Mundo ficciónIniciar sesiónNo dormí más aquella noche. La pastilla me había sumergido en un sueño denso, casi viscoso, pero el recuerdo me sacó a flote.
Aún podía sentir el calor del desierto pegado a mi piel, la voz de él pronunciando mi nombre, el modo en que me miró la primera vez… y la certeza, clara y terrible, de que Carlos era el mismo hombre. El mismo que había conocido cuando el mundo estaba en ruinas. El mismo que había muerto sin que yo pudiera alcanzarlo. Durante años había intentado olvidar —o más bien aceptar— que había vivido otras vidas. Que había amado y perdido más veces de las que podía contar. Pero nunca había vuelto a cruzarme con nadie que recordara. Hasta ahora. Y eso lo cambiaba todo. Me levanté antes del amanecer. Encendí una lámpara, hice café y me quedé mirando el vapor ascender desde la taza como si en él pudiera descifrar una respuesta. ¿Por qué él otra vez? ¿Era una oportunidad… o un castigo? El timbre del teléfono me sobresaltó. Era un mensaje del museo: > “Reunión con el Consejo a las 10:00. Se presentará el comité de mecenazgo. Puntualidad, por favor.” Suspiré. La reunión. Claro. Me arregle lo mejor que pude para salir. La mañana en Berlín tenía un aire cortante, como si la ciudad misma hubiera decidido recordarme que nada era sencillo. El cielo estaba gris, con nubes bajas que no prometían sol hasta la tarde, y el viento arrastraba hojas secas por las aceras mientras yo caminaba hacia el edificio del Consejo de Cooperación Estratégica, mi abrigo negro ceñido y el bolso colgado del hombro. Mi cabeza aún estaba en otra época. El recuerdo de Marruecos, tan vívido, me seguía como una sombra que no podía ignorar. Me sabía su piel, su calor, su risa baja… y la certeza de haberlo amado antes me daba vértigo. —Respira, Elena —me dije al subir las escaleras mecánicas del CCE—. No puedes empezar un día de reuniones sintiendo que el mundo se derrite alrededor de un recuerdo. Entré al hall principal, un espacio moderno de mármol y cristal, con ventanales enormes que dejaban ver la ciudad despertando, y la sensación de vigilancia que siempre acompañaba los edificios de alta seguridad. Guardias discretos, tarjetas de acceso, cámaras… todo lo habitual en un lugar donde se manejaba información que podía mover gobiernos y empresas. Mi mente estaba a punto de saltar de la memoria al presente cuando lo vi. Carlos Albrecht apareció a través de la puerta giratoria, impecable en su traje azul oscuro, corbata perfectamente ajustada y zapatos relucientes. Nada en él había cambiado desde la última vez que lo vi en el museo; al menos, nada en la superficie. Pero yo lo reconocí de inmediato. No solo por la memoria que ardía en mí, sino por la forma en que se movía, cómo sus manos gesticulaban mientras pasaba por el hall, y la manera en que su mirada parecía buscar algo, como si ya supiera que yo estaría allí. —Buenos días, Elena —dijo al verme, con un leve asentimiento, neutral, profesional, pero con un tono que traicionaba el interés contenido. —Buenos días, Carlos —respondí, con un hilo de voz que intenté mantener firme. Intenté centrarme en la reunión que nos esperaba. El Archivo Érebus, no era un proyecto cualquiera. Contenían datos sobre transacciones políticas y financieras que aún podían influir en gobiernos y grandes corporaciones. Inversionistas privados, consejos de estrategias europeas y consultores internacionales estaban atentos a cada avance. Un error podía costar millones… o más. Nos condujeron a la sala de juntas, larga, con paredes de cristal y una mesa de madera oscura donde ya se encontraban los miembros del consejo. La atmósfera era fría, profesional, cargada de expectación. Me senté frente a mi estación de trabajo portátil, y sentí que Carlos ocupaba un espacio diagonal a mí. La distancia era suficiente para mantener la formalidad, pero no lo bastante para borrar la electricidad que recorría el aire. Cuando comenzó la reunión, el sub director del proyecto presentó el Estado de Decodificación de los Archivos Érebus, explicando que algunos documentos revelaban transferencias de fondos suizos vinculadas a compañías y bancos de la posguerra, nombres que aparecían en transacciones secretas, contratos que podían cambiar el panorama económico europeo si se hacían públicos. —Estos registros, aunque antiguos, contienen indicios de acuerdos estratégicos que aún afectan decisiones políticas —dijo con voz firme—. Por eso el consejo ha decidido invertir recursos considerables en la restauración y verificación. Mi mirada buscaba la de Carlos mientras escuchaba. Él mantenía una expresión contenida, pero sus dedos jugaban con un bolígrafo, y sus ojos, cada cierto tiempo, buscaban los míos. Sabía que lo notaba, pero se obligaba a no mostrarlo. Yo, por mi parte, sentía cómo cada vez que nuestras miradas coincidían, algo profundo vibraba dentro de mí. —¿Elena, puedes presentar los avances en la codificación de los textos más delicados? —me preguntó Carlos. Asentí y me levanté, consciente de cada movimiento. El traje, los documentos, la presentación: todo debía irradiar confianza. Pero por dentro, sentía que mi corazón golpeaba con fuerza, recordando que el me observaba. Comencé a explicar las técnicas de restauración, cómo habíamos logrado descifrar ciertas cláusulas codificadas y referencias a transacciones financieras, manteniendo el lenguaje técnico, pero sin perder la elegancia que siempre me caracterizó. —Algunos de estos documentos revelan relaciones comerciales que, hasta hoy, permanecen ocultas —dije, con la voz firme—. Hemos verificado los datos con fuentes cruzadas, y hemos logrado reconstruir la cadena de eventos que conecta bancos suizos, empresas de transporte y ciertos acuerdos políticos en el periodo 1945–1950. Mientras hablaba, sentí que Carlos me miraba, más atento que cualquier otro miembro del consejo. Había algo en su forma de observar, en cómo sus ojos recorrían cada gesto mío, que me hizo detenerme un instante. No por el consejo, no por el proyecto, sino por él. Y entonces ella apareció. Entró con pasos suaves, pero decididos, vestida con un traje color crema impecable, cabello recogido y mirada afilada. Al pasar junto a Carlos, se detuvo un instante, como si midiera la distancia entre él y yo. Sus ojos no eran agresivos, pero sí calculadores; los de alguien que percibe algo que no debería estar allí, y que sabe que debe vigilarlo. Carlos pareció tensarse imperceptiblemente. Un ligero parpadeo, un gesto mínimo, pero suficiente para que yo lo notara. La forma en que su cuerpo se endureció, como si de pronto tuviera que recordar que estaba comprometido, hizo que mi pecho se contrajera. La mujer se dirigió hacia nosotros: —Buenos días, soy Isabella Dupont —dijo, con voz suave, pero cargada de autoridad femenina—. Carlos me ha hablado de este proyecto. Veo que los avances son… prometedores. Su mirada no me abandonó. Pude sentir sus radares de mujer tóxica activándose: la forma en que ella percibía la tensión no verbal, la atracción contenida entre nosotros. —Sí, estamos logrando resultados importantes —respondí, manteniendo la compostura—. La codificación ha permitido reconstruir cadenas de datos que podrían ser clave para decisiones estratégicas futuras. Ella sonrió, pero no de manera cálida. Más bien evaluaba, calculaba. —Espero que la presentación de hoy sea convincente, cariño—dijo, apenas dejando entrever celos, y dejando al mismo tiempo clara su pocision en el consejo y en la vida de Carlos—. Sé que es importante que todo esté en orden antes de nuestra próxima junta con los inversores. Él asintió, tenso, pero profesional. Sus manos se entrelazaron sobre la mesa y, por un instante, tuve la sensación de que respiraba más despacio, intentando calmar la atracción que claramente sentía, pero que no podía mostrar. Durante la exposición, cada palabra que pronunciaba sobre los documentos, cada explicación de cifras o transacciones, sentía que Carlos me escuchaba no solo como jefe de proyecto o colega, sino con una intensidad distinta, como si percibiera lo que yo misma sentía: ese reconocimiento profundo, imposible de ignorar. Isabella intercalaba comentarios precisos, preguntas técnicas que demostraban conocimiento, pero también un interés sutil por cada gesto de Carlos. Y cada vez que nuestras manos se cruzaban al señalar diagramas o documentos, un hilo invisible nos conectaba, discreto, elegante, eléctrico. Al final de la reunión, mientras los miembros del consejo felicitaban al equipo, me quedé unos segundos revisando los archivos digitales. Carlos se acercó, en un gesto aparentemente casual, y me entregó un informe. —Buen trabajo —susurró, suficiente para que solo yo lo escuchara. Su proximidad me hizo sentir el calor de su cuerpo, el olor que me era familiar, como si cada poro de mi piel lo recordara de otra vida. Me obligué a mantener la mirada en los documentos, aunque podía sentir sus ojos en mí. Isabella lo observaba desde la mesa de conferencias, ajustando discretamente la bufanda que llevaba sobre los hombros, pero no dijo nada. Su silencio hablaba por sí solo: había percibido la tensión. Cuando la reunión terminó y los miembros del consejo se retiraron, me quedé sola un momento, respirando hondo. Sabía que lo que sentía no era coincidencia. Sabía que lo había amado antes, en otra vida. Y ahora, aquí, en Berlín, el destino me obligaba a enfrentarlo de nuevo. Pero también sabía que nada sería fácil. Carlos tenía obligaciones, compromisos, y había alguien más en su vida. Y yo… yo tendría que decidir si me dejaba arrastrar por esa certeza antigua o si mantenía la distancia, aunque cada fibra de mi ser me gritara que no podía. Aferrándome al bolso, salí del CCE mientras el cielo gris amenazaba con otra lluvia, y por un instante, cerré los ojos. —Otra vez tú —susurré al viento—. ¿Por qué otra vez? El eco de mi propia voz se perdió entre el tráfico y las hojas secas. Pero la respuesta… la respuesta estaba en él, en cómo me miraba, y en lo que todavía no nos atrevimos a decir.






