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POV Elena
Berlín siempre me pareció una ciudad que recordaba demasiado. Cada esquina es una cicatriz cubierta de luz: edificios nuevos erigidos sobre ruinas, museos que fingen neutralidad, estatuas que no piden perdón. Me mudé aquí pensando que podría empezar de nuevo, pero desde el primer día comprendí que las ciudades, como las personas, también guardan sus fantasmas. Yo, al menos, ya convivía con los míos. El taxi se detuvo frente a un edificio de piedra gris, de esos que el tiempo nunca termina de domesticar. La sede del Institut für Restaurierung und Kulturerbe ocupaba toda la manzana, con ventanales enormes y una bandera que ondeaba sin convicción. Bajé del coche, ajusté mi bufanda y respiré el aire húmedo del invierno. Berlín olía a historia, y a secretos. —Elena Varela —dije en la recepción, mostrando la carta de invitación—. Me esperan para una reunión con el director del proyecto Erebus. La mujer me miró apenas un segundo antes de entregarme una acreditación con mi nombre impreso. Su gesto era tan mecánico que casi me resultó cómico. Los europeos del norte tienen esa forma particular de parecer ausentes incluso cuando te están observando. El ascensor subió con lentitud, reflejando mi rostro multiplicado en las paredes metálicas. Mi reflejo se veía pálido, cansado, con los ojos de alguien que no había dormido bien… o que había soñado demasiado. Desde hacía semanas, las pesadillas volvían: una plaza llena de humo, un hombre arrodillado, y mi propia voz gritando un nombre que nunca lograba recordar al despertar. Solo el eco. El piso ocho se abrió con un sonido seco. Un pasillo de madera clara conducía a una sala amplia llena de cajas, lienzos y mesas de trabajo. Un grupo de restauradores se movía en silencio, envueltos en batas blancas. Y en medio de todos, él. El hombre que había visto en mis sueños. No lo reconocí por la ropa —un traje oscuro impecable, ni por el porte seguro con que revisaba un documento— sino por algo más profundo. Fue su mirada. Esa mirada imposible de olvidar aunque nunca la hayas visto antes. Él levantó la vista justo cuando crucé la puerta, como si me hubiera estado esperando. —¿Señorita Varela? —preguntó en un inglés con acento leve—. Soy Carlos Albrecht, director del Instituto. El mundo se me contrajo un segundo. Su voz era baja, firme, pero contenía algo familiar, como la melodía de una canción antigua que uno tararea sin saber por qué. Tragué saliva antes de responder. —Un placer conocerlo, señor Albrecht. —Le tendí la mano. Sentí un leve temblor en la mía, disimulado bajo la sonrisa profesional. Su contacto fue breve, pero el calor que me recorrió el brazo me desconcertó. Lo solté antes de que pudiera notarlo. —He leído su expediente —dijo, guiándome hacia una mesa cubierta de documentos—. Lingüista, especialista en lenguas muertas, restauradora de códices y… música antigua. —Sí. —Sonreí apenas—. Los idiomas me resultan familiares, incluso los que no conozco. No lo dije por vanidad. Era la verdad. Desde niña había tenido una facilidad inexplicable para aprender idiomas, como si solo necesitara recordarlos. Carlos asintió, pero su expresión permaneció impasible. Era un hombre que parecía medir cada palabra, cada silencio. Su cabello oscuro, su mandíbula marcada, los ojos grises que no dejaban adivinar lo que pensaba. Lo observé disimuladamente, intentando encontrar en su rostro alguna explicación lógica a la sensación que me había provocado. No la encontré. —El proyecto para el que la hemos convocado —continuó— es delicado. Trabajamos en la restauración de un conjunto de documentos de la posguerra, encontrados en un monasterio al sur de Baviera. Los llamamos Archivo Erebus. —¿Por qué Erebus? —Por lo que representan —dijo sin apartar la vista de los papeles—. Oscuridad. Secretos. Algunos textos están cifrados con un método que nuestros analistas no han podido descifrar. Usted parece la indicada para intentarlo. —¿Qué tipo de cifrado? —Una mezcla de latín, árabe y alemán antiguo. Los manuscritos fueron escritos entre 1939 y 1946. —¿Y cuál es su contenido? —Aún no lo sabemos. —Su tono cambió apenas, más serio—. Pero ciertas instituciones estarían… interesadas en que no se sepa. Aquella última frase me dejó helada. No era la primera vez que trabajaba con documentos “delicados”, pero había algo en su forma de decirlo, en esa mezcla de advertencia y desafío, que me hizo sentir observada. —Entiendo —respondí—. Aun así, necesitaré acceso completo al material. No puedo trabajar con restricciones. —Lo tendrá. —Su mirada se detuvo un segundo en mi rostro—. Pero confío en su discreción. Por un instante, el aire entre nosotros pareció densificarse. Tuve la sensación de que esa conversación ya había ocurrido alguna vez, en otro lugar, con otras palabras. Y que el final había sido trágico. Me asignaron una oficina pequeña, llena de libros y con una ventana que daba a un patio interno. Sobre el escritorio había una caja sellada con cinta roja: Erebus / Documento 001. La abrí con cuidado. Dentro había varias hojas amarillentas, escritas con una caligrafía firme. En la esquina superior, un sello con el escudo de Prusia. Mientras ajustaba la lámpara para examinarlas, escuché pasos acercarse. No tuve que girarme para saber quién era. —¿Le gusta trabajar en silencio? —preguntó Carlos desde la puerta. —Me concentro mejor —respondí sin apartar la vista de los documentos. —Curioso. Yo también. Su tono era amable, pero tenía ese filo de control que usan los hombres acostumbrados a mandar. Me incomodó y me intrigó al mismo tiempo. —¿Ha encontrado algo interesante? —Todavía no. —Levanté una de las hojas—. Pero esta firma… Se la mostré. En la esquina inferior se leía, con tinta casi borrada: C. A. M. —Parece una inicial de autor —añadí. Carlos se inclinó sobre mi hombro para observarla. Su cercanía me heló la piel. —C. A. Müller —murmuró—. Era un piloto del ejército alemán. Desapareció en 1946. —¿Y por qué un piloto escribiría cartas cifradas? —Esa es una de las preguntas que queremos responder. Su respiración rozó mi cuello al hablar. No sé cuánto tiempo pasó antes de que se apartara. Cuando lo hizo, el aire pareció regresar a mis pulmones. —Mañana tendremos una reunión con el resto del equipo —dijo, ya desde la puerta—. Quiero que les presente sus primeros avances. —Entendido. Antes de salir, se detuvo un segundo. —¿Le ha pasado alguna vez… tener la sensación de conocer a alguien sin haberlo visto antes? Su pregunta me desarmó. —A veces —dije con sinceridad—. ¿Por qué lo pregunta? —Por curiosidad. —Sonrió apenas, esa sonrisa breve que deja más dudas que respuestas—. Buenas noches, señorita Varela. Lo vi alejarse por el pasillo, alto, preciso, con la seguridad de quien pertenece a ese mundo. Yo, en cambio, sentía que acababa de cruzar una frontera invisible. Esa noche apenas dormí. Llevaba el manuscrito en la cabeza, repitiendo mentalmente las palabras incompletas, los símbolos que no pertenecían a ningún alfabeto conocido. Cerré los ojos, y el sonido de la lluvia contra la ventana se transformó en otra cosa: el rugido de un avión. Olía a humo, a metal caliente. Corría por un campo abierto, llamando un nombre. “¡Carlos!” Desperté jadeando, con la sábana enredada entre las piernas. La tormenta seguía afuera, y en el reflejo del espejo del baño vi mis propios ojos enrojecidos, dilatados. Por un instante, creí que no eran los míos. Eran los de otra mujer, más joven, con el cabello recogido y la piel manchada de sangre. Me sujeté al lavabo, intentando calmarme. No era la primera vez que me pasaba, pero nunca había sido tan vívido. Al día siguiente, cuando llegué al instituto, el cielo aún estaba cubierto. Carlos estaba junto a la ventana de la sala de reuniones, observando la lluvia caer sobre el patio. Su semblante parecía distinto, como si también hubiera pasado la noche en vela. —¿Durmió bien? —pregunté, intentando sonar casual. —Digamos que no soy amigo de las tormentas —respondió sin mirarme. Hubo algo en su tono que me atravesó. Como si aquella simple frase escondiera un recuerdo compartido. Me senté frente a él, y mientras comenzábamos a revisar el material, no pude evitar pensar que nuestras vidas acababan de entrelazarse otra vez. Solo que él aún no lo sabía.






