Mundo ficciónIniciar sesiónSamantha
Finalmente llegamos. Al mirar alrededor, todo parece igual. Las mismas casas bajas, las calles empedradas, el mismo olor a pan recién hecho y a leña húmeda. Es como si el tiempo hubiera decidido dormirse aquí. Nada ha cambiado. Este pueblo sigue siendo ese lugar donde todos se conocen, se saludan y se meten en tu vida sin pedir permiso.
—¿Rossy?... ¿Alex?... ¿Sam? ¡No puede ser, son ustedes! —una voz masculina nos saca del trance. Un chico nos observa desde una esquina, con el sol cayéndole justo en el rostro. Su sonrisa tiene algo tan familiar que por un segundo siento que vuelvo a tener diecisiete.
—¿Williams? —pregunta Alex, incrédula.
El chico asiente, sonriendo aún más. —En persona, señoritas.
—¡Por Dios, cuánto tiempo! —exclama Alex, lanzándose a sus brazos con la emoción de quien acaba de reencontrarse con un hermano perdido. Él la recibe con una risa suave, de esas que te hacen pensar que todo sigue igual, aunque no sea cierto.
Yo miro a Rossy. Su expresión me desconcierta. Es una mezcla entre sorpresa y algo más... ¿culpa? ¿nostalgia? No sé, pero sus ojos lo evitan. Algo pasó aquí, y si hay algo que no soporto, es quedarme con la duda.
—¿Eres ese Williams? —pregunto, fingiendo asombro. Aunque si el esta aquí, eso quiere decir que él tambien esta. —Ven acá y dame un abrazo, anda. —Me acerco y lo rodeo con los brazos. Su olor bastante varonil y el sol me golpea con recuerdos. —Tú también has cambiado, ¿eh? Estás más guapo… y más musculoso —añado con tono burlón. Es verdad. Esta guapísimo.
Él se sonroja y suelta una risa nerviosa. No puedo evitar sonreír. Es increíble que aún existan chicos que se sonrojan, como si la inocencia no hubiera muerto del todo.
Williams siempre fue amable, el típico chico bueno del grupo, tambien era el payaso, no había un chiste que él no conociera y lo expresara, aunque malos. Y, si la memoria no me falla, era el mejor amigo de Cristian. Cristian. Solo pensar su nombre me hace sentir un vacío incómodo en el pecho.
—¿Y tú, Rossy, no me vas a saludar? —pregunta Williams con una sonrisa amistosa.
Rossy se acerca, pero solo le da la mano, sin entusiasmo. El gesto es tan forzado que hasta el aire se pone tenso. Yo levanto una ceja. Definitivamente hay historia ahí, y no pienso dejarlo pasar.
—¿Tu familia sabe que estamos aquí? —pregunto mientras lo seguimos.
—No todavía —responde él, metiendo las manos en los bolsillos con esa tranquilidad que irrita. —Pero se pondrán contentos. Vamos por aquí, las llevo. Estoy encargado de escoltar a chicas bellas a su destino —dice con una sonrisa que parece ensayada frente al espejo.
—Qué amable y caballeroso, no has cambiado nada —le comento, usando mi mejor tono sarcástico.
Nos subimos a una hermosa camioneta, perfumada y bien limpia, digna de un hombre que le gusta el orden. Los bache del camino ni se sienten. El paisaje rural pasa por la ventana, noto el silencio de Rossy, tan espeso que podría cortarse con una navaja. Alex intenta mantener la charla viva, pero su risa suena forzada.
Williams nos cuenta que se fue a estudiar a la ciudad, pero que al terminar decidió volver. “La vida allá es muy rápida”, dice, “aquí todo tiene su ritmo… y su paz”.
—¿Y dime algo, tienes novia? —le pregunto con picardía, aunque mi intención real es ver la reacción de Rossy. No me decepciona: su cabeza gira de inmediato y sus ojos brillan con curiosidad contenida. Alex me da un codazo tan fuerte que casi me saca el aire.
—¿Qué? ¿Por qué me pegas? —le reclamo entre risas. —Solo hice una pregunta inocente. Si él quiere, puede contestar, ¿no? —digo mirando a Williams, con una sonrisa que sé que es más traviesa de lo necesario.
Él se ríe, nervioso. —Ustedes no cambian —dice, negando con la cabeza. —Y no, Sam, no tengo novia ahora mismo. Tuve una hace un par de años, pero... bueno, eso ya es historia. Ahora estoy concentrado en el trabajo y en algunos proyectos personales.
—Qué maduro te pusiste —comenta Alex, con tono burlón.
Yo me recuesto en el asiento y lo observo de reojo. Su voz, su mirada, todo en él me resulta familiar pero distinto, como si el chico que conocí se hubiera quedado en algún punto del pasado y ya maduro.
Rossy no dice nada. Solo mira por la ventana, mordiendo su labio inferior. Y ahí lo confirmo: entre ellos hay algo. O hubo algo.
Y yo… bueno, yo tengo la firme intención de averiguarlo. Cueste lo que cueste.
—Y ya llegamos —concluye Williams mientras la camioneta frena suavemente, levantando un pequeño polvo del camino de tierra.
—Muchas gracias por traernos. Sé que no te dedicas a transportar chicas bellas, pero se te agradece el esfuerzo —digo, bajándome del vehículo con cuidado de no tropezar con las piedras del camino. Él solo sonríe, algo avergonzado, y sus ojos brillan con la luz del atardecer que se cuela entre los árboles.
—Ha sido un placer. Nos vemos luego —se despide, y comienza a alejarse.
Me giro inmediatamente hacia Rossy.
—Hey, tú, ¿por qué no has dicho nada en todo el camino? ¿Te comieron la lengua los ratones o hay algo que debemos saber? —le pregunto, cruzándome de brazos con ceño fruncido. Alex me imita, arqueando una ceja y esperando una explicación.
—¿De qué estás hablando? —responde Rossy, con un hilo de voz—. Es que me duele la cabeza y no tengo mucho deseo de hablar. Mejor vamos —dice, caminando hacia la casa, con pasos lentos y algo rígidos. Algo en su actitud huele raro, lo noto al instante.
—Ella nos oculta algo. Lo tenemos que averiguar —susurro a Alex, que asiente con la misma certeza. Seguimos a Rossy a distancia prudente, intentando no presionarla demasiado, pero sin dejar de observar cada gesto suyo.
Veo a Rossy detenerse de golpe. Sus hombros se tensan y de repente, como si no pudiera contenerlo, corre hacia la entrada de la casa y abraza a su madre. Sus lágrimas caen libremente sobre la blusa de Ana. Su padre aparece segundos después, con los ojos vidriosos, y la envuelve en un abrazo que parece querer recomponer años de ausencia.
Nos acercamos, y el recibimiento es tan cálido que siento una punzada en el pecho, como si me recordara lo que siempre he extrañado: familia, hogar, pertenencia.
—Chicas tontas, ¿por qué no avisan que van a venir? —dice Ana, entre sollozos, mientras nos abraza a las tres con fuerza—. ¡Cuánto las extrañé, mis niñas!
—Nosotras también, madre, te quiero tanto —responde Rossy, dejando que las lágrimas sigan su curso.
—Alex, hija —la voz de Rebeca, la madre de Alex, se escucha a lo lejos.
Volteamos y la vemos corriendo hacia nosotras, con los brazos abiertos y el rostro iluminado de alegría. Se lanza a un abrazo que parece no tener fin.
—Ustedes dos, vengan también. ¡Hay abrazos y besos para todas! —grita Rebeca mientras nos movemos hacia ella.
La abrazo, sintiendo cómo todo el estrés y la ansiedad de las últimas semanas parecen desvanecerse, y la calidez de Rebeca me envuelve en un segundo abrazo.
—¿Por qué no nos avisaron que venían hoy? Pensábamos que pasarían las vacaciones en Hawái —dice Rebeca entre risas y algo de reproche. Yo solo miro a Alex, esperando alguna señal o explicación de como sabe que pensábamos ir a Hawái.
—Eso mismo les pregunté yo —responde Ana, con la voz aún temblorosa y los ojos rojos de tanto llorar.
—No les avisamos porque queríamos que todo fuera una sorpresa —digo, con un hilo de voz que no esperaba salir tan triste y melancólica, como si una parte de mí no quisiera dejar ir el pasado.
—Vaya… qué nos sorprendieron. Es la mejor sorpresa que hemos recibido. Pensábamos que no las íbamos a ver nunca más. —dice Rebeca, abrazando nuevamente a su hija Tenemos que hacer una cena de bienvenida. Vamos, Alex —agrega, tomando a su hija de la mano y comenzando a caminar hacia su casa.
Siento una felicidad enorme en el pecho, como si todo fuera un sueño que, por fin, se está haciendo realidad. La calidez de la casa me envuelve, y por un momento cierro los ojos para respirar ese aire que huele a hogar, a guisos recién hechos, a recuerdos que no quiero olvidar.
—Mi niña, ¿vas a cenar con nosotras? —me pregunta Ana, mientras se seca los ojos con el dorso de la mano. Están tan rojos y brillantes por el llanto que me duele verla así, tan emocionada.
—Claro que sí, pero sería mejor si lo hacemos todos juntos, la familia de Alex y nosotros —le respondo con una sonrisa, haciendo un gesto amplio que incluye a Rossy, a ella y a Carlos, el padre de Rossy—. ¿Qué dicen?
—Suena estupendo. Ahora mismo voy y le aviso a Rebeca. Vengo en un rato —responde Ana, y se va apresurada, dejando atrás un rastro de perfume dulce y familiar.
—Sam, vamos a mi habitación —me dice Rossy, tomándome del brazo con firmeza, pero suavidad, como si tuviera miedo de que me escapara.
—Hablamos luego, señor Carlos. Fue un placer volver a verlos —le digo mientras Rossy me arrastra, tratando de no tropezar.
—Claro que sí, mi niña, el placer es nuestro. Y no me digas "señor", me haces sentir más viejo. Solo Carlos, vayan y descansen —responde él con esa voz cálida, que me recuerda por qué siempre me sentí como en casa aquí.
Asiento, sonriendo, y antes de que pueda decir algo más, Rossy ya me ha arrastrado hacia su habitación.
—Se ha vuelto costumbre correr —comento, mirándola con una sonrisa traviesa mientras esquivamos un pequeño mueble en el pasillo—. Y creo que tu padre está un poco loco.
Rossy me mira extrañada, como si no entendiera si hablo en serio o bromeo.
—Claro, está loco porque nos acaba de llamar "niñas" —le digo, riendo, y veo cómo su rostro se ilumina. Ella también se suelta a reír.
—Loco, loco no está. Quizás un poquito, pero para ellos siempre seremos sus niñas, aunque tengamos cincuenta años —dice, con una sonrisa que no se borra.
—Tienes razón. Bueno, vamos a bañarnos para salir un rato mientras preparan la cena —le sugiero, sonriendo con complicidad.
Subimos a su habitación, y el aire huele a su perfume mezclado con el aroma a ropa recién lavada. Al aparecer su madre a mantenido la habitación impecable todo este tiempo. Abro el armario y veo ropa vieja doblada con cuidado, como siempre lo hacía su madre. Me detengo un momento, sintiendo una mezcla de nostalgia y ternura. Rossy me observa y solo me guiña un ojo, como diciéndome que no piense demasiado y disfrute el momento.
Me baño rápidamente y me visto. Rossy ya estaba lista hace un rato y se fue a la casa de Alex. Mientras yo me alistaba, me puse unos pantalones largos de cintura alta, unos botines negros y una blusa de tirantes finos que se movía con gracia al caminar. Me miré un momento en el espejo, acomodando un mechón rebelde de cabello, y suspiré: parecía que por fin podía relajarme, aunque solo por un instante.
Estoy terminando de alistarme cuando escucho la voz de la madre de Rossy llamándome desde abajo: —Mi niña, baja, que tienes visita.
¿Visita? Me quedo paralizada un segundo. ¿Quién me va a visitar si apenas estamos llegando? Mi corazón empieza a latir más rápido, y siento que se me va a salir del pecho mientras salgo de la habitación con pasos cautelosos, cada uno más lento que el anterior, como si caminar fuera un acto heroico de valentía. La curiosidad me consume y, a la vez, una pequeña alarma interna me grita que algo no está bien.
La casa de Rossy es de dos niveles, una hermosa casa de campo pintada en tonos pastel: azul y verde, con cada ventana enmarcada por flores que parecen florecer incluso cuando nadie las cuida. Las decoraciones vintage que tanto me gustan llenan cada rincón, dándole un aire acogedor y familiar, como si la casa misma respirara cariño y recuerdos. No es una familia de mucho dinero, pero tampoco les falta nada; se nota que todo lo que tienen lo han logrado con esfuerzo, amor y dedicación. Se dedican a la cría de animales y a la cosecha de vegetales, y se ve en cada detalle que aman su tierra y su hogar.
Me detengo frente a una de las ventanas y dejo que mis ojos recorran el establo. Mi corazón da un salto al recordar mi Princesa, mi caballo. Aquella enorme sorpresa que recibí por mi cumpleaños número quince, cuando todo lo que quería era sentirme libre y feliz galopando por los prados, ahora me devuelve un torrente de recuerdos. Mi sonrisa se mezcla con un nudo en la garganta; deseo correr hacia ella, abrazarla, sentir su lomo cálido bajo mis manos y recordar la sensación de invencibilidad que tenía cuando era solo una niña.
Al bajar los escalones cada paso se siente más pesado y ligero al mismo tiempo, como si la anticipación. Finalmente llego a la sala… y ahí está. Williams. Solo, sentado en el sillón, con una sonrisa amplia que casi ilumina la habitación. Suspiro aliviada, me imagine algo diferente.
—Vaya, ¿a quién tenemos aquí? Llegaste muy temprano a visitarnos —le digo, intentando sonar tranquila, mientras me acerco y lo abrazo con cariño. —¿Qué te trae por acá tan rápido? No hace unos minutos nos dejaste, ¡y ya regresaste! —digo con una sonrisa.
—A ver, ¿no puedo visitar a las bellezas del pueblo? —responde con tono coqueto, exagerando cada palabra, como si estuviera actuando en una comedia romántica. No puedo evitar reír ante su teatralidad.
—No he dicho lo contrario. Sabemos que somos hermosas, pero es muy rápido tu visita. ¿Qué te traes? Dime —insisto, aun sonriendo.
—Bueno, yo… solo… —comienza, pero se detiene abruptamente.
Una voz interrumpe de golpe la conversación, una voz que me hace congelarme en el sitio.
—Williams, te dije que me esperaras. ¿Qué te pasa? —la reconozco al instante, y el mundo parece detenerse por completo.
Mis ojos se abren como platos, y siento cómo me falta el aire. Todo dentro de mí se revuelve: incredulidad, temor, sorpresa, un poco de humor negro por lo absurdo del momento y, sí, un dolor que creía olvidado.
Cuando volteo hacia esa voz inconfundible, mi mundo se detiene. No puede ser… no, no puede estar aquí. Mi cerebro se niega a procesarlo, como si cualquier explicación racional fuera imposible.







