Elena
La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz dorada que se filtraba desde la calle. El murmullo lejano de la ciudad entraba amortiguado por los cristales gruesos, como si Marrakech respirara despacio para no despertarnos.
Me quité los zapatos con cuidado, dejándolos alineados junto a la pared, y avancé descalza sobre la alfombra. Cada movimiento lo hacía consciente, medido, como si el simple acto de existir pudiera alterar algo frágil en el aire.
Compartir habitación con Matías no era incómodo en el sentido tradicional. No había peligro, ni tensión oscura, ni ese peso que a veces se instala cuando un espacio se vuelve demasiado estrecho para dos voluntades.
Era otra cosa.
Una incomodidad suave.
Nervios contenidos.
Una cercanía que no se imponía, pero que estaba ahí.
Matías ya se había quitado la chaqueta y aflojado la corbata. Se movía con naturalidad, sin invadir, sin mirar de más. Abrió su maleta, sacó una camiseta y un libro, como si aquella escena —dos perso