Mundo de ficçãoIniciar sessãoLa lluvia había cesado, pero en mi cabeza seguía cayendo.
El camino de regreso a casa fue un desfile de luces rotas sobre el pavimento. No podía dejar de pensar en él. En cómo me miró, en la pausa antes de que pronunciara mi nombre, en el leve temblor de su respiración cuando la oscuridad del museo nos envolvió. Todo eso seguía ahí, pegado a mi piel. Al entrar, dejé el abrigo sobre el sofá y encendí la lámpara del rincón. El departamento olía a madera y silencio. Había algo en esa quietud que me incomodaba; el contraste con lo que acababa de vivir era demasiado brutal. Me serví una copa de vino. No lo pensé. Solo necesitaba algo que apagara la tormenta interna. Caminé hasta la ventana. Afuera, las gotas seguían resbalando por el cristal como si el mundo se negara a secarse. No debería haberme afectado así. Eso me repetía, una y otra vez. Carlos era un hombre comprometido, o al menos eso me habían dicho en el museo. Nunca lo confirmó, pero tampoco lo negó. Y aun si no lo estuviera… yo no debía sentir esto. No después de tanto tiempo intentando mantenerme a salvo de mis propios impulsos. Di un trago largo y me dejé caer en el sofá. Cerré los ojos. Pero la mente no entendía de límites. Volví a sentir el roce accidental de su mano sobre la mía al pasarle los informes. Ese instante en que ambos nos detuvimos, como si el aire se hubiera vuelto sólido entre nosotros. Juraría que si la luz no hubiera regresado, él habría acortado la distancia. O tal vez habría sido yo. Una punzada de frustración me recorrió el pecho. Dejé la copa sobre la mesa, sin cuidado. —Ridícula —murmuré. Pero la palabra no sirvió de nada. Me quedé mirando el techo, inmóvil, hasta que la tensión me quemó por dentro. Era como si todo mi cuerpo recordara algo que mi mente aún no lograba alcanzar. No era solo atracción. Era una especie de reconocimiento físico, visceral. Una llamada que no entendía pero no podía ignorar. Mi mano se deslizó lentamente por mi abdomen, subiendo y bajando con el ritmo de mi respiración. Cerré los ojos. Por un segundo, imaginé que eran las manos de él, las que apenas me rozaron esa noche. Subí la mano por mi pecho imaginando el calor de su tacto. Su voz, grave, baja, diciéndome mi nombre. Su mirada, fija, paciente, contenida. El deseo se mezcló con la culpa. Me mordí el labio, tratando de detener el pensamiento. Basta. Me incorporé de golpe, casi furiosa conmigo misma. Caminé hasta el baño. El espejo devolvió una imagen que no me gustó: mejillas encendidas, ojos dilatados, el cabello húmedo por el sudor. Abrí el grifo. El agua fría me recibió con violencia. Dejé que cayera sobre mí hasta que la piel perdió sensibilidad. Quería borrarlo, pero era inútil. Cuanto más intentaba, más claro se volvía el recuerdo de su rostro bajo la luz anaranjada de la lámpara. Cuando salí, me envolví en una toalla y fui directo a la habitación. Tomé una pastilla del frasco del buró. Sabía que sin ella no podría dormir. Tragué el comprimido sin agua, me recosté y cerré los ojos. El sueño llegó pronto. Pero no era sueño. Era memoria. **** **Marruecos 1946** El calor del desierto entraba por las rendijas del hospital de campaña. El aire olía a polvo, a alcohol, a vida en pausa. Elena —otra Elena, más joven, con el uniforme de enfermera que apenas le quedaba grande— revisaba una bandeja de vendas junto a la ventana abierta. Afuera, la luz era tan intensa que todo parecía blanco. —¿Cuántos quedan en la sala de recuperación? —preguntó una compañera tras ella. —Tres. Dos con fiebre, uno con fractura. —Su voz era suave, sin rastro de cansancio, aunque no había dormido en dos días. Una ráfaga de viento levantó el polvo del suelo. El olor a metal caliente entró con fuerza. En ese momento, un jeep se detuvo frente a la entrada. Dos hombres descendieron. Uno vestía el uniforme azul de la Real Fuerza Aérea; el otro, ropa civil, con un vendaje en el brazo. El piloto se quitó las gafas con un gesto automático. El sol le arrancó destellos dorados al cabello oscuro. Tenía el porte de quien está acostumbrado a mirar desde arriba —desde el cielo o desde su propia distancia—. Pero cuando cruzó la puerta del hospital, su expresión cambió. Se suavizó. —Busco al doctor Sullivan —dijo en inglés con acento español. Su voz era grave, templada, casi un susurro entre el bullicio de la enfermería. Elena alzó la vista y lo vio. No supo por qué, pero sintió algo muy preciso en el pecho: una vibración, como si el aire reconociera el sonido de su nombre antes de que él lo pronunciara. Él también la miró. Solo un segundo. Pero fue suficiente. —El doctor está en la sala tres —dijo ella, apuntando con la cabeza. —Gracias. —Él sonrió, apenas, con una comisura del labio. No había muchas razones para sonreír en esos días. Sin embargo, lo hizo. Y en esa sonrisa, algo se encendió. Cuando pasó junto a ella, el roce de su brazo le dejó una sensación eléctrica. El uniforme olía a arena, a gasolina, a cielo. Horas después, lo volvió a ver. El piloto había regresado solo, con el pretexto de traer suministros. Se detuvo junto a la mesa donde Elena ordenaba vendas. —¿Siempre está tan caluroso este país? —bromeó, aflojando el cuello del uniforme. Ella lo miró sin sonreír. —Solo para los que no saben adaptarse. Él soltó una risa baja. —Supongo que tendré que aprender. —Si piensa quedarse mucho tiempo, le conviene. —Depende. —Sus ojos la buscaron con una curiosidad franca, casi descarada—. Tal vez haya razones para quedarse. Elena fingió concentrarse en las vendas, pero la sonrisa le tembló en los labios. —No debería decir eso. —¿Por qué no? —Porque no nos conocemos. —Entonces deberíamos remediarlo. —Le tendió la mano—. Carlos. Ella dudó un instante antes de aceptar. La piel de él estaba caliente, su palma firme, segura. El contacto duró apenas un segundo, pero dejó una huella que no se borraría. —Elena —dijo ella, y su nombre sonó distinto en sus labios. Él la observó, como si intentara memorizarla. —Bonito nombre. —No es el nombre lo que importa —replicó con calma—, sino lo que se hace con él. Carlos sonrió otra vez, pero había algo diferente en su mirada. Como si hubiera comprendido que esa mujer, joven y serena, escondía cicatrices invisibles. Un disparo lejano quebró el silencio. No era raro; el frente aún no se disolvía del todo. Ella se giró hacia la ventana. Él, sin pensarlo, se acercó. Elena pudo sentirlo detrás de ella, tan cerca que el calor de su cuerpo atravesó la tela del uniforme. —No parece tener miedo —dijo él. —Aprendí a no mostrarlo. —Su voz tembló apenas. Carlos bajó la mirada hacia su cuello. Podía oler el jabón con el que se había lavado las manos, el leve perfume que no pertenecía a ese entorno áspero. Quiso decir algo, cualquier cosa, pero no lo hizo. Solo se quedó ahí, a su lado, mirando el horizonte polvoriento de Marruecos, con la certeza de que acababa de encontrar algo que llevaba tiempo buscando sin saberlo. Y ella también lo supo. En el modo en que el corazón le cambió el ritmo, en cómo el aire se volvió demasiado escaso. Era un reconocimiento antiguo, imposible, pero real. El tipo de certeza que no se explica: solo se siente. **** Elena despertó sobresaltada. La habitación estaba en penumbra. El reloj marcaba las tres de la madrugada. Tenía la piel húmeda, el corazón desbocado. Tardó varios segundos en comprender que estaba en Berlín. Que no había arena ni sol ni uniformes azules. Pero el olor, el calor, la voz de él… seguían ahí. Reales. Se llevó una mano al pecho, intentando calmarse. No era un sueño. Lo sabía. Porque en esa otra vida, ella lo había amado primero. Y ahora, en esta, el destino la obligaba a recordarlo.






