Mundo de ficçãoIniciar sessãoPOV Carlos
Nunca he creído en coincidencias. Tampoco en destinos, ni nada de esas tonterías de las que la gente habla. Siempre pensé que los hombres inventamos esas ideas para justificar los errores que no queremos aceptar. Pero desde que la vi entrar en la sala de restauración, supe que algo en mí se quebró, aunque no sé qué era exactamente lo que se rompía. La primera vez que nuestros ojos se cruzaron, tuve la sensación absurda de estar recordando algo que nunca viví. Como si su rostro perteneciera a un lugar al que había ido alguna vez en sueños. La observé caminar entre las mesas con esa serenidad que solo tienen quienes no necesitan demostrar nada. No era una mujer de esas que se esfuerzan por llamar la atención; simplemente la atraía. Su voz, sus gestos, la forma en que se detenía frente a los manuscritos, como si los conociera desde antes de abrirlos. No, no era normal. No soy un hombre dado a supersticiones. Mi vida se rige por horarios, contratos y lealtades. Dirijo un instituto cultural, pero en realidad paso la mitad del tiempo negociando con políticos, empresarios y ministerios que financian proyectos que apenas entienden. Todo lo que he construido depende del control. Y ella llegó para desordenarlo. —¿Le ha pasado alguna vez tener la sensación de conocer a alguien sin haberlo visto antes? Le hice esa pregunta sin pensar, más para mí que para ella. Pero cuando respondió “a veces”, algo se encendió en mi pecho, un calor incómodo. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien me respondía sin rodeos. La mayoría de las personas se cuidan conmigo. Ella no. Y eso me inquietó más que cualquier otra cosa. *** Esa noche, no logré concentrarme en los informes. El sonido de la lluvia golpeando los ventanales del despacho se mezclaba con su voz, con la forma en que había pronunciado mi nombre, Carlos, como si ya me conociera. Traté de recordar si a la había visto antes, no entendía por qué sentía tanta familiaridad. Pero al final concluí que no, seguramente la recordaría, su gran belleza no era de esas que se olvidan fácilmente. No era atracción solamente —aunque también lo era, y fuerte—. Era algo distinto, una especie de reconocimiento silencioso que me descolocaba. Fui hasta el bar de la esquina, pedí un whisky y me senté frente al ventanal empañado. El reflejo en el cristal me devolvía una versión cansada de mí mismo: el hombre que todos esperan que sea. El hijo que salvó el apellido familiar. El prometido ejemplar que Isabella exhibe en los eventos. El director que nunca se equivoca. Me reí para mis adentros. Quizá por eso ella me incomodaba tanto. Porque me hacía sentir que, detrás de todo eso, había algo que no podía controlar. Saqué el móvil, abrí el chat con Isabella. Dos mensajes sin responder desde la mañana. Uno de ellos: “¿A qué hora llegas mañana? Mi madre quiere hablar contigo sobre la cena del embajador.” El otro: “No olvides traer el vino francés.” La amabilidad calculada de siempre. No había reproches, ni pasión, ni nada, solo una vida plana, aburrida sin sobresaltos, nada que se parecieran a lo que se supone que éramos, un par de enamorados, qué iban a casarse muy pronto. Quizá nunca hubo tal amor. Pero eso no importaba para nuestra unión Apagué la pantalla. *** Al día siguiente llegué antes que todos al Instituto. La lluvia había cesado, pero el aire seguía cargado de humedad. Encendí la lámpara de la oficina y abrí la carpeta del Archivo Erebus. Los documentos eran fascinantes. Fragmentos de diarios, notas militares, símbolos. Algunos hablaban de un programa oculto, otros parecían cartas personales. Pero lo que más me perturbaba era la firma: C. A. Müller. Mis mismas iniciales. No debería haberme afectado. Sin embargo, sentí un escalofrío. El nombre, la época, la coincidencia. Todo parecía una burla del azar. Guardé las hojas de nuevo y me serví un café. La lógica, me recordé, siempre tiene una explicación. Y entonces escuché el sonido de sus pasos en el pasillo. Ligero. Preciso. Antes de verla, ya sabía que era ella. *** —Buenos días, señor Albrecht. —Carlos —la corregí sin pensar—. Prefiero que me llame por mi nombre. Su mirada se detuvo un segundo en la mía, como si evaluara si aceptar o no esa cercanía. —Está bien, Carlos. Nunca había escuchado mi nombre sonar así. Casi como si me lo devolviera después de haberlo guardado durante mucho tiempo. Se sentó frente a mí y comenzó a extender las hojas que había trabajado. Me habló de patrones en la caligrafía, de un lenguaje híbrido entre latín y alemán gótico, de referencias al mito de Orfeo y al descenso a la oscuridad. Yo apenas escuchaba las palabras. La observaba. El movimiento de sus manos, el brillo de su cabello bajo la luz. Cada detalle me hipnotizaba con una familiaridad inexplicable. —¿Carlos? —repitió, al notar mi silencio. Parpadeé, incómodo. —Sí… disculpe. Estaba pensando en lo del cifrado. Ella asintió, pero su sonrisa tenía un matiz que me hizo sentir descubierto. Como si hubiera leído lo que realmente pasaba por mi mente. *** A mediodía, Isabella me llamó. —¿Estás en el instituto? —Su voz sonaba dulce, controlada. Siempre controlada. —Sí. —Te noto distante últimamente. —Solo es trabajo. —Siempre lo es —dijo, y pude imaginar su expresión fría detrás del teléfono—. No olvides la cena de esta noche. —No lo olvidaré. Colgó sin despedirse. Me quedé mirando la pantalla unos segundos. Entonces levanté la vista, y vi a Elena en el otro extremo del pasillo, observando un lienzo restaurado. Su perfil recortado por la luz parecía sacado de otro siglo. Me sorprendí pensando en cómo sería tocar su rostro, si su piel también tendría esa textura de algo que uno ya ha soñado antes. Negué con la cabeza, irritado. No podía permitirme esa clase de pensamientos. Isabella y yo estábamos comprometidos, y además, Elena era parte del proyecto. Yo no era un adolescente impresionable. Y, sin embargo, cada vez que ella se acercaba, algo en mí se estremecía, como si una parte antigua de mi cuerpo la reconociera antes que mi razón. Esa noche, en la cena, Isabella habló sin pausa sobre el evento del ministerio, los donantes, los nombres influyentes que vendrían al baile de fin de año. Yo asentía, sonreía en los momentos correctos. Pero mi mente seguía en el instituto, en los papeles del archivo, en los ojos de Elena cuando mencionó el mito de Orfeo. La música del restaurante era suave, un piano que apenas se oía. Hasta que de pronto, el pianista cambió de melodía. Una antigua, una que yo no recordaba haber escuchado jamás, pero que de alguna forma conocía. Me detuve, con el tenedor suspendido a mitad del aire. —¿Pasa algo? —preguntó Isabella. —Esa melodía… —murmuré—. —¿Cuál? —Nada, olvídalo. Pero no pude. Porque en ese instante, una imagen fugaz cruzó mi mente: un campo lleno de polvo, una mujer corriendo entre la niebla, y mi propia voz llamándola por un nombre que se desvanecía antes de alcanzarlo. Cerré los ojos. Cuando los abrí, Isabella me miraba con extrañeza. —Carlos, ¿te encuentras bien? —Sí —mentí—. Solo estoy cansado. *** Al regresar a casa, me serví otro whisky y me quedé frente a la ventana. Berlín brillaba con esa luz fría que nunca termina de apagarse. Pensé en Elena. En su forma de mirar, en la sensación de que algo entre nosotros había comenzado mucho antes de que nos presentaran. No creo en coincidencias. Pero esta vez, empiezo a temer que la lógica no alcance. Porque cuando cierro los ojos, veo su rostro. Y en mi pecho algo me dice que ya la perdí una vez. Aunque no recuerde cuándo.






