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💖💖Capitulo 3💖💖

Samantha

Por fin termino de trabajar. El día transcurre sin mucha novedad; mi jefe no se asomó por mi oficina, y eso fue lo mejor que me pudo pasar. No podría mirarlo a la cara después de lo de esta mañana. Y las locas de mis amigas tampoco volvieron a hablar en el grupo, lo cual es un alivio temporal, aunque sé perfectamente que no me dejarán en paz con el dichoso tema de las vacaciones.

Recojo todas mis cosas, apago el computador y estiro los brazos con un suspiro. Estoy agotada; solo quiero llegar a casa, darme un baño caliente, cenar algo decente (porque lo de hoy fue puro café y galletas) y lanzarme a la cama sin pensar en nada.

Cuando voy saliendo, el universo decide reírse de mí. Me lo encuentro. Sí, a él: mi jefe. Está frente al ascensor, con su típica expresión seria, la camisa perfectamente planchada y esa mirada que parece atravesar el alma. Por un segundo, se me olvida cómo se respira.

—Señor... —balbuceo con una sonrisa tímida, de esas que parecen decir “no me despida, por favor”.

Él solo asiente, sin dejar de mirarme. El ascensor llega y, por supuesto, tenía que subir conmigo. Porque claro, el destino no conoce la palabra “descanso”.

El silencio es tan incómodo que puedo escuchar el tic tac de mi propio reloj. Miro al frente, luego al suelo, luego a los botones del ascensor como si de pronto fueran fascinantes. Él se mantiene quieto, con las manos en los bolsillos, hasta que las puertas se abren en la planta baja.

—Smith —me llama por mi apellido. Su voz suena seria, pero no molesta. Más bien… tranquila.

—¿Sí? —pregunto, apenas girando la cabeza. El no me mira.

—Olvida todo lo que te dije hoy. Será lo mejor. Que descanses, nos vemos mañana.

Y se va. Así, sin más. Sin dejarme tiempo para decir una sola palabra. Ni un “gracias”, ni un “usted también”. Nada. Simplemente sale del ascensor a toda prisa. Creo que está loco.

Salgo detrás de él, y entonces las veo. Mis dos locas amigas esperándome en la recepción.

Rossy me mira con cara de detective.

—Wow… nuestro jefe está divino. ¡Qué mirada, por Dios! —dice levantando las cejas de manera exagerada—. A ver, cuéntanos, ¿qué te dijo? ¿Te volvió a invitar a cenar? ¿Le dijiste que sí?

Alex se cruza de brazos, sonriendo con malicia.

—O peor, ¿le dijiste que no otra vez? Pobre hombre, debe estar con el ego hecho trizas.

—No, no fue nada de eso —respondo, encogiéndome de hombros—. Solo me dijo que olvidara todo lo que me dijo y que nos vemos mañana. Fin de la historia.

—Sí, claro… —dice Rossy, rodando los ojos—. Y yo soy la reina de Inglaterra.

—Le has roto el corazón —añade Alex con un tono trágico—. Ya me lo imagino en su oficina, mirando por la ventana con música triste de fondo.

—Ay, por favor. No exageren —respondo, tratando de reírme, aunque siento las mejillas calientes.

Salimos juntas del edificio. La noche está fresca y el tráfico de la ciudad ruge alrededor, pero ellas no paran de hablar. Y sí, el tema inevitable vuelve a salir.

—Bueno, Sam, ya que nos dejaste en visto en el grupo, ¿qué dices ahora? —pregunta Rossy, dándome un codazo.

—¿De qué? —pregunto haciéndome la que no se de que hablan.

—De las vacaciones, obviamente.

Suspiro.

—¿Qué les digo? A ver… déjenme pensar… NO. Lo siento, pero no creo que sea buena idea ir. Y no será nada relajante, más bien una tortura.

Alex frunce los labios, y sus ojos brillan como si estuviera a punto de llorar.

—Hazlo por mí —dice Alex con voz temblorosa—. Sé que para ti es difícil, pero lo necesito. La ruptura me está matando, y no quiero pasar mis vacaciones aquí, llorando por un idiota. Las necesito a las dos, de verdad.

Y ahí está. Su carita de cachorro abandonado. Maldición. Soy débil cuando pone esa cara.

Rossi se une al drama.

—Vamos, Sam, acepta. Además, tenemos mucho que no vemos a la familia, y creo que sería el momento perfecto para ir. No todo tiene que ser tan malo.

Me detengo un momento antes de abrir la puerta del carro y las miro a ambas. Están tan decididas, tan ilusionadas… tan fastidiosas.

—No lo sé —respondo finalmente—. Tengo que pensarlo. Denme un mes.

—¿¡Un mes!? —grita Rossy—. ¡Las vacaciones son en dos semanas!

—Bien, unos días entonces. Pero no prometo nada —digo, rodando los ojos.

Las dos se alegran como si les hubiera dicho que sí, mientras yo solo quiero que el suelo me trague. Sé que insistirán hasta que ceda. Y lo peor es que, aunque no lo diga en voz alta, parte de mí teme tener que enfrentar ese lugar otra vez y al que lo habita.

Mientras manejo rumbo a casa, las escucho reír y hablar de gallinas, vacas y caballos…. Yo solo pienso en lo mucho que quisiera desaparecer unos días, pero no precisamente allá.

En fin, será una larga, larguísima semana con estas dos conspirando a mis espaldas.

                                                                                  (***)

Tres días después….

Creo que debería dedicarme a ser adivina… o bruja, o ambas. Porque, sinceramente, lo vi venir. Estos días fueron una tortura, una auténtica pesadilla cortesía de las dos locas que tengo como amigas. Tenía toda la razón: no me dejaron vivir.

Y ahí están, ahora mismo, paradas frente a mi cama mientras yo intento no perder la poca cordura que me queda. Las miro con el ceño fruncido, en silencio, mientras mi mente repite en bucle: “Dios, dame paciencia… o cuerda, porque hoy las asesino”.

—¿Qué quieren? ¿No ven que estoy descansando? —pregunto con voz arrastrada, sin siquiera disimular el fastidio, y pongo los ojos en blanco.

—Uy, alguien amaneció de mal humor —dice Alex con tono burlón, cruzándose de brazos.

—Claro que sí. ¿Y cómo no? Con ustedes fastidiando todo el tiempo cualquiera amanece de malas —respondo, incorporándome un poco y señalándolas con el dedo.

Rossy me lanza una mirada traviesa.

—Vamos, Sam, levántate. Ya pasaron tres días. Es demasiado tiempo para decidirte, y hoy tienes que darnos una respuesta. —Hace una pausa dramática—. Y si no te levantas, juro que voy por agua fría.

—Esto es el colmo. Ahora me están amenazando —respondo con una sonrisa forzada. Me levanto de golpe, porque sé que lo dice en serio, y el trauma del agua helada de la vez pasada todavía me atormenta—. No se les ocurra hacerlo. Denme cinco minutos. Me baño, me cambio y les doy mi decisión. ¿Contentas?

Ambas asienten al mismo tiempo, con una sonrisa tan amplia y diabólica que parecen dos versiones humanas del gato de Alicia en el País de las Maravillas.

—Perfecto —dice Rossy, dándose la vuelta.

—Esto es increíble. Se confabularon en mi contra —murmuro, camino al baño.

Abro la ducha y dejo que el agua caliente caiga sobre mi piel. Nada en el mundo se compara con este momento. Es lo único que logra calmarme. Mientras el vapor llena el baño, sigo pensando qué demonios voy a decirles. Les prometí una respuesta y, maldita sea, soy mujer de palabra. Aunque mi palabra, esta vez, podría condenarme.

Cuando salgo de la ducha, miro el reloj. Treinta y cinco minutos. Récord personal. Ni yo lo creo.

Al salir del baño me encuentro con la escena más irritante del mundo: las dos están sentadas en mi cama, cruzadas de piernas, esperándome como si fueran mis madres.

—Es en serio. ¿Tampoco me dejarán vestirme tranquila? —digo, apuntándolas con una mano mientras la otra sostiene la toalla—. Salgan de aquí. Vayan a preparar el desayuno, o no diré nada.

—Está bien, está bien —dice Alex, levantando las manos—. Vamos a prepararte el desayuno, pero ni se te ocurra darnos largas, ¿eh?

—Sí, ya entendí, sargento —respondo rodando los ojos. ¿Desde cuándo Alex da órdenes? Veo que la ruptura con John la está volviendo más fuerte… o más mandona.

Termino de vestirme con ropa cómoda. No pienso moverme de esta casa hoy. Este fin de semana me lo pasaré durmiendo, leyendo por milésima vez los libros de Harry Potter (que no se note que soy fanática) y, con suerte, retomando mi propio libro, ese que tengo abandonado por culpa del maldito bloqueo mental.

Sueño con convertirme en una gran escritora, tener mi propia editorial y ver mi nombre en las estanterías del mundo. Pero, por ahora, tengo que seguir trabajando para Marcos. No lo niego, amo mi trabajo, pero quiero ser mi propia jefa. Y sé que algún día lo lograré.

Salgo con cautela hacia la cocina, temiendo lo que me voy a encontrar. Y, efectivamente, mis sospechas se confirman en cuanto pongo un pie allí.

Me detengo en seco. Mis ojos no pueden creer lo que ven: pancakes doraditos, salchichas crujientes, huevos revueltos, chocolate caliente y, para rematar, fresas frescas. Mi desayuno favorito. ¿En qué momento prepararon todo esto? En treinta y cinco minutos no alcanza ni para calentar agua. ¿Acaso ya lo tenían todo planeado? No puedo creer de lo que son capaces mis amigas para conseguir lo que quieren.

—A esto le llaman soborno y crueldad —digo, cruzándome de brazos y señalando la mesa—. ¿Lo sabían?

—Exactamente. Esa es la idea, querida —responde Alex con una sonrisa cínica.

Rossy asiente y me da una palmada en el hombro.

—Siéntate y come. Está delicioso. Es tu favorito —dice, con una sonrisa enorme.

Obedezco, porque mi estómago no entiende de orgullo. Nos sentamos, y el silencio que se forma me inquieta: normalmente Rossy habla hasta con la comida en la boca, pero hoy no suelta ni una palabra. ¿Estarán tramando algo?

—¿Y ahora qué les pasa? —pregunto mientras corto un trozo de pancake—. Rossy, ¿te pasa algo? Estás muy callada; eso no es normal en ti.

Ella niega con la cabeza y pone una sonrisa que suena demasiado a “todo está bajo control”.

—Nada, solo quería que comieras tranquila, sin escándalo ni nada. ¿Acaso no puedo darte tranquilidad? —dice Rossy, con aire ofendido, como si ella fuera la víctima.

—Oh, qué considerada te has vuelto —contesto con sarcasmo. Ambas sueltan una risita que me pone aún más en guardia.

—Lo siento, Rossy, pero mejor vamos al grano —interrumpe Alex, seria por primera vez en días.

—Está bien —responde Rossy con un suspiro teatral—. Sam, necesitamos que nos digas o no. Ya. No podemos seguir esperando; tenemos que comprar los boletos.

Me miran fijamente, sincronizadas como dos científicas que esperan la fórmula. Me siento en medio de un interrogatorio del FBI versión “vacaciones”.

Yo guardo silencio, mirando mi taza de chocolate como si fuera un oráculo. No sé qué decir. No quiero volver a ese lugar. No quiero que los recuerdos vuelvan a morderme. Pero tampoco quiero seguir huyendo del pasado como si fuera una mala costumbre.

—Bueno… —empiezo, tragando saliva—.

El corazón me late con fuerza. En el estómago siento un nudo que no sé si es miedo, excusa o aviso. Y, aunque me obligue a respirar hondo y parezca que todo está bajo control, algo en mi interior me susurra que, diga lo que diga ahora, nada volverá a ser igual.

Antes de que pueda decir algo, el sonido de la puerta nos interrumpe. Suspiro aliviada por esa maravillosa interrupción.

—¿Quién demonios es? —gruñe Rossy.

—Yo abro —digo, levantándome rápidamente. No sé quién será, pero ha llegado en el mejor momento.

Abro la puerta sin mirar y me quedo en shock; no puedo creer lo que estoy viendo.

—¿Quién es? —grita Alex.

—Nadie —respondo y, sin pensarlo, empujo al idiota que está en el umbral, cerrando la puerta de un portazo.

—¿Qué quieres, estúpido? Lárgate —le gruño—. Eres un maldito imbécil. ¿Cómo se te ocurre venir después de lo que le hiciste a mi amiga?

—Quiero hablar con Alex. Déjame pasar —dice él, intentando cruzar.

—No, no te dejaré. Ya le hiciste daño terminando con ella. Lárgate, o llamo a la policía.

—Sam, no seas tan dramática. Solo quiero hablar con ella, y no te metas —responde con aire de superioridad.

Mientras pienso en replicarle, la puerta se abre por detrás y aparecen Rossy y Alex, sorprendidas al ver la escena.

—Vine a ver por qué rayos saliste, y mira con lo que me encuentro —dice Rossy, visiblemente molesta.

—Alex, hablemos, por favor —implora John, con esa cara de quien no rompe ni un plato.

—Ya te dije que no —contesto. —Lárgate o lo lamentarás.

Intenta hablar, pero Rossy se lanza sobre él y comienza a golpearlo. Tardo un instante en procesar lo que está pasando, y luego me uno: entre las dos lo sacudimos a golpes y le gritamos todo tipo de improperios. Solo escucho a Alex gritar que deje de pelear, pero la ignoramos. Es extraño, pero en cierto modo divertido.

En ese momento se oyen voces: los vecinos se asoman. De repente siento que alguien me sujeta y me aparta del malnacido. Al mirar, reconozco a uno de los vecinos, un señor mayor siempre amable, pero aun asi forcejeo para zafarme.

—Pero ¡qué pasa, cálmense! —dice él señor, intentando poner orden.

—Señor, con todo respeto, no se meta —le digo molesta, y miro a John, que intenta incorporarse. Otro vecino sostiene a Rossy por la espalda y gruñe. Trato de no reírme; la situación es absurda y divertida.

—Si no se calman llamaré a la policía por desorden publico. —advierte una vecina, mirándonos con cara de pocos amigos.

—John, vete. Tú y yo no tenemos nada que hablar; lo dijiste todo por teléfono —dice Alex, acercándose con rabia contenida. Él intenta protestar, pero no le da tiempo: Alex le suelta una bofetada que retumba por el pasillo.

John queda paralizado, mirándola con odio, y sin una palabra se va. Los vecinos regresan a sus departamentos, resoplando.

—¿Estás bien? —me acerco a Alex, preocupada.

Ella asiente, aun temblando.

—Si no se hubiera ido lo hubiera dejado sin descendencia —susurra Rossy, con fuego en la mirada.

Volvemos al apartamento en silencio. De pronto la risa de Alex rompe el ambiente: empieza a reírse como loca. La miro confundida.

—Eso fue… divertido —dice entre risas Alex.

Rossy y yo no podemos contenernos y explotamos en carcajadas. Nos tiramos en el sofá y nos reímos hasta quedarnos sin aliento. No sé cuánto tiempo pasa, solo sé que poco a poco la risa se apaga y quedamos las tres en silencio, con una sonrisa compartida.

—Chicas, gracias. Son únicas —dice Alex, emocionada.

—No lo agradezcas —respondo, sonriéndole—. Somos hermanas, aunque no corra la misma sangre por nuestras venas.

Intento incorporarme, pero las manos de ellas me sujetan los hombros y me obligan a quedarme.

—Espera —dice Rossy, con una sonrisa maliciosa—. No creas que se nos olvidó que tienes que darnos una respuesta. Lo que pasó no hará que nos olvidemos.

—Es verdad. Así que no te hagas la tonta —añade Alex, mirándome con complicidad.

Suspiro con desgana. Maldición: por un momento pensé que esto se había olvidado. Pero no —por desgracia— no fue así.

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