresa. —¿Estabas embarazada?
La noticia fue un shock. Abigaíl lloró, no por el dolor de Arthur, sino por su propia pérdida.
—Era una sorpresa. Quería que fuera algo hermoso.
Ella salió del shock. El doctor les dijo que debía quedarse en observación. Arthur quería irse, pero Abigaíl tomó su propia decisión. Cuando se quedaron solos, él empezó a hacer preguntas. Ella, sin poder decir la verdad, lloraba, pidiendo que la dejara sola. Arthur se fue, dejando un mensaje con la enfermera: volvería en unas horas.
Sola, Abigaíl se miró al espejo, sintiéndose perdida. El recuerdo de las risas en la oficina, de su bebé perdido, de su matrimonio falso.
—No me habla, pero… —pensó en Estela. El día del funeral de su padre, su hermana le gritó que su vida perfecta era una fantasía. Nunca estuvo más de acuerdo.
Se vio en el espejo: la chica que perdió a su madre, la niña que perdió a sus abuelos, la mujer que había perdido cinco años de su vida. Pero esta vez, sabía quién era el culpable. Se secó las lágrimas, y con ellas, se quitó la ceguera.
Cuando salió del baño, su esposo ya se había ido, lo que le dio el tiempo que necesitaba. Llamó a su hermana, y vio en la enfermera una oportunidad. Le pidió sus cosas y su móvil.
El mármol de la Mansión Briston se sentía frío bajo los zapatos de Abigaíl. Su corazón, sin embargo, latía con una determinación helada, como un arma lista para usarse. Su reencuentro con Joe en el pasillo había sido un choque eléctrico que intentaba ignorar, pero el nombre de Joe seguía resonando en su mente. Tenía que concentrarse: su objetivo era Roberto Briston, el único hombre de la familia que siempre la había tratado con justicia.El despacho de Roberto era una biblioteca de caoba y cuero, con un olor a viejo brandy y sabiduría. El patriarca la esperaba sentado en un sillón, con una expresión seria, pero sus ojos azules brillaban con respeto.—Siéntate, muchacha —dijo Roberto, invitándola a la silla frente a su escritorio. Él no hizo preguntas sobre el divorcio. Él ya lo sabía todo.Abigaíl tomó asiento y esperó, sintiendo el peso de la oportunidad.—Me has demostrado carácter, Abigaíl. Y eso, en esta familia, vale más que todo el dinero del mundo —comenzó Roberto, apoyando sus
Cinco años atrás.Abigaíl se sentía como una adolescente impaciente. Había esperado esta noche por semanas. Joe, el chico que era el sueño de todas, la había invitado a una cita en la biblioteca. Ella se había arreglado con cuidado, ilusionada por empezar un cuento de hadas. Pero el tiempo pasaba. Revisaba su reloj una y otra vez, y la pequeña chispa de ilusión comenzaba a apagarse, dejando solo vergüenza. Joe no llegaba.La frustración de Abigaíl creció. Su hermana le había advertido que los "chicos perfectos" eran a menudo los más decepcionantes. No sería el juguete de un playboy, por muy amigo de su hermana que fuera. Estaba a punto de darse la vuelta, sintiéndose humillada por la espera, cuando escuchó un grito que venía detrás de ella.—¡Abigaíl! —El grito se escuchó áspero y con prisa. Justo cuando iba a acelerar el paso, una mano la tocó en el hombro.La rabia por la espera, la frustración y el miedo de estar sola en la noche hicieron que Abigaíl reaccionara por instinto. Ella
La rabia quemaba a Arthur desde el interior. Salió del edificio de abogados como un huracán, dejando atrás la humillación del golpe y el dolor punzante. Su primer destino no fue la oficina, sino la casa vacía que hasta hacía unas horas había compartido con Abigaíl, un símbolo de su fracaso y la prueba de que su matrimonio de fachada se había derrumbado de la manera más vergonzosa.Al entrar en su despacho, el mismo lugar donde había cometido su traición, la furia se desbordó. Era una oficina de diseño minimalista, llena de trofeos y reconocimientos que ahora solo servían para alimentar su resentimiento. Con un rugido que desgarró el silencio, Arthur barrió el escritorio de caoba. Las carpetas de proyectos futuros, los papeles con su firma, la fotografía de boda y los trofeos de golf, todo voló por el aire.Destruyó la superficie de cristal con un golpe del puño, sintiendo que cada pieza rota era un pedazo de su dignidad que se le iba. Abigaíl era la llave para la presidencia del Brist
La sala de reuniones era un lugar frío, hecho de cristal y metal. Un ambiente perfecto para terminar una mentira de cinco años. Abigaíl entró primero. Había trabajado duro en su aspecto. Llevaba un traje de sastre negro, con cortes precisos que no mostraban nada, pero gritaban poder. Su nuevo pelo castaño caía liso, y sus ojos, que ya no tenían lágrimas, tenían una dureza que era nueva para ella.Cuando Arthur entró con su abogado, Abigaíl no parpadeó. Él se veía mal. Su rostro estaba pálido y sus hombros caídos por la preocupación, el miedo de su abuelo y la rabia que sentía por la huida de Abigaíl. Intentó verla a los ojos, pero ella solo miraba el cristal de la mesa, como si él fuera invisible.—Buenos días —dijo el abogado de Arthur con voz tensa.—No necesitamos formalidades —Estela, la abogada y hermana de Abigaíl, fue directa. —Mi clienta solo necesita la firma del divorcio. Todo está en la mesa.Arthur, al escuchar la voz fría de Abigaíl a través de su hermana, intentó hablar.
—Llegué. Dime, ¿qué hacemos? ¿Por qué tanto misterio? —Estela entró al hospital, nerviosa. Una chica la agarró del brazo en un pasillo y Estela entendió todo.—Te vestirás de enfermera y me sacarás de aquí —la voz de Abigaíl era fuerte, sin la debilidad de antes.Estela obedeció. El miedo se convirtió en asombro por la calma de su hermana. Se puso el uniforme y entró a la habitación con una silla de ruedas. Le dio mucha pena ver a Abigaíl: pálida, con la cara hinchada, pero fingiendo estar con Arthur, el mentiroso que la había engañado. Siguió las instrucciones del médico, diciendo que tenían que hacer unos exámenes urgentes, y salieron.Apenas las puertas del ascensor se cerraron, las hermanas se abrazaron fuerte. Era una reconciliación por el dolor. Se quitaron los disfraces y salieron del hospital, subiendo a un coche alquilado que las llevaría lejos.—¿Qué pasa? ¿Qué es todo esto? —Estela conducía, muy tensa. —Aby, tienes que decirme a dónde vamos.Abigaíl le pidió que parara. Se
la vida de Abigaíl iba muy rápido. Conducía su coche caro con el corazón lleno de una felicidad casi infantil, que chocaba con la tarde gris y lluviosa de la ciudad. Era su aniversario de bodas. Su día había sido perfecto: un gran ramo de rosas de su esposo, Arthur, un buen almuerzo con su suegra y, ahora, una cena sorpresa que ella misma había preparado.Había mandado al personal a casa para tener privacidad. Además, había hecho una parada rápida en la clínica, donde recibió la noticia que le alegró el alma: la confirmación de que estaba embarazada.—Esta noche —murmuró al entrar en su enorme casa, acariciando su vientre con una emoción nueva—, le daremos una gran noticia a tu papá.Con una sonrisa nerviosa, bajó del coche. La casa estaba extrañamente oscura, solo una luz débil salía de la oficina de Arthur. Abigaíl se acercó sin sospechar nada. Se quitó el vestido de otoño y lo dejó en la entrada. Solo en ropa interior, caminó en silencio, hasta que un ruido la detuvo en seco.Era u
Último capítulo