Samantha Smith juró no volver jamás al pueblo. Hace ocho años huyó con el corazón hecho pedazos, después de ver al amor de su vida en brazos de otra. Ese hombre que le prometió amor eterno la traicionó y destrozó sus deseos de amar de nuevo. Decide tomarse unas vacaciones. Pero el destino la lleva de regreso a ese mismo lugar que la vio crecer... y romperse. Acompañada por sus mejores amigas, regresa al pueblo solo para toparse con el innombrable: Cristian Johnson. Todo lo que creía enterrado, cada sentimiento que pensó haber superado, resurge en su corazón. Ella está decidida a no caer otra vez en sus encantos, pero Cristian no piensa rendirse. Quiere reconquistarla, dejar atrás el vacío que su partida le dejó, un vacío tan profundo que casi lo consume por completo. Lo que ninguno de los dos sabe es que su separación no fue un simple engaño. Fue un plan, un engaño realizado por alguien muy cercano a ellos, un ser perverso, despiadado, capaz de hacer cualquier cosa con tal de mantenerlos separados. Alguien que desea a Samantha solo para él y no está dispuesto a verla en brazos de otro, aunque eso implique perder a su propia familia. ¿Lograrán descubrir la verdad antes de que sea demasiado tarde? ¿Podrán enfrentar juntos esta amenaza, o el pasado volverá a destruir lo que sienten?
Leer másSamantha.
Me despierto, como de costumbre, a las seis de la mañana. Lo primero que hago es darme una ducha relajante con agua caliente para quitarme todo el estrés del trabajo. Anoche llegué a casa tarde, muy cansada, y no dormí mucho. Paso unos cuarenta y cinco minutos en el baño. Sí, suelo tardar bastante.
Salgo y me visto. Hoy decido ponerme una falda tipo cuero, ajustada hasta la rodilla, con una pequeña abertura en la parte de atrás; una blusa formal, una chaqueta y unos zapatos de tacón alto, todos de color negro. Cabe aclarar, por si acaso, que el negro es mi color favorito. Me maquillo de manera sencilla, pero con los labios en un rojo intenso. Ah, y el rojo también es mi color favorito.
—Sam, ¡date prisa! Vamos a llegar tarde otra vez —me grita Rossy, una de mis mejores amigas, entrando en mi habitación. Es la más loca de las tres.
—Ya voy, casi termino. Denme un minuto —les digo mientras me termino de arreglar.
—Por favor, Samantha, date prisa. No quiero que nos regañen otra vez en el trabajo. ¿Por qué siempre tardas tanto arreglándote? ¿No puedes ser un poco más rápida? —me dice Alex, molesta, entrando también a mi habitación como una fiera. Esa es mi otra mejor amiga.
—Ya estoy lista. Relájense, por favor. Díganme, ¿cómo me veo? —les pregunto.
—Vaya, ¿vas a trabajar o a una fiesta? —responde Alex, visiblemente de mal humor.
—¿Te soy honesta? —dice Rossy, muy seria. Asiento con la cabeza. —Te ves bella... y sexy. El jefe va a babear por ti hoy, te lo aseguro.
Pongo los ojos en blanco por lo que acaba de decir. Ja, como si me importara.
—Muchas gracias, querida amiga, pero sabes que no me interesa el jefe. Y tú, Alex, tranquilízate, por favor. Vamos a llegar a tiempo, no te preocupes —respondo con una sonrisa que no llega a los ojos.
—Siempre es lo mismo. Nos van a correr, ya verás. Y tú serás la única culpable, Samantha —dice Alex, saliendo molesta de mi habitación.
—Wow, espera, Alex, ¿qué te pasa? No tienes por qué hablarme así. Veo que hoy te levantaste del lado equivocado de la cama. Estás de un humor terrible —le digo, saliendo también de la habitación.
—Sí, Alex, ¿qué te pasa? Tú no eres así. No me digas que es por el imbécil de John. A ver, cuéntanos, ¿qué te hizo ese idiota? —le pregunta Rossy, que venía detrás de mí.
Nuestra amiga nos mira por unos segundos. Su rostro, que estaba molesto, se suaviza y sus ojos comienzan a llenarse de lágrimas. Se desploma en el sillón de la sala y empieza a llorar. Inmediatamente nos acercamos y la abrazamos. No le preguntamos nada, aún; dejamos que sea ella quien decida contarnos, y la dejamos llorar en silencio.
Unos minutos después, ya un poco más calmada, nos dice entre sollozos:
—John me llamó hace unos minutos… y terminó conmigo.
Nos quedamos paralizadas. Unos segundos, que parecieron eternos, pasaron sin que pudiéramos procesar lo que acabábamos de escuchar. Ninguna de nosotras sabía qué decir. ¿Cómo podía ser posible?
—¿Ese imbécil qué? No lo puedo creer. Es un desgraciado. ¿Cómo se atreve a hacerte algo así? —le digo molesta, levantándome de golpe, sin poder contener la indignación.
—No puede ser. A ese maldito lo voy a castrar. Deja que me lo encuentre —dice Rossy, y Alex, aún entre lágrimas, se deja llevar por la ocurrencia y ríe.
Yo también me río, aunque rápidamente me pongo seria y le digo con firmeza:
—Oye, no quiero que te deprimas por ese idiota. No vale la pena, y lo sabes. Eres una mujer bella, sexy e inteligente, capaz de conquistar a cualquier hombre que se te cruce en el camino. Así que, arriba esos ánimos, ¿entendido? Sabes que siempre estaremos aquí para ti, y si hay que castrarlo, lo haremos juntas.
Alex me mira, sus ojos aún llenos de lágrimas, pero una pequeña sonrisa aparece en su rostro.
Siempre hemos sido muy unidas. Nos apoyamos mutuamente en todo. Nos conocemos desde que estábamos en el vientre de nuestras madres... bueno, no tanto, pero desde que tengo uso de razón hemos estado juntas, en las buenas y en las malas. Nuestras madres también eran mejores amigas.
—Ya dejemos las cursilerías para otro día. Recuerden que hay que trabajar —nos dice Rossy, intentando aliviar el ambiente tenso.
—Es verdad, vámonos, que vamos a llegar más tarde de lo normal —respondo, mirando a Alex, que me devuelve una mirada apenada.
—Lo siento, Sam. Perdóname, por favor. No debí hablarte como lo hice. Estuvo muy mal de mi parte. Tú y Rossy son mis mejores amigas, y no quiero nunca perder su amistad. Además, ustedes no tienen la culpa de lo que me hizo el innombrable.
—A ver, no tienes que disculparte de nada. Te entiendo. No te preocupes y olvida todo lo que pasó, ¿sí? —le digo, abrazándola con fuerza.
—Gracias, son las mejores amigas —nos dice mientras nos abrazamos, su voz temblorosa por la emoción.
—Lo sabemos —responde Rossy, riendo para quitarle algo de peso al momento.
—Bueno, vámonos ya —digo, riendo también, sintiendo el alivio de ver a nuestra amiga algo más tranquila.
Voy a mi habitación, recojo mi bolso rojo y salimos del apartamento donde vivimos las tres. Nos subimos a mi coche rumbo al trabajo. Dirán, ¿por qué solo un auto? Bueno, lo del auto es entendible. Vivimos juntas, trabajamos juntas, y decidimos tener solo uno para ahorrar en combustible. Siempre salimos juntas a todos lados; somos como hermanas.
Llegamos al trabajo con diez minutos de retraso y entramos apresuradas. Cada una va corriendo a su puesto. Subo al ascensor, presiono el botón del último piso, el cuarto. Ni bien entro a mi oficina, el jefe me llama. Hoy será un día largo.
—Smith, llegas tarde otra vez —mi jefe, tan educado como siempre, me mira molesto, pero con algo diferente en su expresión. Me observa de arriba abajo, inspeccionándome. ¿Estará analizando mi vestimenta?
—Buenos días, señor —noten el sarcasmo en mi voz—. Me disculpo por mi tardanza. Le prometo que no volverá a pasar —sí, estoy mintiendo; sé que llegaré tarde otra vez.
Él sigue observándome, con una mirada que parece decir que quiere... comerme. No lo creo. Rossy tenía razón.
—A mi oficina, ya —me ordena, visiblemente molesto.
Vaya, vaya. Este jefe está más irritable hoy que de costumbre. Entro a mi oficina, dejo mis cosas y me dirijo a la suya. Toco la puerta y escucho un fuerte —¡ADELANTE!—. Se nota que está muy molesto. Entro, fingiendo un poco de temor. Bueno, exagero, pero solo un poco. Él está sentado en su escritorio, revisando unos documentos. Los deja al verme entrar y me señala que me siente. Eso hago. No me pongo nerviosa ni nada. Él no me intimida, y no lo va a hacer.
No voy a negar que mi jefe, Marcos Olivares, es un hombre guapo. Es rubio, tiene unos ojos muy bellos de color azul, es alto y joven. Me lleva unos cinco años. Se podría decir que está comestible, y para muchas sería el "hombre perfecto", pero para mí no lo es. La verdad, no es mi tipo, aunque no puedo negar que es atractivo.
—Sam —me llama por mi nombre. Increíble, pienso. Hoy se va a acabar el mundo, pero no le muestro mi sorpresa. Él nunca me había llamado por mi nombre, solo por mi apellido.
—Señor Olivares, yo...
No me deja continuar y, con voz firme, dice:
—¿Te gustaría salir a cenar conmigo esta noche?
Wow. Eso no me lo esperaba. Me he congelado, como Ana de Frozen. Nunca se me pasó por la mente que le gustara a mi jefe. Mi amiga me lo decía, pero siempre pensé que bromeaba. Me doy cuenta de que es real, y ahora, ¿cómo salgo de esta? ¿Qué le digo?
SamanthaAlzo la mirada y me encuentro con esos ojos azules que tanto he amado. Ahora me miran con preocupación, miedo y dolor, todo al mismo tiempo. Mis lágrimas ruedan solas, y aun con el alma hecha pedazos, una sonrisa se escapa de mí: seré libre… él vino por mí. Cristian me rescató.Pero enseguida una sombra cruza mis pensamientos: su desconfianza permitió que esto pasara. Aunque en parte yo tengo culpa. Si no me hubiera quedado callada otra historia seria, pero Cristian no confió en mí, dudo y eso duele, mucho. No ¿en qué estoy pensando? Este no es el momento de reproches. Ahora solo quiero salir de aquí.Siento cómo poco a poco las ataduras dejan de existir. El dolor en mis muñecas y pies arden, pero la sensación de que ya no estoy prisionera es más fuerte. Veo a Cristal, está aquí, cumplió su promesa de ayudarme, de liberarme.Intento moverme, pero el cansancio me paraliza. No tengo fuerzas. Mis brazos y piernas se sienten entumecidos, como si no me pertenecieran. Es normal, tr
CristianIntento asimilar lo que acaba de decirme Cristal. Mi mente se niega a aceptarlo, como si pudiera torcer la realidad con solo negarla. Tal vez escuché mal, pero no, no estoy sordo. Ella lo dijo con claridad: él mató a la madre de Sam.Maldita sea… siento un nudo en el estómago que me retuerce las entrañas. Es algo tan monstruoso, tan enfermizo, que cuesta siquiera imaginarlo.—Cristian ¿estas bien?—¿Qué dijiste? ¿Él la mato? —murmuro con voz ronca, ignorando su pregunta, pasándome la mano por el cabello, jalándome de los mechones con frustración —¡Eso no puede ser cierto! Debes estar mintiendo. ¡Esto es una locura! —grito golpeando la pared, mi puño vuelve a abrirse en sangre.—Te juro que no miento. —Cristal me mira fijamente, la desesperación en sus ojos es real, palpable—. Es un asesino. Y ahora, está obsesionado con Sam, porque en su mente enferma ve a Amanda, la madre de ella. Es un psicópata, Cristian.Me siento como si el suelo se abriera debajo de mis pies. La furia,
CristianHan pasado tres malditos días y seguimos sin noticias de ella. No sé nada de mi Sam, y eso me está matando. La angustia, el dolor, la desesperación me consumen poco a poco. Estos días han sido una tortura peor que la muerte: no duermo, no como, y aunque me baño es solo porque mi madre me obliga. No tengo fuerzas, no tengo ganas de nada. Solo quiero una cosa: que ella vuelva. Que regrese a mi lado, aunque no me quiera, aunque me odie por lo que hice, no me importa, solo la quiero de vuelta.Hemos buscado en todos los lugares que mi madre creía que Arturo podría estar, pero nada. Vacío. Silencio. Eso nos está volviendo locos. Ya no sabemos qué más hacer ni hacia dónde buscar.Desde la maldita llamada de ese infeliz, cuando escuché lo que le quería hacerle a Sam, perdí la cabeza. Empecé a destrozar todo lo que tenía alrededor. La casa quedó hecha un caos. William intentó detenerme, pero ni él pudo: terminé golpeándolo, incluso mi madre estuvo a punto de salir herida. Solo en ese
SamanthaNo sé cuánto tiempo ha pasado. Los segundos se han convertido en horas dentro de esta pesadilla. Otro golpe. Más fuerte. Otro Y otro. Cada uno más cruel, más despiadado el anterior. El dolor es insoportable, como si mi piel se desgarrara con cada azote.Por un instante se detiene y me atrevo a respirar aliviada, pero el descanso dura poco: los azotes caen ahora sobre mis muslos, mi vientre, mis piernas. Cada impacto me arranca un grito desgarrador, y aun así sé que él disfruta cada sonido que sale de mi garganta. Es una tortura interminable, un castigo que parece no tener fin, como si quisiera borrar mi humanidad a golpes.Lloro por la impotencia, por el dolor, por la rabia de estar atada sin poder defenderme. Mis lágrimas se mezclan con el sudor.—Mírame… —gruñe con voz grave, cargada de una amenaza.Me niego. No quiero darle el gusto de verme quebrada. Aprieto los ojos con fuerza, como si con eso pudiera desaparecer. Pero de inmediato me agarra el rostro con violencia, sus
Samantha¿No puedo odiar a mi hermana? Esa confesión sigue martillándome la cabeza una y otra vez. Todavía no logro asimilarlo. ¿Su hermana? O sea ¿yo? ¿Yo soy su hermana? ¿Cómo es eso posible?Las palabras rebotan en mi mente como un eco imposible de apagar, clavándose en mi pecho, desgarrando cada idea que intento ordenar. Siento que todo lo que creía conocer de mí misma se tambalea, como si alguien hubiera arrancado de golpe el suelo bajo mis pies.Si lo que dijo es cierto, entonces, ¿su padre es mi padre? ¿O mi madre es su madre? No, mi madre nunca me menciono que tuvo otra hija. ¿Qué parte de mi vida ha sido una mentira? ¿Por qué recién ahora lo dice, después de tanto?Me muerdo los labios con rabia, con dolor, con la desesperación de alguien que no quiere aceptar una verdad que amenaza con destrozarla.Mis ojos se van cerrando lentamente, pesados, quemándome por el cansancio y por tantas lágrimas derramadas. Siento un ardor insoportable, como si cada parpadeo fuera un castigo. N
SamanthaRecordar a mi madre duele, y este hombre ha logrado que esos pocos y hermosos recuerdos vuelvan justo en este infierno. Las lágrimas me queman los ojos. Es imposible olvidar a una madre; daría lo que fuera por estar con ella en este instante, sentir su calor, su abrazo, su amor, pero sé que eso no pasará. No puedo devolver el pasado ni evitar aquel maldito accidente.Los asquerosos tocamientos en mi cuerpo me arrancan de golpe de mis pensamientos. Arturo está pasándome las manos por encima, y una oleada de náusea me invade. Maldita sea. Quiero salir de aquí, escapar de este lugar que huele a muerte y podredumbre.—¡Suélteme! ¡No me toque, maldito asqueroso! —escupo con rabia, retorciéndome para zafarme, aunque por dentro maldigo porque sé que es inútil.—Cállate. Yo haré lo que quiera contigo, muñequita —responde con una sonrisa torcida, acercando su rostro al mío.Un escalofrío me recorre la espalda y empiezo a forcejear con desesperación. De pronto, intenta besarme; aparto
Último capítulo