Roma Valenti rogó por cuatro años a su exmarido para que amara y cuidara al hijo de ambos, pero él simplemente lo ignoró. Cuando su hijo está por morir, ella suplica a su exesposo que venga a despedirse de él, pero cuando ese hombre no aparece y su hijo muere en sus brazos, decide que solo quiera una cosa en la vida: venganza. Con el corazón destrozado, Roma Valenti decide destruir a su exmarido, y para hacerlo, debe convertirse en alguien poderosa, y solo lo logrará siendo la esposa del temible Giancarlo Savelli, el peor enemigo de su ex, sin saber que ese hombre lleva mucho tiempo deseándola, y por tenerla en sus brazos es capaz de lo que sea. Roma no imagina que la venganza que ha jurado ejecutar la llevará por un camino peligroso, lleno de secretos, deseos y emociones intensas. ¿Podrá realmente cumplir su propósito sin perderse en la oscuridad de la venganza, o terminará atrapada en una red de pasiones que jamás imaginó?
Leer más—¡Te lo suplico, Alonzo, ven al cumpleaños de Benjamín! ¡Él es tu hijo! Está muy enfermo, ¡todo lo que quiere es verte! Podría ser la última vez… —la voz de Roma quebró, su garganta se cerró y sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas, pero no las dejaba caer.
No podía. No frente a él. No frente al hombre que había sido su amor, su vida, su todo. Y ahora… era un desconocido que la rechazaba, que la miraba con desdén.
Roma Valenti estaba de rodillas en el suelo, aferrada a las piernas de ese hombre, incapaz de levantarse, como si su cuerpo no le respondiera, como si la indignidad de esa situación la hubiera atrapado por completo.
Pero lo peor no era eso. A pesar de todo, ella haría lo que fuera por su hijo, por eso estaba ahí.
En lo más profundo de su ser, Roma sabía que se había perdido a sí misma en el amor por Alonzo.
Y ahora, estaba dispuesta a quemarse hasta el último aliento por su hijo, por Benjamín, quien no merecía vivir sin el padre que tanto lo necesitaba.
—¡No te cansarás nunca de mendigar por mi amor, Roma! —la voz de Alonzo era dura, fría como el acero.
La empujó, y Roma cayó al suelo con un golpe sordo, la mano aún estaba aferrada a sus piernas como si no pudiera soltarlo, como si él fuera la única tabla de salvación que le quedaba. Pero no lo era. Y ella lo sabía.
Con una mirada fulminante, Roma se levantó con dificultad, su alma dolía más que su cuerpo.
Le quemaba la rabia, el desprecio que sentía hacia él. Quiso gritarle, dejarle salir todo el veneno que llevaba dentro.
Pero no podía. No podía arriesgarse, Benjamín lo necesitaba. A él. No a ella. Y si no iba, ¿Qué le diría a su hijo?
—No lo hagas por mí… Hazlo por Benjamín. ¡Ten piedad por él! —las palabras salieron entrecortadas, impregnadas de desesperación—. ¡Está muriendo! Por favor…
Alonzo la miró con desdén, un brillo de diversión cruel asomándose en sus ojos.
La sacudió con una fuerza que hizo que Roma gimiera de dolor, su mejilla palpitó tras el pellizco brutal.
—¿No te cansas de ser manipuladora, Roma? —su voz era veneno puro—. ¡Usas a un pobre niño para tus esfuerzos de seducción! ¡Patética!
Cada palabra que salía de su boca, cada gesto que hacía era como una daga atravesando su pecho.
Roma no pudo evitar que las lágrimas comenzaran a brotar, pero rápidamente las apartó, limpiándolas con rabia, sin dejar que Alonzo viera la fragilidad que sentía por dentro. Era débil. Demasiado débil.
Pero cuando vio la mirada burlona de Kristal, que recién llegaba, esa mujer que siempre estuvo allí, y había destruido lo que quedaba de su familia, Roma sintió una oleada de indignación.
Se levantó con rapidez, enderezándose ante el desprecio de su enemigo.
—Qué rápido trajiste a tu amante —dijo Roma, mordiendo sus palabras, pero no pudo evitar que su voz temblara ligeramente.
Kristal la miró con una sonrisa venenosa, como si se regodeara en la humillación que Roma sentía.
La mujer no se movió ni un centímetro, disfrutando del poder que tenía sobre Roma.
—¡No la llames así! —Alonzo la interrumpió con voz áspera, levantó una mano para callar a Roma.
Roma tragó saliva con dificultad.
Ella sabía que estaba a punto de perder la última oportunidad para su hijo.
—Ya que tanto ruegas a Alonzo, él aceptará lo que quieres, siempre que sirvas como ayudante en nuestro compromiso de bodas —Kristal sonrió con suficiencia—. ¿Sí, mi amor? Tengo poco personal por lo rápido del evento, nos hacen falta manos. ¿Puede ser posible, mi amor?
Roma los miró, disgustada, con el asco, llenándola por dentro. Pero no podía permitirse hacer nada que la apartara de su objetivo: salvar a su hijo.
Alonzo la observó durante unos segundos, sus ojos vacíos de cualquier emoción que no fuera el desprecio. Finalmente, asintió, una sonrisa fría asomó en su rostro.
—¿Lo harás, Roma? —la desafió, sabiendo que tenía la ventaja—. Si ayudas en nuestra fiesta como una mesera, entonces iré a ver a Benjamín.
Roma sintió la rabia burbujear dentro de ella, pero se obligó a calmarse, a pensar en lo único que realmente importaba: su hijo. El rostro de Benjamín, su pequeño, su amor, su vida. No podía fallarle.
—Bien, lo haré —respondió con firmeza, aunque su corazón se rompía en pedazos.
Dio media vuelta y salió del lugar sin mirar atrás, sabiendo que cada paso la alejaba más de su dignidad y más cerca de la desesperación.
Durante cuatro largos años, Roma había intentado todo para ganar el amor de Alonzo.
Cuando Roma quedó embarazada, Alonzo fue obligado por su padre a casarse con ella. Y Roma pensó, equivocadamente, que al menos él amaría a su hijo, que vería en Benjamín la parte de él que aún podría salvarse. Pero no. Alonzo despreciaba a su propio hijo, tanto como la despreciaba a ella. Roma lo sabía ahora con certeza.
Y cuando decidió finalmente divorciarse, Benjamín tenía solo cuatro años, ella creyó que todo se solucionaría.
Pero pronto descubrió el cáncer cerebral que su hijo padecía. Los médicos, los tratamientos, nada parecía funcionar.
Y Alonzo, a pesar de haber pagado los mejores médicos, se mantenía a una distancia emocional cruel.
Roma, destrozada por la falta de amor y la indiferencia de su exesposo, tuvo que enfrentarse a una cruda realidad: no había nada en el mundo que pudiera obligar a Alonzo a ser el padre que su hijo necesitaba. No había leyes que pudieran forzarlo a amar a su propio hijo.
Y ahora, con Benjamín al borde de la muerte, Roma solo tenía una opción. Una última oportunidad para darle a su hijo la posibilidad de ser feliz, aunque fuera por un solo día.
Y ella haría lo que fuera necesario para conseguirlo, incluso si eso significaba perder su dignidad en el proceso.
El día siguiente amaneció más silencioso de lo habitual.El vuelo de Tory y Joel saldría por la noche. Las maletas estaban listas, la emoción contenida bajo una capa de calma.Sin embargo, los hermanos Savelli tenían un último plan. Uno que llevaban días organizando sin que sus padres sospecharan.Muy temprano, tocaron la puerta de la habitación de Roma y Giancarlo con una energía inusual para un domingo.—¡Despierten, papá, mamá! ¡Vamos a desayunar todos juntos!Roma frunció el ceño, pero sonrió mientras se vestía con tranquilidad.Había algo raro en esa súbita coordinación familiar.Durante el desayuno, intercambiaron miradas cómplices que no pasaron desapercibidas.—¿Qué están tramando? —preguntó Giancarlo con media sonrisa, mientras observaba cómo Aria bajaba la mirada, mordiéndose el labio como si escondiera una risa.—Papá, mamá… —dijo Aria al fin—. Queremos hacer un picnic. Uno especial. Todos juntos. Para despedir a nuestra hermanita como se merece.Roma los miró con ternura.A
Roma y Giancarlo no podían dejar de mirarse, ambos con el corazón latiendo de forma distinta ese día.Había nervios en el aire, sí, pero también un dejo de nostalgia que se pegaba al pecho como si fuera un perfume imposible de ignorar.Ese día, despedían a Tory.El reloj marcaba las cinco de la tarde y los últimos rayos del sol atravesaban las cortinas de la casa Savelli, tiñendo las paredes de un dorado melancólico. Afuera, la familia se movía con sigilo, preparando la fiesta sorpresa.Pero adentro, Roma sentía una mezcla de orgullo y un leve temblor en el alma. Su hija menor se iba... y aunque era por una buena razón, eso no aliviaba del todo el vacío anticipado que ya empezaba a instalarse.Mientras tanto, Tory y Joel cerraban las últimas maletas. La emoción del viaje se mezclaba con una ansiedad que ni uno ni otro lograba disimular.—¿Estás lista? —preguntó Joel, mirándola con ternura.—Lista no sé si estoy… pero decidida, sí —respondió ella, exhalando hondo.Al llegar a casa, algo
Beth estaba vistiéndose de novia. El suave tejido del vestido acariciaba su piel, pero su corazón latía con fuerza, casi desbocado. Se miró en el espejo y, por primera vez, se vio diferente. No era solo una mujer vestida de blanco, era una prometida, una futura esposa, alguien a punto de comenzar una nueva vida. La emoción le apretó el pecho con fuerza, como si todo su pasado quisiera alcanzarla en ese momento.Pensó en su hermano menor, en lo que había sufrido, en la vida injusta que le había tocado. Él no pudo escapar de la miseria, no tuvo oportunidad de soñar con algo mejor. Luego, su mente voló hasta Humberto, otra víctima de la crueldad de su padre, alguien que también había sido arrastrado por el dolor y el abuso.Una lágrima silenciosa descendió por su mejilla."Yo sí logré liberarme", pensó. "Yo sí alcanzaré la felicidad."Respiró hondo y alzó el rostro, obligándose a sonreír. No debía permitirse la tristeza en un día como ese. Fue entonces cuando vio a Roma reflejada en el es
El entierro de Humberto fue desolador. La tarde estaba gris, como si el cielo estuviera por romper en una lluvia.La mayoría de las sillas estaban vacías, y la tumba de Humberto parecía tragarse el poco brillo de la vida que quedaba en ese lugar.Sin embargo, Tory y Joel no podían no asistir, incluso si era alguien que les dañó.No era por él, no por el hombre que había sido un desastre en sus vidas, sino por su cuñada, Beth, que, aunque aún no lo admitiera, estaba rota por dentro.Tory y Joel caminaban tomados de la mano, mirando la tumba mientras el viento helado les acariciaba el rostro.Era como si la misma naturaleza estuviera compadeciéndose de lo sucedido.Los ojos de Tory se llenaron de dolor, pero se mantenía fuerte, por su hermana, por la familia.—Es una lástima... —murmuró Tory, su voz quebrándose apenas—. Terminó tan mal. En realidad, esto es el resultado de sus decisiones, de sus errores. Espero que Dios le perdone.Joel apretó su mano con fuerza, como si quisiera transmi
Roma y Giancarlo llegaron al hospital en un estado de desesperación palpable. Sus corazones latían al ritmo frenético del miedo, y cada segundo que pasaba sin noticias sobre su hija sentía como una eternidad. El aire en el hospital estaba cargado de tensión, y no podían dejar de pensar en lo peor.Al llegar, vieron a los padres de Joel. Lourdes, la madre de Joel, los miró con ojos llenos de angustia, casi como si ya estuviera preparada para lo peor.—¿Cómo están? —preguntó Roma, su voz temblorosa.—¡No nos han dicho nada! —respondió Lourdes, su rostro marcado por el dolor y la incertidumbre.Roma intentó mantener la calma, pero la ansiedad la estaba devorando por dentro. Solo quería ver a su hija, abrazarla, asegurarle que todo estaría bien. Pero de repente, el sonido de pasos apresurados la hizo volverse. Un doctor apareció, con una expresión seria, pero al mismo tiempo reconfortante.—Sus hijos están bien. Tuvieron una conmoción, pero nada grave. Pueden verlos, están con la policía.
El hombre corrió a una puerta de trebejos, su corazón latía con violencia dentro de su pecho.Detrás, ocultos de miradas indiscretas, encontró los garrafones de gasolina que había traído disfrazado de guardia. Todo había salido según su plan: nadie sospechó de él al entrar.Con una frialdad escalofriante, comenzó a vaciar la gasolina por todo el segundo piso. El fuerte aroma a combustible impregnó el aire, se filtró por las rendijas del suelo y las paredes. Sus manos temblaban de ansiedad, pero no de arrepentimiento.Encendió un fósforo, lo observó bailar en la punta de sus dedos durante un segundo, luego lo dejó caer. La llama cobró vida con un rugido hambriento.Sonrió.—Es ahora o nunca, Victoria, eras mi boleto a una buena vida, y no dejar de serlo, aunque no lo quieras.Giró sobre sus talones y corrió. Sabía que, en cuestión de minutos, todo estaría envuelto en llamas.***Abajo, la fiesta estaba en su apogeo. La música retumbaba en las paredes, las risas y las conversaciones se e
Último capítulo