Mundo ficciónIniciar sesiónSamantha
Estas últimas semanas han sido una locura. Desde que tomamos la decisión sobre a dónde iríamos de vacaciones, no hemos parado ni un solo día.
Fuimos de compras, y cuando digo compras, me refiero a una travesía épica por cada maldita tienda del centro comercial. Zapatos, pantalones, blusas, vestidos y hasta bikinis diminutos que, sinceramente, deberían venir con una advertencia de “peligro de exposición pública”. Pero claro, Rossy insistió en que eran necesarios para “disfrutar plenamente del sol”.
Después de eso, terminamos en el cine viendo una película tan mala que juré demandar al director por robo de tiempo, y luego en un restaurante devorando comida como si no hubiéramos comido en tres días. Lo mejor: no tuvimos que cocinar, ni lavar platos. El cielo hecho vacaciones.
Y por si fuera poco, Rossy tuvo la brillante idea de ir al parque de diversiones. No sé en qué momento acepté, pero lo hicimos… y lo disfrutamos como si el mundo se acabara mañana. Subimos a todos los juegos —y cuando digo todos, hablo de esos que te hacen reconsiderar tus decisiones de vida—. Bueno, a todos menos uno. Ese parecía una máquina de tortura moderna, y aunque Rossy me llamó cobarde, preferí mantener mis órganos internos donde pertenecen.
Debo admitirlo: hacía mucho que no me divertía tanto. Entre risas, gritos y fotos vergonzosas, por unas horas olvidé todo lo demás.
Antes solíamos tener fines de semana así, llenos de planes improvisados: discotecas, fiestas caseras con los compañeros de la editorial, o maratones de películas hasta el amanecer. Pero últimamente… nada. El trabajo nos consume. Leer, editar, corregir, volver a leer, discutir con autores sensibles que creen que su manuscrito es una obra maestra… un día normal en la editorial.
Rossy trabaja como secretaria en edición; Alex, como supervisora; y yo, como la encargada de revisar cada libro antes de que vea la luz. Soy algo así como la jefa indirecta. No lo digo por presumir, pero mi ojo para detectar errores podría ganar un premio. Aunque, entre nos, también me gustaría dejar de arreglar los libros de otros y concentrarme en el mío. Pero mientras tanto, sigo bajo las órdenes de mi querido jefe, Marcos Olivares, el hombre más irritante del planeta… y, para mi desgracia, el mismo que tuvo el descaro de decirme que le gusto. Desde entonces todo se volvió raro. Ahora apenas me mira, y cuando lo hace, parece que quisiera despedirme con la mirada. En fin, “armonía laboral”, lo llaman.
En cuanto a Alex… bueno, no ha vuelto a saber nada de John desde aquella vez en la que, ejem, lo dejamos “ligeramente golpeado”. Él no la ha buscado, y ella ha estado a punto de llamarlo más de una vez, pero entre Rossy y yo hemos hecho guardia veinticuatro horas para evitar que cometa semejante estupidez. Han sido tres años de relación, es normal que duela, pero… por favor, ese tipo no vale ni la pena de una lágrima.
Por eso nos esforzamos tanto en mantenerla distraída. Todas esas salidas —al parque, al cine, al restaurante— fueron idea nuestra, un operativo “despeje emocional” digno de un premio. Aunque Alex finge no notarlo, sé que se da cuenta. Pero no dice nada.
Y hoy… hoy es el gran día. El inicio de nuestras vacaciones.
Rossy y Alex están tan emocionadas que parecen niñas antes de un viaje escolar. Yo, en cambio, tengo una mezcla rara de nervios, cansancio y un presentimiento que me revuelve el estómago.
—Será divertido —dice Rossy, sonriendo como si estuviéramos a punto de ganar la lotería mientras mete su ropa en la maleta.
Divertido, sí claro… será un problema. O un desastre, pienso mientras doblo mis cosas con la energía de un caracol deprimido.
—No le he dicho a nadie a dónde vamos, será una sorpresa —añade Alex, casi saltando de emoción—. Estoy tan emocionada. Se van a sorprender mucho cuando lleguemos. A ver, refresquen mi memoria… ¿cuándo fue la última vez que fuimos a visitarlos?
Y ahí está. La frase maldita.
Porque sí, vamos a pasar las vacaciones en el lugar donde nacimos. Nuestra ciudad natal. El sitio que me juré no volver a pisar jamás.
No pude negarme. Ese día, las muy brujas me sobornaron con mi desayuno favorito, y después del “asunto John”, insistieron tanto que no tuve escapatoria. Y verlas tan felices, tan llenas de ilusión, me desarmó. No quería decepcionarlas.
Pero si soy honesta… tengo un mal presentimiento. Algo dentro de mí me grita que regresar no será buena idea. Que hay cosas allá que es mejor no despertar.
—Déjame pensar… —dice Rossy, llevándose un dedo a la sien—. Ya me acordé. Hace años, unos ocho, creo, que fuimos tú y yo, menos Sam.
—¿Ocho años? —repito, sorprendida—. Wow, no recordaba que fuera tanto.
—Sí, hace muchísimo —responde Alex con un dejo de tristeza—. Siempre hablo con ellos por videollamada o chat, pero no es lo mismo… los extraño mucho.
La miro, y mi corazón se encoge un poco.
Ojalá pudiera compartir su entusiasmo, pero solo siento una presión en el pecho. Ocho años lejos, y, aun así, la simple idea de volver me da escalofríos.
Porque hay recuerdos que uno cree enterrados, pero siguen ahí… esperando a que abras la puerta.
Y esa puerta —me temo— está a punto de abrirse.
💖💖💖
No sé si les ha pasado, pero hay días de buena suerte y otros en los que todo sale mal. Hoy no es mi día. Estaba tan relajada durmiendo que siento que alguien me está sacudiendo. Abro los ojos espantada y ahí están Rossy y Alex sobre mí. El susto fue tan grande que me caí de la cama. Solo pensé: las mato.
—Sam, párate. Se nos hace tarde. El vuelo sale en dos horas —dice Alex, mientras Rossy se ríe de mi caída.
Me levanto sobándome la frente. Increíble; ya van dos caídas en menos de un mes. Qué salada. Me doy una ducha rápida, me visto, recogemos las maletas y el taxi ya está esperándonos. Le pedimos que vaya lo más rápido posible y lo hace. Llegamos en veinte minutos. Salimos corriendo hacia equipaje y control, ya que en media hora sale el vuelo.
Pensé que la situación no podía empeorar; grave error. Salir corriendo con prisas es una calamidad. No nos percatamos de que había gente en medio y —¡pum!— chocamos las tres contra un grupo de desconocidos. Otra más para el récord.
—Señoritas, ¿están bien? —pregunta un señor mayor, ayudándonos a levantarnos. Qué vergüenza.
—Deberían mirar por dónde caminan, no pueden ser tan descuidadas —responde una mujer despampanante con voz cortante y esa seguridad de quien todo lo arregla con cirugía. La miro con cara de pocos amigos y ella devuelve la mirada con la misma intensidad. Duelo de miradas.
—Discúlpenos, no fue nuestra intención chocarles; vamos tarde al vuelo y no los vimos —dice Alex, apenada.
—Discúlpenos nada —contesta la plástica con desdén—. Ustedes son unas incompetentes, tontas y locas. No pueden negarlo.
Mi paciencia llega al límite. Me acerco a la señora con una cara que no promete nada bueno. Su semblante cambia en un segundo a pánico. Mis amigas me hacen señas de que no haga nada, pero no las escucho. Cuando estoy a pocos centímetros le digo:
—Mira, te diré una cosa: con nosotras no te metas.
Y antes de que termine la frase le doy un puñetazo en la nariz que suena como un portazo en el pasillo. —Eso es para que aprendas a respetar. —No me arrepiento ni un poco.
—Señor, perdón y muchas gracias por ayudarnos —le grita Alex al señor que nos ayudó, mientras me sujeta para que no vuelva a liarla. Mis amigas me agarran y salimos corriendo otra vez. No aprendemos.
Llegamos a la puerta de embarque. Rossy no puede contenerse y estalla en risas; Alex le sigue y yo termino contagiándome. Subimos al avión, buscamos los asientos y durante varios minutos nos aguantamos la risa hasta que explota de nuevo en carcajadas.
—Eso fue increíble, Sam. Eres genial, hacía mucho que no veía esa versión tuya. Bueno, a excepción de cuando golpeaste al idiota ese de John —dice Rossy entre risas.
—Sí, estuvo genial y todo, pero no debiste golpearla. ¿Y si nos hubieran llamado a seguridad? —me regaña Alex, siempre la más recta, intentando poner orden en nuestro caos.
—Se lo merecía. No voy a permitir que nadie nos humille ni nos insulte —replico. —Podrá ser quien sea, pero nos merecemos respeto.
—Te apoyo en eso, Sam. No podemos dejar que nos humillen —afirma Rossy.
—Lo sé —admite Alex—. Pero saben que no soy fan de la violencia.
—Lo entiendo, Alex. Pero ya, vamos a dormir un poco; son cuatro horas de vuelo y con toda esta adrenalina me dio sueño —digo, y las tres volvemos a reírnos.
Cuatro horas después…—Sam, ¡despierta! Ya llegamos —me dice Alex con esa voz que parece un globo explotando de emoción. Abro los ojos entreabiertos y las veo: Rossy y Alex, radiantes, esperándome como si yo fuera la última porción de pizza del mundo.
—¡Siiiii, qué emoción! —respondo con sarcasmo, pero una parte de mí admite que un hilo de emoción también quiere despertarse. Ellas se ríen y yo me obligo a sonreír de verdad.
Bajamos del avión, pasamos migración, recogemos maletas y salimos a la terminal donde el aire tiene olor a tierra húmeda y a diesel. Todo huele a memoria: la humedad del pueblo, ese aroma a fruta madura y tierra que me devuelve a tardes de infancia y a tardes que preferiría olvidar.
Cogemos un taxi hasta la parada del autobús. El trayecto me golpea como una mano que despierta recuerdos. Veo los mismos árboles, las mismas señales, y me pregunto cuánto ha cambiado todo y cuánto no. Al bajar de taxi nos dirigimos al autobús.
—Tengo tanta emoción que me va a explotar el pecho —dice Alex, y su sonrisa es tan genuina que me hace daño y bien al mismo tiempo. Rossy tararea una canción tonta, convencida de que esto será la mejor semana de nuestras vidas.
—Yo también —miento en voz alta, porque no sé cómo decir “tengo miedo” sin que suene a drama barato—. Después de tantos años… es distinto, ¿no?
Alex suelta una respiración larga y, por primera vez desde que salimos, su fortaleza se quiebra. —Sam, siento haberte arrastrado hasta acá. Si te hace mal, te vamos a sacar en cualquier momento. Te lo prometo —me dice y, sin esperar respuesta, me abraza como si pudiera coser el tiempo.
La abrazo de vuelta, con la sensación de que ese contacto me sostiene más de lo que quiero admitir. Los lazos que formé con la gente de aquí son reales: los padres de mis amigas me querían de verdad, me dieron un techo cuando no tenía a quién acudir y me enseñaron a cocinar guisos que sabía a hogar. Eso no se olvida.
—Además, ella lo dice por tu innombrable —bromea Rossy para romper la tensión, y yo devuelvo la broma con una mirada que podría congelar el mar. —Si tu mirada matara, ya yo ya estuviera en el cementerio. —me responde.
Nadie dice nada más.
Subimos al autobús rural que nos llevará al pueblo central. Me recuesto contra la ventanilla del autobús y dejo que el paisaje me atraviese: Cada vuelta del paisaje es una fotografía de mi pasado, una que juré no mirar de frente.
El corazón me late rápido. ¿Seguirá él viviendo aquí? ¿Tendré que verlo cada día durante un mes entero? La idea aprieta mi pecho como una mano fría. Respiro profundo y me digo que lo aguantaré —un mes no es la eternidad—, aunque en el fondo sé que volver a un lugar que guarda heridas no siempre deja todo en su sitio.
Miro a mis amigas, sus risas llenando el autobús, y por un segundo pienso que quizá es bueno no enfrentar esto sola. Pero algo en mi interior susurra: prepárate. Porque esto —lo siento en los huesos— apenas comienza.







