Capítulo 2.

POV – MARTINA

El recuerdo llegó como un golpe seco al estómago.

No estaba siempre aquí, atrapada en vestidos de cristal y pasillos alfombrados con mentiras. Hubo un tiempo —aunque ahora parezca un sueño— en que yo vivía lejos de ellos.

En aquel pueblo polvoriento, perdido entre montañas y caminos de tierra, mi vida tenía sentido. Yo era médica en el hospital público, un edificio despintado, con pasillos húmedos y camillas oxidadas. No había recursos, las paredes sudaban humedad, las cortinas apenas ocultaban la precariedad… pero había algo más verdadero que cualquier lujo: la gratitud en los ojos de la gente.

Los niños llegaban con fiebre y mocos interminables, y yo podía aliviar su dolor con lo poco que tenía. Las madres, con las manos agrietadas de tanto trabajar, me ofrecían frutas o panes envueltos en servilletas como pago simbólico. Los ancianos me miraban como si yo fuera un milagro en bata blanca. Y yo, la hija de una familia adinerada, nunca necesité dinero. Mi apellido me protegía, pero era ahí, entre la escasez y las carencias, donde aprendí qué significaba realmente vivir.

No era perfecta mi vida. Me dolía la espalda después de largas guardias, mis ojos ardían por las noches, y mi corazón cargaba con historias que no sabía cómo soltar. Pero era mía. Mía de verdad.

Hasta que llegó esa llamada.

Tuve que dejarlo todo.

Toda mi vida se redujo a una maleta: mi bata blanca, unos pocos libros de medicina, el fonendoscopio, un par de fotografías guardadas con cuidado. Cada prenda que doblaba era un pedazo arrancado de mí. Cuando cerré la cremallera, sentí que cerraba también el único lugar donde había sido libre.

Volví a la ciudad como quien camina hacia una celda. Regresé no como hija, ni como hermana, sino como reemplazo. Reemplazo de Manuela, la gemela que no veía hacía dos años. Ella había elegido huir. Yo fui obligada a quedarme.

Y ahora, aquí estoy.

—Sí, acepto —susurré, y el presente me golpeó como un puñal.

Dos palabras. Dos malditas palabras que sellaron mi condena.

Sentí la presión de una mano sobre la mía. Levanté la vista.

SANTIAGO MONTERO.

Su mirada era acero templado. Sus labios dibujaban una sonrisa cortés, casi mecánica, pero sus ojos eran puños cerrados. Me sostuvo la mano con firmeza, con la precisión de un hombre que firma un contrato, no de un hombre que se casa. Cada segundo que pasaba en esa ceremonia parecía una cadena más apretada alrededor de mi cuello.

El beso fue un insulto disfrazado de ritual. Apenas un roce en la mejilla, lo suficiente para engañar a testigos y fotógrafos, lo suficiente para que los flashes capturaran la ilusión de un inicio. Pero vacío. Vacío como una tumba. Y, aun así, selló la farsa que ahora portaba mi nombre.

El aplauso resonó como un eco hueco. La música subió. Las puertas del salón se abrieron y la celebración comenzó con la perfección enfermiza de un catálogo de bodas de lujo.

Candelabros de cristal colgaban como constelaciones artificiales. Las mesas rebosaban de flores blancas y copas alineadas con precisión matemática. Los invitados reían, bebían, brindaban como si fueran parte de un cuento de hadas. Un cuento que no era mío.

Yo no era la princesa. Era el reemplazo.

Escuchaba voces lejanas, felicitaciones vacías, frases huecas sobre mi belleza, sobre lo afortunado que era Santiago, sobre lo radiante que me veía. Sonrisas falsas. Palmas en mi espalda. Copas que se alzaban en mi honor mientras yo quería gritar hasta desgarrarme.

El vals llegó como un protocolo más.

Su mano rozó mi cintura con distancia quirúrgica. Su cuerpo era rígido, su respiración controlada. Nos movíamos como dos extraños atados a la misma mentira.

Entonces apareció él.

Mi padre.

Se acercó con su porte altivo, con la mirada orgullosa de quien contempla su triunfo. Me observó girar bajo las luces doradas y se inclinó apenas lo suficiente para susurrar:

—No lo arruines, Martina. Recuerda que para todos aquí… tú eres Manuela.

Su sonrisa era satisfacción pura. Yo tragué un nudo tan espeso que me dolió el pecho.

Miré a Santiago. No dijo nada. Ni una palabra de complicidad, ni un gesto de alivio. Solo el compás. Contaba los segundos, igual que yo, esperando que la farsa terminara.

Horas después, las máscaras siguieron hasta agotarse. Cuando por fin llegamos a la habitación principal del hotel más elegante de la ciudad, el aire estaba impregnado de expectativas que nunca se cumplirían.

La cama estaba cubierta de pétalos rojos, había una botella de champán sobre la mesa, velas que parpadeaban con una calidez hipócrita. Una escena romántica diseñada para un matrimonio que no lo era.

Cerró la puerta.

El silencio fue insoportable.

Santiago se quitó el abrigo con calma, colocó su reloj sobre la mesa y entonces me miró. Sus ojos no tenían calor. Su voz fue firme, pero sin rabia.

—Antes de que avancemos más en esto, es mejor que aclaremos algunas cosas.

Yo permanecí de pie, descalza, con el vestido aún puesto.

—Esto no es un verdadero matrimonio —continuó—. Es un contrato. Un compromiso familiar. No necesitamos fingir cuando estamos solos.

Sentí la sangre enfriar en mis venas, aunque ya lo sabía.

—No tenemos que dormir juntos en esta cama. De hecho, no lo haremos. Yo usaré el sofá. No me interesa tu vida privada, ni espero que te involucres en la mía. Nos veremos en cenas, reuniones, eventos. Nada más.

Me crucé de brazos. La voz me salió rota:

—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

Asentí con dureza. Me quité los pendientes despacio, dejando que el silencio llenara el espacio. Él abrió el armario, sacó una almohada, pero justo entonces su teléfono vibró.

Miró la pantalla. Por un segundo, algo cambió en su rostro. Una sombra fugaz, apenas perceptible, pero suficiente para tensar su mandíbula.

—¿Qué pasa? —pregunté, aún en mi vestido de novia.

No respondió.

Se volvió a poner el abrigo, guardó el móvil en el bolsillo y caminó hacia la puerta.

—Santiago…

—No salgas de la habitación —ordenó. Su voz era baja, firme, cortante.

—¿A dónde vas?

Me miró. Por un instante, juraría que vi una fisura en su coraza: preocupación, quizá ira. Algo humano.

—Tengo que encargarme de algo.

Y se fue.

La puerta se cerró detrás de él, dejándome sola en aquella habitación engalanada. Las velas seguían encendidas, la cama seguía cubierta de pétalos, el champán intacto. Todo parecía preparado para una noche de amor, pero en realidad era el escenario perfecto para mi soledad.

Me senté en el borde de la cama, todavía vestida de blanco, con los hombros temblando bajo el peso de un silencio demasiado denso. Miré la puerta cerrada como si fuera un muro. Y lo entendí:

Esto apenas empezaba.

Y no terminaría bien.

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