Mundo ficciónIniciar sesiónMartina Ferrer nunca pensó que su vida pudiera reducirse a dos palabras: “Sí, acepto”. Una boda que no era la suya. Un vestido que no eligió. Un esposo que amaba a otra. Cuando su hermana gemela, Manuela, huyó a una semana del matrimonio pactado con el poderoso empresario Santiago Montero, fue Martina quien tuvo que ocupar su lugar. Obligada por su padre, acorralada por la presión familiar y las amenazas ocultas, entregó su vida a un contrato que jamás firmó con el corazón. Ahora, atrapada en una mansión que no siente como hogar y al lado de un hombre que la rechaza en público pero la confunde en privado, Martina descubre que el amor puede ser tan peligroso como la traición. La tensión con Santiago crece, el deseo se mezcla con la rabia y los silencios se convierten en un campo de batalla imposible de ignorar. Pero lo que parecía un sacrificio temporal pronto se convierte en un juego perverso cuando Manuela regresa. Con lágrimas y excusas, asegura que huyó por miedo, que las amenazas contra su padre la obligaron a escapar. Ahora reclama lo que considera suyo: el lugar de esposa, el apellido Montero y el hombre que dejó en el altar. Entre la lealtad familiar, la culpa y una atracción cada vez más intensa, Martina deberá elegir: ¿entregarle a su hermana lo que pide, aunque eso signifique perderse a sí misma? ¿O luchar contra un destino impuesto, aunque desatar esa guerra signifique destruir a todos los que ama? En un mundo de apariencias, poder y secretos, el verdadero peligro no está en lo que se muestra… sino en lo que se oculta.
Leer másPOV – MARTINA.
El espejo me devuelve a una mujer que no reconozco.
El broche de diamantes oprime mi peinado, y el moño está tan apretado que siento que mi cuero cabelludo sangra, aunque no lo haga. El vestido —satén blanco que se aferra a mis costillas, bordado de cristales que brillan con falsedad— parece un disfraz. ¿Princesa? ¿Mártir? No sé. Solo sé que me ahoga.
La piel pálida, los labios rígidos, los ojos sin vida. No hay nervios, no hay ilusión. No es una boda. Es un entierro. El mío.
Me caso hoy.
Con un hombre al que no amo. Con alguien que apenas me ha dedicado miradas cargadas de hielo y protocolo. Su apellido lo sostiene todo, no su corazón. Me caso no por amor, sino por un acuerdo. Como reemplazo de mi hermana.
Pero esto no comenzó hoy. Comenzó con una llamada.
Era de madrugada cuando el timbre del teléfono partió el silencio como un cuchillo. Contesté sin pensar, todavía con la voz dormida.
—¿Martina Ferrer? —una voz ronca, áspera, casi inhumana.
El eco metálico me recorrió los huesos. No era papá. No era nadie conocido.
—¿Quién habla?
La risa seca al otro lado del hilo fue peor que cualquier presentación.
—Tengo a tu padre. Debe mucho dinero. Si quieres que viva, obedecerás.
Mi corazón explotó en la garganta. Intenté hablar, pero lo único que salió fue un balbuceo. Entonces lo escuché: el sonido ahogado de papá. Su respiración rota, como si alguien lo hubiera golpeado.
—Papá… —dije entre lágrimas.
—Haz lo que pidan —fue todo lo que logró pronunciar antes de que se lo arrebataran de las manos.
—Tu padre no tiene con qué pagarnos —continuó la voz—. Pero puede que tú sí.
Me temblaban las piernas. Quise preguntar cómo, pero el hombre no dio detalles. Solo amenazas.
—Si no cumple, lo matamos. Tienes poco tiempo.
Colgó.
Me quedé con el auricular en la mano, escuchando un silencio más cruel que el propio secuestrador. El miedo me estrangulaba. No sabía qué hacer, no sabía dónde estaba. No podía respirar.
Minutos después, volvieron a llamar. Esta vez, reconocí de inmediato la voz quebrada de mi padre.
—Martina… escucha bien —hablaba rápido, entrecortado, como si tuviera un cuchillo sobre el cuello—. Estoy a punto de cerrar un acuerdo con la familia Montero. Con eso voy a pagar lo que debo. Pero… hay un problema.
Silencio. Yo lo supe antes de que lo dijera.
—Tu hermana, Manuela, escapó. Huyó días antes de la boda. Y sin esa boda, el acuerdo se derrumba.
Me quedé sin aire.
—¿Quieres que yo…? —la voz se me cortó en un hilo—. ¿Quieres que me case con el prometido de Manuela?
—Eres su gemela idéntica —dijo con una calma que me heló la sangre—. Nadie lo notará. Para los Montero lo importante es el apellido, no la persona.
Sacudí la cabeza aunque él no podía verme.
—No, papá. No puedo. No quiero. No es mi vida.
Su silencio me partió más que cualquier palabra. Luego lo escuché jadear, como si alguien lo hubiera empujado contra la pared.
—No tienes opción —escupió con un tono que mezclaba súplica y orden—. Si no lo haces, pierdo el acuerdo, la deuda quedará sin pagar y me matarán. No es solo mi vida, Martina. Es la ruina de todos nosotros.
Cerré los ojos. El rostro de mi hermana apareció de inmediato. EL ROSTRO DE MI HERMANA. Siempre perfecta, incluso en su caos. Sus pestañas aún manchadas de maquillaje barato, su cabello recogido con descuido, y aun así, deslumbrante. Yo, a su lado, siempre la sombra. Siempre la segunda. Y ahora, condenada a convertirme en ella.
—Por favor, hija —la voz de papá se quebró—. Hazlo por mí.
Ese “por favor” me hundió. Mi padre, el hombre que nunca pedía nada, el que solo ordenaba, el que nos aplastaba con su ambición, estaba rogando. Y yo… yo lo amaba. Aunque me hubiera hecho invisible, aunque me hubiera relegado siempre al segundo lugar, lo amaba con la devoción irracional que solo una hija puede sentir.
La decisión me desgarró por dentro, pero la respuesta salió sola:
—Está bien. Lo haré.
No fue heroísmo. Fue amor. Fue miedo. Fue desesperación.
Colgó. Y yo supe que, en ese instante, mi vida ya no me pertenecía.
Desde entonces, todo se volvió una maquinaria impersonal. Mi madre, con su rostro perfecto y sus manos de hierro, tomó las riendas como si el sacrificio fuera una tarea más en su lista de deberes. Los abogados ajustaron los papeles. Los sirvientes cambiaron invitaciones. La casa se convirtió en un teatro donde todos fingían que nada se había roto.
Nadie me preguntó si quería. Nadie me consoló. Solo había órdenes, miradas que me recordaban que mi lugar era obedecer.
Y ahora estoy aquí.
Frente al espejo.
Vestida de blanco.
El vestido no es un símbolo de pureza. Es una cadena. El broche en mi cabello es un grillete disfrazado de joya. Cada cristal sobre mi pecho brilla con la mentira de lo que estoy a punto de vivir.
Me obligo a respirar. Afuera, la ciudad bulle con su vida indiferente: coches, risas, promesas que no me pertenecen. Aquí dentro, todo huele a encierro.
Pienso en él, en el hombre con quien voy a casarme. Solo lo he visto en cenas de negocios: su porte elegante, su sonrisa contenida, sus ojos fríos como acero. Para él, esto será un contrato. Para mí, una condena.
Cierro los ojos y vuelvo a ver el rostro de Manuela. Su fuego. Su arrogancia. Su libertad. Ella escapó. Yo me quedé. Ella eligió. Yo fui elegida.
Respiro hondo. Ajusto los hombros. Camino hacia la puerta. Ya no soy yo. Soy la sombra de mi hermana. Soy su reflejo en el altar. Soy la moneda que mi padre puso en la mesa para salvar su vida.
Hoy no me caso por amor. Hoy me caso por miedo. Por deber.
Hoy me caso para que mi padre siga respirando.
Hoy me convierto en ella.
POV MartinaEl silencio en la mansión se cernía como una niebla espesa, cuando crucé el umbral esa noche. El eco de mis pasos en el mármol parecía un latido acelerado, un recordatorio de que el tiempo se agotaba. Dante me esperaba en la sala principal, rodeado por mi madre y Graciela. Sus rostros eran máscaras de tensión: Dante con los brazos cruzados, listo para la batalla; mi madre, con las manos entrelazadas en un nudo de ansiedad; y Graciela, erguida como una reina guerrera, con esa mirada de acero que había forjado imperios y destruido enemigos.No perdí tiempo en preludios. Me planté frente a ellos, el ultimátum de Manuela aún quemándome en la garganta como veneno.—Manuela está aquí. La vi hoy. Me amenazó... nos amenazó a todos. A mí, a Santiago... y a los niños.El aire se volvió irrespirable. Mi madre ahogó un gemido, sus ojos llenos de un terror que conocía demasiado bien: el de una mujer que ya había perdido tanto. Graciela, en cambio, entrecerró los ojos, su mandíbula tens
POV Martina.El día amaneció con una claridad, tenía que organizar la empresa antes de que cualquier rumor sobre mi ausencia se convirtiera en veneno para los inversores. No les daría esa satisfacción. Caminé hacia la sede principal con tacones que resonaban como disparos en el mármol, el abrigo negro ondeando como una capa de guerra. Desde la recepción, los empleados me miraban con una mezcla de respeto reverencial y alivio palpable; sabían que cuando yo entraba, las cosas ocurrían.En la sala de juntas, Gael ya esperaba con una carpeta gruesa y pilas de documentos que parecían montañas. Marcela estaba a su lado, revisando algo en su tablet, pero algo en el aire estaba raro. Gael evitaba mirarla directamente; ella lucía tensa, los hombros rígidos. No pregunté. Me senté en la cabecera, quité el abrigo y abrí la primera carpeta.—Contratos pendientes, propuestas de expansión, presupuestos de la clínica —señaló Gael, voz profesional, pero con un matiz que no identifiqué—. Firma aquí, aq
NARRADOR.La tarde caía pesada sobre la ciudad, con un sol anaranjado que se filtraba entre los edificios como sangre diluida. Gael salió de la mansión Montero con el pecho apretado, los papeles firmados aún en la mano, pero la mente en otro lado. Martina. Su nombre era un eco que lo perseguía desde el pueblo, desde aquellos días en que ella era la chica inalcanzable y él el amigo silencioso. Ahora, con Santiago de vuelta —vivo, respirando, robándole el espacio que había ocupado en su ausencia—, algo se rompió dentro de él. No era rabia limpia; era una molestia sorda, un resentimiento que lo empujó a caminar sin rumbo hasta un bar discreto en el centro: luces tenues, música baja, olor a whiskey viejo y madera húmeda.Se sentó en la barra, pidió un doble de bourbon sin hielo. Uno. Dos. Tres. El alcohol quemaba, pero no borraba la imagen: Martina sonriendo al hablar de él, de su familia. Gael bebió solo, murmurando para sí, los codos en la madera rayada.La puerta del bar se abrió con u
POV Martina.Entrar en esa habitación y ver a Santiago con los niños fue como asomarme a una grieta en el tiempo: un instante suspendido donde el pasado y el futuro chocaban. Gabriela —mi torbellino de rizos y risas— se había lanzado a su cuello como si nunca se hubieran separado, sus bracitos apretando con una fuerza que parecía querer fundirse con él. Y él…Dios, él la abrazó. No fue el gesto rígido de un extraño; fue instintivo, cálido, sus manos grandes envolviendo su espalda menuda como si el cuerpo recordara lo que la mente negaba. Vi el destello: una sonrisa. Breve, apenas un tirón en la comisura de los labios, pero real. Suficiente para que una llama diminuta, frágil, se encendiera en mi pecho después de años de cenizas.Luego miró a Gabriel. Mi hijo mayor, serio como un soldado de diez años, con esos ojos oscuros idénticos a los de su padre clavados en él. No corrió. No sonrió. Solo observó, como si buscara una grieta en la fachada del desconocido. Y Santiago… lo miró de vuel
POV Santiago.El encierro no es solo paredes. Es un zumbido constante en los oídos: el clic de la cerradura electrónica cada vez que alguien entra, el golpe seco de la bandeja del desayuno deslizándose por la ranura, el silencio absoluto que cae como plomo cuando la puerta se cierra de nuevo. Cuatro paredes blancas, impersonales, con una cama king size que parece demasiado grande para un solo hombre. Un armario con ropa que no elegí —camisetas grises, pantalones negros, todo idéntico—. Y las cámaras. Siempre las cámaras. Dos en las esquinas superiores, lentes negros que parpadean rojo cada pocos segundos. Me observan dormir, comer, pensar. Me hacen sentir como un animal en un laboratorio.No sé quiénes son. El grandote de cicatriz en la mejilla —Dante, creo— entra dos veces al día con comida y agua. Me mira como si fuera una bomba a punto de estallar. Los médicos —tres, siempre los mismos— me pinchan, me escanean, me preguntan “¿dolor de cabeza?” con voces clínicas. Y ella. Martina
POV Manuela.El olor a humo me golpeó como una bofetada antes de que el camino privado se abriera ante mis ojos. Al principio, mi mente racional lo descartó: algún idiota de los viñedos quemando rastrojos secos, el viento trayendo la peste hasta Posillipo. Pero entonces vi la columna negra, densa, retorcida, ascendiendo al cielo como una serpiente venenosa que se tragaba el sol poniente. Mi pie pisó el acelerador hasta el fondo; el motor del Maserati rugió como un animal herido, devorando el asfalto.Llegué derrapando. El calor me abofeteó el rostro antes de que bajara del coche: un aliento de infierno que me secó la garganta y me hizo lagrimear. La mansión —mi mansión, mi fortaleza, mi jaula dorada— ardía con furia bíblica. Las llamas lamían las paredes de piedra como lenguas rojas, devorando cortinas, muebles, recuerdos. Los guardias corrían como hormigas enloquecidas: mangueras inútiles, extintores vacíos, cuerpos arrastrados fuera de las ruinas humeantes.—¡SANTIAGO! Mi grito ras
Último capítulo