Mundo ficciónIniciar sesión
Samantha.
Me despierto, como de costumbre, a las seis de la mañana. Suena la alarma y, por un segundo, contemplo la posibilidad de lanzarla por la ventana. Pero no, me contengo. No quiero empezar el día cometiendo un asesinato tecnológico.
Me arrastro hasta el baño y abro la ducha. El agua caliente cae sobre mi piel y dejo que me despierte poco a poco. El vapor empaña el espejo y, mientras me lavo el cabello, me prometo —otra vez— acostarme más temprano. Mentira. Sé que esta noche volveré a ver series hasta la una de la mañana.
Anoche llegué a casa agotada, con la espalda hecha trizas y el cerebro pidiendo vacaciones. Dormí poco, pero nada nuevo. Paso unos cuarenta y cinco minutos en el baño. Sí, cuarenta y cinco. No lo niego: soy lenta. Pero, ¿qué quieren? Este rostro no se mantiene solo, y si voy a enfrentar otro día de oficina, al menos quiero hacerlo sintiéndome una diosa.
Salgo envuelta en una toalla, abro el armario y me quedo mirando la ropa como si fueran ecuaciones imposibles. Al final, me decido por una falda tipo cuero, ajustada hasta la rodilla, con una pequeña abertura en la parte de atrás; una blusa formal, una chaqueta y unos tacones altos, todos negros. Cabe aclarar, por si alguien no lo sabía, que el negro es mi color favorito. Bueno, el negro y el rojo… y hoy, por capricho, llevo los labios en un rojo intenso.
Estoy revisando mi reflejo cuando la puerta de mi habitación se abre de golpe.
—¡Sam, date prisa! ¡Vamos a llegar tarde otra vez! —grita Rossy, una de mis mejores amigas. Entra sin tocar, como siempre, con esa energía suya que parece venir de tres cafés seguidos.
—Ya voy, casi termino. Denme un minuto —respondo mientras intento que el rímel no termine en mi ceja.
Un segundo después entra Alex. La otra parte de nuestro trío infernal. Su cara de pocos amigos me lo dice todo: ya está molesta.
—Por favor, Samantha, apúrate. No quiero que nos regañen otra vez en el trabajo. ¿Por qué siempre tardas tanto? ¿No puedes ser más rápida? —me suelta, cruzada de brazos, como si fuera mi madre.
—Ya estoy lista, relájense —digo con una sonrisa mientras doy una vuelta frente al espejo y poso una mano en la cintura—. A ver, díganme… ¿cómo me veo?
Rossy silba, divertida. Alex revira los ojos.
—Vaya —dice Alex, con su típico tono de drama—. ¿Vas a trabajar o a un bar? Porque con esa falda te van a pedir el número antes de llegar al ascensor.
Rossy, en cambio, se pone seria. Demasiado seria para ser ella.
—¿Te soy honesta? —pregunta, con una ceja arqueada. Asiento, esperando su veredicto.
Suelto una risita y pongo los ojos en blanco. Ja, como si me importara.
—Muchas gracias, querida, pero sabes que no me interesa el jefe —respondo mientras guardo el pintalabios en el bolso—. Y tú, Alex, tranquilízate. Vamos a llegar a tiempo, no te preocupes tanto.
—Siempre dices lo mismo —replica Alex, levantando la voz—. Nos van a correr un día de estos, ya verás. Y tú serás la única culpable, Samantha.
Y con eso, se da media vuelta y sale de la habitación, cerrando la puerta con un golpe digno de película dramática.
Rossy y yo nos quedamos en silencio unos segundos. Luego ambas soltamos una carcajada.
—Un día de estos le va a dar un infarto —dice Rossy, riéndose.
—Sí, y me va a echar la culpa igual —respondo, encogiéndome de hombros.
Suspiro, miro el reloj y agarro mi bolso.
—Bueno, vámonos antes de que me arrepienta de ser una adulta responsable.
Rossy aplaude y se encamina hacia la puerta.
—Por fin, pensé que nunca saldrías. Estoy harta. —Alex nos mira al salir de la habitación, la rabia pintada en la cara—. ¿No puedes ser más responsable? Me tienes cansada con lo mismo. —Habla con una ira que no reconozco; su tono raspa.
Me detengo un instante y miro a Rossy, confundida. No entiendo esa tormenta en el rostro de Alex.
—Wow, espera, Alex, ¿qué te pasa? No tienes por qué hablarme así. —Me cruzo de brazos, intentando que mi voz no suene a cachetada—. Hoy te levantaste del lado equivocado de la cama. Estás de un humor terrible.
Rossy da un paso adelante, una mezcla de calma y preocupación en la cara. —Sí, Alex, ¿qué te pasa? Tú no eres así. —La mira con seriedad hasta que, de pronto, su expresión cambia; frunce el ceño y entorna los ojos—. ¿Acaso estás así por el imbécil de John? A ver, cuéntanos, ¿qué te hizo ese idiota ahora? —pregunta, directa como siempre.
Alex se queda mirándonos unos segundos como si buscara las palabras en un cajón cerrado. Su rostro, antes tenso, se queda blando; los ojos se le humedecen y, sin aviso, se desploma en el sillón de la sala. Empieza a llorar. Y entonces las tres nos convertimos en ese equipo improvisado que sabe cuándo actuar: nos acercamos y la abrazamos sin preguntas. No la presionamos; dejamos que sus lágrimas hablen por ella.
El llanto va perdiendo fuerza. Unos minutos después, respira profundo y nos mira con los ojos todavía rojos. Hay una tristeza pesada en su voz:
—John me llamó hace unos minutos… y terminó conmigo. Me terminó por una llamada. ¿Pueden creerlo? —murmura, la voz hecha trizas.
Se corta el mundo un segundo. La incredulidad nos golpea a Rossy y a mí al mismo tiempo: ¿terminar por teléfono? En serio. Ese tipo se pasa de cruel. Siento que algo dentro de mí se enciende: una mezcla de rabia y protección que casi me hace tener ideas homicidas de manual de comedia negra.
—¿Ese imbécil qué? No lo puedo creer. Es un desgraciado. ¿Cómo se atreve a hacerte algo así? —Me levanto de golpe, la indignación me sube por el cuello como un fuego.
Rossy no se queda atrás. Sus ojos se afilan y el humor que la caracteriza se vuelve feroz. —A ese maldito lo visitaré, lo ataré, agarraré unas tijeras y lo voy a castrar; se quedará sin bolas, no podrá tener descendencia jamás. Deja que planifique todo. —Lo dice como quien arma una coreografía, con precisión mortal. Alex, entre lágrimas, deja escapar una risa nerviosa que la libera un poco.
Yo me río con ellas, porque reír duele menos que gritar. Pero la carcajada se me corta enseguida: no somos psicópatas. Me obligo a ponerme seria, a bajar el tono, y me acerco para mirarla a los ojos.
—Oye, no quiero que te deprimas por ese idiota. No vale la pena, y lo sabes. Eres una mujer bella, sexy, ardiente e inteligente; podrías conquistar a cualquiera que se te cruce en el camino. Incluso a una mujer, si te lo propusieras. —Le doy paños fríos al corazón roto de mi amiga con el arsenal de clichés reconfortantes que siempre tengo a mano—. Arriba esos ánimos, ¿entendido? Sabes que siempre estaremos aquí para ti —añado, apretando un poco su mano—. Y si hay que castrarlo, lo haremos juntas. Pero con calma y sin manchar la alfombra.
Alex me mira con los ojos todavía brillantes, y una media sonrisa tímida asoma. —Creo que exageras, Sam —dice, intentando sonar seca.
—Claro que no, es la verdad. ¿Verdad, Rossy? —busco la complicidad de mi amiga.
Rossy hace una reverencia cómica antes de hablar. —Sí. Sam tiene toda la razón. Y si ella lo dice es porque se enamoró de ti por tu cuerpo… sexy y ardiente. —Lo suelta entre risas.
—No seas payasa, Rossy. ¿Qué tonterías dices? —Digo rodando los ojos, pero no puedo evitar reírme. La tensión se disuelve; las tres nos reímos.
Rossy encoge los hombros y se ríe aún con la boca torcida por la impresión. Alex respira otra vez, más honda, y yo observo su cara: se le nota más ligera, como si ese peso pesado que llevaba en el pecho hubiera descendido un poco.
A pesar de que las dos están locas… bueno, me incluyo. Siempre hemos sido muy unidas. Nos apoyamos mutuamente en todo. Nos conocemos desde que estábamos en el vientre de nuestras madres… bueno, exagero, pero desde que tengo uso de razón hemos estado juntas: en las buenas, en las malas y en las peores. Nuestras madres también eran mejores amigas, así que prácticamente nacimos predestinadas a aguantarnos.
—Dejemos esto para la noche. Recuerden que hay que trabajar —dice Rossy, interrumpiendo el momento emocional.
—Es verdad, vámonos, que vamos a llegar más tarde de lo normal —respondo, mirando a Alex, que me devuelve una mirada apenada.
—Lo siento, Sam. Perdóname, por favor. No debí hablarte como lo hice. Estuvo muy mal de mi parte. Tú y Rossy son mis mejores amigas, y no quiero perderlas por una estupidez. Ustedes no tienen la culpa de lo que me hizo el idiota ese.
Su voz tiembla un poco al decirlo, y me dan ganas de abrazarla otra vez.
—A ver, no tienes que disculparte de nada. Te entiendo. No te preocupes, y olvida todo lo que pasó, ¿sí? —le digo mientras la abrazo fuerte.
—Gracias, son las mejores amigas —murmura con la voz aún quebrada.
—Lo sabemos —responde Rossy, riendo para aliviar el ambiente—. No hay nadie como nosotras. Somos las mejores en todo.
Las tres reímos. Esa risa tonta y necesaria después de una tormenta emocional.
—Bueno, vámonos ya, antes de que el trabajo venga por nosotras —digo entre risas, sintiendo alivio al ver a Alex un poco más tranquila.
Salimos del apartamento donde vivimos las tres. Bajamos las escaleras entre comentarios y carcajadas. Nos subimos a mi coche rumbo al trabajo.
Sí, un solo auto. Antes de que alguien lo pregunte, tiene su explicación: vivimos juntas, trabajamos juntas y hasta comemos juntas. En este punto, básicamente somos una relación poliamorosa sin romance. Además, tener un solo coche es más barato.
El trayecto hasta la oficina pasa entre el caos del tráfico, Rossy cantando desafinada y Alex mirando por la ventana, perdida en sus pensamientos. Yo solo rezo (a cualquier santo disponible) para que no nos choquen otra vez.
Llegamos con veinte minutos de retraso. Genial. Lo normal. Entramos apresuradas, cada una corre hacia su puesto como si eso borrara la evidencia del atraso.
Subo al ascensor y presiono el botón del último piso, el quinto. Siento esa tensión en el estómago que me dice: “Hoy no te salvas, Sam”. Ni bien entro a mi oficina, escucho la voz grave del jefe.
—Smith, llegas tarde otra vez.
Tan amable como siempre. Mi jefe, Marcos Olivares. Un hombre que probablemente nació molesto y nunca aprendió a relajarse.
Me mira molesto… pero hay algo diferente. Sus ojos no están solo enfadados: están… observando. De arriba abajo. Analizando. Escaneando. ¿Estará evaluando mi desempeño o mi falda?
—Buenos días, señor. Espero que haya amanecido bien —digo con una sonrisa forzada, dejando escapar el sarcasmo sin disimulo—. Me disculpo por mi tardanza, no volverá a pasar.
Mentira. Sé perfectamente que volverá a pasar.
Él no responde. Solo me mira, y esa mirada… bueno, esa mirada tiene más fuego que el sol del Caribe.
—A mi oficina. Ahora. —Su tono no deja espacio para protestas.
Vaya, vaya. Hoy despertó con ganas de amargarme la existencia.
Entro a mi oficina, dejo mis cosas sobre el escritorio y me dirijo a la suya. Me detengo frente a la puerta, respiro profundo. Necesito paciencia. No quiero que hoy sea el día en que me echen.
Toco la puerta.
—¡ADELANTE! —resuena su voz desde adentro.
Perfecto. Está furioso. Genial. Qué emocionante vivir al límite.
Entro fingiendo algo de temor. Bueno, exagero, pero solo un poco. Marcos está sentado tras su escritorio, revisando unos documentos. Al verme, deja los papeles y me señala la silla frente a él. Me siento, cruzo las piernas y sonrío con la tranquilidad de quien no piensa dejarse intimidar. Él nunca me a intimidado.
Marcos no me da miedo. Es guapo, sí. Rubio, ojos azules, alto, con esos músculos que parecen esculpidos por aburrimiento y gimnasio. Me lleva unos cinco años, creo. O tal vez más, no me importa. Se podría decir que está comestible, y para muchas sería el "hombre perfecto", pero para mí no lo es. La verdad, no es mi tipo, pero si es muy guapo.
—Sam —dice de pronto.
Me sorprendo. ¿Sam? ¿Me acaba de llamar por mi nombre? Hoy definitivamente se va a acabar el mundo. Él nunca me llama así. Siempre es “Smith”, como si mi nombre de pila le diera alergia.
—Señor Olivares, yo… —intento hablar, pero levanta la mano para callarme.
Su mirada se clava en la mía. Es intensa, como si tratara de leerme el pensamiento… o desnudarme con la vista. No sé cuál opción me incomoda más.
—¿Te gustaría salir a cenar conmigo esta noche? —pregunta, con una seguridad que me deja muda.
Por un instante, el tiempo se congela. Literalmente. Soy Ana de Frozen y alguien acaba de activar mis poderes del hielo.
¿Cenar? ¿Conmigo?
Mi cerebro entra en modo error. Rossy tenía razón. El jefe me quiere invitar a salir. Y no para hablar de trabajo, eso lo tengo clarísimo.
Me quedo ahí, con la boca entreabierta y el corazón latiéndome en los oídos, pensando que tal vez debería haberme puesto otra falda. O tal vez debería decirle que tengo una cita… con mi cama.
Pero no. Solo lo miro, congelada, con una sonrisa tonta que no sé si es nervios o incredulidad.
Y en mi cabeza, una sola pregunta retumba:
¿Y ahora cómo salgo de esta sin perder el trabajo… ni la dignidad?






