Mundo ficciónIniciar sesiónPOV Elena
La lluvia empezó a caer sin aviso, golpeando las ventanas del museo con una cadencia hipnótica. Las gotas descendían por el vidrio como si intentaran borrar las luces del atardecer, como si quisieran borrar también algo de nosotros. La mayoría del equipo ya se había ido. Solo quedábamos Carlos y yo, revisando los últimos documentos del proyecto antes de la reunión con el consejo. El silencio entre nosotros era pulcro, casi académico, pero por debajo latía algo más: una corriente invisible, sutil, que apenas se intuía en la forma en que él levantaba la vista cada cierto tiempo, o en cómo yo fingía revisar un informe para no cruzarme con sus ojos. —Deberías irte antes de que empeore —dijo él sin mirarme, con ese tono neutral que usaba para mantener las distancias. —¿La lluvia o el día? —respondí, intentando sonar ligera. Carlos alzó apenas una ceja. —Ambos, supongo. Guardé silencio. El sonido de la tormenta llenó el espacio que dejaban nuestras palabras. El reloj del pasillo marcaba las ocho, pero el edificio parecía detenido en otra hora, más antigua, más lenta. —Puedo terminar aquí —dije, ordenando mis papeles—. No quiero dejarte el trabajo pendiente. —No me dejas nada pendiente —replicó—. Ya hiciste más de lo que esperaba. Había algo en su forma de decirlo que me descolocó. No era un cumplido, ni una frase profesional. Era otra cosa. Como si no hablara solo del trabajo. Me obligué a concentrarme en la mesa, aunque podía sentir su mirada sin tener que buscarla. Esa sensación —la de ser observada con un cuidado que casi dolía— se me había vuelto familiar desde que lo conocí. Desde el primer día tuve la certeza de que su presencia vibraba con una frecuencia que mi cuerpo reconocía. No podía explicarlo. No era atracción exactamente, ni simpatía. Era una especie de memoria física, un eco que venía de algún lugar que no alcanzaba a recordar. —¿Quieres un café? —preguntó él, interrumpiendo mis pensamientos. —Si tú tomas uno. Sonrió, y esa curva breve en sus labios bastó para desarmarme. No lo hacía con frecuencia. Sonreír, quiero decir. Y cuando lo hacía, el mundo parecía volverse menos hostil. Fuimos a la pequeña cocina del museo. El aroma del café recién hecho se mezcló con el olor húmedo de la tormenta. Me recargué en la barra mientras él buscaba las tazas. —Eres nueva en Berlín, ¿verdad? —preguntó. Asentí. —Llegué hace tres meses. —Y ya dominas el caos de este lugar. No es fácil. —He vivido en peores. Él me observó, curioso. —¿Peores? —Ciudades, personas, recuerdos. —Me encogí de hombros—. Al final, todos los lugares se parecen cuando no tienes a quién volver. Por un instante, el aire cambió. Su expresión también. Carlos bajó la mirada hacia su taza, girándola entre sus manos. —A veces no se trata de tener a quién volver —dijo en voz baja—, sino de tener de dónde escapar. Sus palabras me atravesaron con una familiaridad que me asustó. Escapar. Sí. En otra vida también había querido hacerlo. El silencio volvió a instalase entre nosotros, pero ya no era incómodo. Era un silencio tenso, cargado de electricidad. Pude sentir el calor de su cuerpo frente al mío, el roce casi imperceptible de su respiración en el aire que nos separaba. —¿Y tú? —pregunté, para romper algo que no quería que se rompiera—. ¿Siempre has vivido aquí? —Nací en Madrid. Vine a Berlín cuando tenía veinte años. —¿Y te gusta? —A veces. Cuando olvido el resto. Esa frase me dejó sin aliento. No sabía si hablaba de su pasado o de algo más… algo que ni él comprendía. El sonido de la lluvia volvió a ser protagonista. Afuera, el cielo era un lienzo oscuro que temblaba con cada relámpago. Dentro, la luz era cálida, tenue, casi íntima. Y entonces, sin previo aviso, las luces parpadearon. Una, dos veces, y se apagaron. —Perfecto —murmuró él, dejando la taza a un lado—. Espera aquí, buscaré una linterna. —No, te acompaño. No me gusta la oscuridad. Caminamos por el pasillo apenas iluminado por la luz azul del móvil de Carlos. El reflejo dibujaba líneas fugaces sobre su perfil: el arco de su mandíbula, la sombra de sus pestañas, el brillo leve en sus labios húmedos por el café. El sonido de nuestros pasos se mezclaba con la lluvia golpeando los ventanales. No sé en qué momento empecé a notar su proximidad. Su respiración. El leve roce de su hombro con el mío. Era algo mínimo, pero bastó para alterar el ritmo de mi corazón. Llegamos a su oficina. Encendió una lámpara portátil. La luz anaranjada proyectó sombras largas sobre las paredes y dibujó una línea cálida en su rostro. —Aquí está —dijo—. No es mucho, pero servirá. Asentí, aunque no lo escuchaba realmente. Mi atención estaba fija en sus manos, en el movimiento pausado con que acomodaba los documentos. Sus dedos largos, el gesto preciso al tocar cada hoja, la manera en que el reloj plateado brillaba al girar la muñeca. Todo en él parecía deliberado, pero no fingido. Cuando se volvió hacia mí, nuestras miradas se encontraron. Y el mundo pareció detenerse. No hubieron palabras. No hacían falta. Sentí cómo mi respiración se aceleraba, cómo el aire se espesaba entre nosotros. Una parte de mí quería retroceder, pero otra —más antigua, más profunda— me pedía quedarme. Carlos tampoco se movió. Su mirada recorrió mi rostro con una lentitud que no fue intencionada, pero sí devastadora. Bajó apenas la vista, y su atención se detuvo en mi cuello, en el punto donde una gota de agua que intente beber a prisa para calmarme, resbalaba hasta perderse bajo la blusa. Lo vi tensarse. Vi cómo tragaba saliva, apenas perceptiblemente. El silencio tenía peso. El reloj del pasillo siguió marcando los segundos, pero cada uno caía como una ola. —A veces —dijo despacio— tengo la sensación de que ya te conocía. Mi corazón se detuvo. —¿Por qué lo dices? —No lo sé. —Sonrió con cierta incomodidad—. Hay algo en tu forma de mirar, de hablar… como si… no sé, como si ya hubiéramos trabajado juntos antes. —Nunca he estado en Madrid —dije, casi en un susurro. —Entonces será una coincidencia. Pero ninguno de los dos creyó eso. Nos quedamos un rato más, hablando de nada. De libros, de pintura, de la exposición que prepararíamos. Pero cada palabra era una excusa, cada pausa una confesión muda. A veces, al girar la cabeza, nuestras manos casi se rozaban sobre la mesa. Yo podía sentir el calor irradiando desde su cuerpo, una cercanía que se volvió física aunque no nos tocáramos. En un momento, una hoja cayó al suelo. Me agaché al mismo tiempo que él. Nuestros dedos se rozaron. Fue apenas un contacto, pero bastó para que el aire se quebrara. El roce fue cálido, casi eléctrico. Mis labios se separaron sin querer. Él alzó la vista. Por un segundo, todo en su mirada gritó lo que su boca callaba. Y luego, con una lentitud que me pareció insoportable, se apartó. —Deberíamos… —empezó, pero no terminó la frase. Solo entonces noté que había olvidado respirar. Cuando la electricidad regresó, la luz blanca del techo nos devolvió a la realidad. Carlos se aclaró la garganta, como si recordara de pronto quién era y qué lugar ocupaba en el mundo. —Deberíamos irnos —dijo, recogiendo su abrigo—. Es tarde. —Sí. En la puerta, me ofreció su paraguas. —No quiero que te empapes. —¿Y tú? —Vivo cerca. No me importa. Tomé el paraguas y lo sostuve un instante, sin saber si aceptarlo o no. —Gracias. Él asintió y abrió la puerta. El aire frío entró con fuerza, trayendo consigo el olor a tierra mojada. Caminamos juntos hasta la salida, sin hablar. La ciudad parecía dormida, cubierta por un velo gris. Las farolas parpadeaban y las calles se volvían espejos. Cuando llegamos a la esquina, me detuve. —Buenas noches, Carlos. —Buenas noches, Elena. —Su voz sonó más baja de lo habitual—. Descansa. Asentí y crucé la calle. No miré atrás, aunque sentía su mirada siguiéndome. Solo cuando estuve bajo la lluvia, protegida por el paraguas que él me había dado, me permití respirar. Y ahí, entre el ruido del agua y el pulso acelerado de mi pecho, comprendí algo que me asustó más que cualquier recuerdo: No necesitaba recordar su rostro. Mi cuerpo ya lo sabía.






