Mundo de ficçãoIniciar sessãoHan pasado un par de días desde la reunion del consejo, los documentos pendientes son tantos, pero no consigo concentrarme. Hay cosas que la razón no alcanza a comprender.
Podemos negar un pensamiento, controlar un impulso, forzar una sonrisa… pero no se puede engañar a esa parte de uno que reacciona cuando una presencia toca algo esencial. Eso fue lo que me ocurrió con Elena. Desde aquel día en el museo —la noche del apagón— no logré olvidar la sensación exacta de tenerla tan cerca. La oscuridad había borrado toda distancia, y por un instante el tiempo se había detenido, como si el mundo entero se redujera al roce de su respiración junto a la mía. No nos besamos, no dijimos nada que no pudiera repetirse, pero lo que se encendió allí no necesitó palabras. Desde entonces, verla se había vuelto una prueba. Podía estar rodeado de ministros, empresarios o asesores, pero bastaba un segundo de contacto visual con ella para que todo lo demás desapareciera. Y yo —que siempre había creído dominar el control— me descubría buscando su reflejo en los cristales, su voz entre las conversaciones, el movimiento de su cabello al girar. Durante la reunión del CCE intenté mantener la compostura. Era el tipo de entorno donde cada gesto es analizado, donde cualquier sombra de emoción puede ser interpretada como debilidad o distracción. Pero cuando Elena se levantó a presentar los avances del Archivo Érebus, su voz me atravesó. Tenía esa mezcla imposible de rigor técnico y sutileza femenina que desarma. Explicaba los detalles de la restauración con una claridad admirable, y mientras lo hacía, una parte de mí se dedicaba a analizar los datos, y otra —la que nunca había pedido permiso para sentir— seguía el movimiento de sus manos, la curvatura de sus labios al pronunciar ciertas palabras. En un momento nuestras miradas se encontraron. Fue apenas un segundo, pero suficiente. Esa chispa silenciosa que ambos fingimos no notar recorrió el aire entre nosotros, invisible pero real. Sin embargo Isabella lo notó también. No necesitaba verla para saberlo. Bastó el silencio que siguió, el ligero cambio en su postura, la forma en que sus dedos golpearon apenas la carpeta que tenía frente a ella. Intenté recomponerme, desviando la vista hacia los documentos proyectados. No era momento de dejarme arrastrar por nada. Pero el cuerpo tiene memoria, y el mío ya había decidido que Elena era algo que no podía ignorar. Al final de la reunión, fingí naturalidad. Felicité al equipo, intercambié un par de frases con los asesores, pero cada palabra me sonaba hueca. Elena permanecía unos pasos más allá, guardando los dispositivos de la presentación. Cuando nuestras miradas volvieron a cruzarse, hubo un instante —mínimo— en que todo volvió a arder. Luego ella apartó la vista y salió con su paso calmo, como si nada hubiese ocurrido. Isabella se acercó poco después. Su sonrisa era perfecta. Demasiado perfecta. —¿Nos vamos juntos? —preguntó, sin necesidad de explicar a dónde. Asentí. No había escapatoria elegante. El trayecto en coche fue un campo minado de silencios. Yo observaba las luces de la ciudad deslizarse por los ventanales, intentando que el ruido del tráfico disipara lo que aún sentía. Pero Isabela no tardó en romper el silencio. —Hoy estabas distinto —dijo al fin—. No sé si es cansancio o… distracción. Su tono era suave, casi afectuoso, pero en su mirada había precisión quirúrgica. —Ha sido un día largo —respondí, buscando refugio en la neutralidad—. Los avances del archivo están resultando más complejos de lo previsto. —Ah, claro —replicó ella, cruzando las piernas—. Especialmente cuando hay… colaboradoras tan competentes. La palabra colaboradoras llevaba un filo oculto. —Elena Varela —añadió con falsa naturalidad—. No la conocía. Muy eficiente, debo decir. No respondí. —Y encantadora —continuó, mirando por la ventana—. Aunque no estoy segura de si esa es la palabra que buscabas durante la reunión. Respiré hondo. Su elegancia era una trampa: cada frase suya estaba medida para sonar amable y al mismo tiempo ponerme contra la pared. —No sé de qué hablas, Isabella. —Claro que sabes —dijo sin mirarme, con esa calma que siempre me había desconcertado—. Te conozco demasiado bien. Cuando algo te interesa, aunque lo disimules, hay un brillo distinto en tus ojos. Y créeme, hoy no brillaban por los documentos. Guardé silencio. Negarlo habría sido inútil. Ella giró lentamente el rostro hacia mí, los labios curvados en una media sonrisa. —Tranquilo, no estoy haciendo un escándalo —dijo—. No me gustan los dramas. Pero quiero que sepas que lo noté. Que todos lo notaron. —¿Todos? —repetí. —Carlos, por favor. —Su tono se volvió casi tierno, lo que lo hizo peor—. No soy una niña. No pienso reclamarte nada, solo quiero dejar algo claro: no quiero cosas difíciles. La frase quedó suspendida, suave, pulida, irrefutable. “Cosas difíciles.” Era su manera de decir no la mires así otra vez. El coche se detuvo frente al restaurante del Adlon. El chofer abrió la puerta, y ella descendió con esa elegancia calculada que siempre la hacía parecer intocable. La seguí, consciente de que toda esa conversación había sido solo un prólogo. El salón privado nos esperaba con la mesa dispuesta y las luces cálidas. Brindis, comentarios sobre el proyecto, formalidades. Todo bajo control. Pero bajo la mesa, el peso de sus palabras me seguía ardiendo en el pecho. Isabella sabía moverse en sociedad mejor que nadie. Reía en el momento justo, tocaba mi brazo cuando debía, proyectaba la imagen perfecta de pareja sólida, de alianza estratégica. Pero cada uno de esos gestos llevaba un mensaje cifrado: recuerda que estoy aquí, que esto tiene límites, que te observo. Yo, en cambio, me descubrí pensando en Elena. En si también estaría cenando, si habría notado lo evidente, si ese mismo fuego que yo intentaba sofocar la estaba consumiendo a ella también. Durante el postre, Isabela se inclinó ligeramente hacia mí. —No te culpo —susurró, sin apartar la vista de su copa—. Es atractiva. Lo sería para cualquiera. Pero lo nuestro funciona porque no mezclamos lo emocional con lo profesional. No quiero que eso cambie. —No cambiará —respondí, aunque ni yo creía en mis palabras. Ella sonrió, satisfecha. —Perfecto. Porque sabes que no pienso permitir complicaciones, Carlos. No en este punto de nuestras carreras. Su tono no era amenaza, era una certeza. La clase de frase que se pronuncia con guantes de seda, pero que corta como una hoja. El resto de la cena transcurrió sin incidentes. Al despedirnos, me besó en la mejilla, lo justo para la fotografía de equilibrio que ambos representábamos. Cuando subí al coche, me quedé mirando la ciudad a través del cristal. Berlín seguía despierta, vibrante, fría. En algún lugar, ella —Elena— caminaba entre esas mismas luces. Y por primera vez en muchos años, no sabía cómo detener lo que sentía. No era simple deseo. No era curiosidad. Era algo nuevo en mi, algo que no sabía explicar, como si la hubiera esperado desde siempre. Me incliné hacia atrás en el asiento, cerrando los ojos. La imagen de ella en la penumbra del museo volvió a mí con la precisión de un sueño. El roce de su respiración. La cercanía imposible de olvidar. La certeza de que, aunque el tiempo y la razón se interpusieran, ya era demasiado tarde. Porque lo que había entre nosotros no pedía permiso. Y yo, por primera vez, no sabía si tenía la fuerza para fingir que no lo sentía.






