POV – MARTINA.
El espejo me devuelve a una mujer que no reconozco.
El broche de diamantes oprime mi peinado, y el moño está tan apretado que siento que mi cuero cabelludo sangra, aunque no lo haga. El vestido —satén blanco que se aferra a mis costillas, bordado de cristales que brillan con falsedad— parece un disfraz. ¿Princesa? ¿Mártir? No sé. Solo sé que me ahoga.
La piel pálida, los labios rígidos, los ojos sin vida. No hay nervios, no hay ilusión. No es una boda. Es un entierro. El mío.
Me caso hoy.
Con un hombre al que no amo. Con alguien que apenas me ha dedicado miradas cargadas de hielo y protocolo. Su apellido lo sostiene todo, no su corazón. Me caso no por amor, sino por un acuerdo. Como reemplazo de mi hermana.
Pero esto no comenzó hoy. Comenzó con una llamada.
Era de madrugada cuando el timbre del teléfono partió el silencio como un cuchillo. Contesté sin pensar, todavía con la voz dormida.
—¿Martina Ferrer? —una voz ronca, áspera, casi inhumana.
El eco metálico me recorrió los huesos. No era papá. No era nadie conocido.
—¿Quién habla?
La risa seca al otro lado del hilo fue peor que cualquier presentación.
—Tengo a tu padre. Debe mucho dinero. Si quieres que viva, obedecerás.
Mi corazón explotó en la garganta. Intenté hablar, pero lo único que salió fue un balbuceo. Entonces lo escuché: el sonido ahogado de papá. Su respiración rota, como si alguien lo hubiera golpeado.
—Papá… —dije entre lágrimas.
—Haz lo que pidan —fue todo lo que logró pronunciar antes de que se lo arrebataran de las manos.
—Tu padre no tiene con qué pagarnos —continuó la voz—. Pero puede que tú sí.
Me temblaban las piernas. Quise preguntar cómo, pero el hombre no dio detalles. Solo amenazas.
—Si no cumple, lo matamos. Tienes poco tiempo.
Colgó.
Me quedé con el auricular en la mano, escuchando un silencio más cruel que el propio secuestrador. El miedo me estrangulaba. No sabía qué hacer, no sabía dónde estaba. No podía respirar.
Minutos después, volvieron a llamar. Esta vez, reconocí de inmediato la voz quebrada de mi padre.
—Martina… escucha bien —hablaba rápido, entrecortado, como si tuviera un cuchillo sobre el cuello—. Estoy a punto de cerrar un acuerdo con la familia Montero. Con eso voy a pagar lo que debo. Pero… hay un problema.
Silencio. Yo lo supe antes de que lo dijera.
—Tu hermana, Manuela, escapó. Huyó días antes de la boda. Y sin esa boda, el acuerdo se derrumba.
Me quedé sin aire.
—¿Quieres que yo…? —la voz se me cortó en un hilo—. ¿Quieres que me case con el prometido de Manuela?
—Eres su gemela idéntica —dijo con una calma que me heló la sangre—. Nadie lo notará. Para los Montero lo importante es el apellido, no la persona.
Sacudí la cabeza aunque él no podía verme.
—No, papá. No puedo. No quiero. No es mi vida.
Su silencio me partió más que cualquier palabra. Luego lo escuché jadear, como si alguien lo hubiera empujado contra la pared.
—No tienes opción —escupió con un tono que mezclaba súplica y orden—. Si no lo haces, pierdo el acuerdo, la deuda quedará sin pagar y me matarán. No es solo mi vida, Martina. Es la ruina de todos nosotros.
Cerré los ojos. El rostro de mi hermana apareció de inmediato. EL ROSTRO DE MI HERMANA. Siempre perfecta, incluso en su caos. Sus pestañas aún manchadas de maquillaje barato, su cabello recogido con descuido, y aun así, deslumbrante. Yo, a su lado, siempre la sombra. Siempre la segunda. Y ahora, condenada a convertirme en ella.
—Por favor, hija —la voz de papá se quebró—. Hazlo por mí.
Ese “por favor” me hundió. Mi padre, el hombre que nunca pedía nada, el que solo ordenaba, el que nos aplastaba con su ambición, estaba rogando. Y yo… yo lo amaba. Aunque me hubiera hecho invisible, aunque me hubiera relegado siempre al segundo lugar, lo amaba con la devoción irracional que solo una hija puede sentir.
La decisión me desgarró por dentro, pero la respuesta salió sola:
—Está bien. Lo haré.
No fue heroísmo. Fue amor. Fue miedo. Fue desesperación.
Colgó. Y yo supe que, en ese instante, mi vida ya no me pertenecía.
Desde entonces, todo se volvió una maquinaria impersonal. Mi madre, con su rostro perfecto y sus manos de hierro, tomó las riendas como si el sacrificio fuera una tarea más en su lista de deberes. Los abogados ajustaron los papeles. Los sirvientes cambiaron invitaciones. La casa se convirtió en un teatro donde todos fingían que nada se había roto.
Nadie me preguntó si quería. Nadie me consoló. Solo había órdenes, miradas que me recordaban que mi lugar era obedecer.
Y ahora estoy aquí.
Frente al espejo.
Vestida de blanco.
El vestido no es un símbolo de pureza. Es una cadena. El broche en mi cabello es un grillete disfrazado de joya. Cada cristal sobre mi pecho brilla con la mentira de lo que estoy a punto de vivir.
Me obligo a respirar. Afuera, la ciudad bulle con su vida indiferente: coches, risas, promesas que no me pertenecen. Aquí dentro, todo huele a encierro.
Pienso en él, en el hombre con quien voy a casarme. Solo lo he visto en cenas de negocios: su porte elegante, su sonrisa contenida, sus ojos fríos como acero. Para él, esto será un contrato. Para mí, una condena.
Cierro los ojos y vuelvo a ver el rostro de Manuela. Su fuego. Su arrogancia. Su libertad. Ella escapó. Yo me quedé. Ella eligió. Yo fui elegida.
Respiro hondo. Ajusto los hombros. Camino hacia la puerta. Ya no soy yo. Soy la sombra de mi hermana. Soy su reflejo en el altar. Soy la moneda que mi padre puso en la mesa para salvar su vida.
Hoy no me caso por amor. Hoy me caso por miedo. Por deber.
Hoy me caso para que mi padre siga respirando.
Hoy me convierto en ella.