POV – MARTINA
Negarme era lo único que me quedaba. Negarme a la vida que me imponían, a la mentira que me obligaron a encarnar, al matrimonio que me sofocaba como una soga apretada en la garganta. Y sin embargo, cuando cerraba los ojos, lo que me perseguía no era Santiago ni mi padre, sino un recuerdo más lejano, más íntimo.
Ese pueblo olvidado donde encontré una familia que no compartía mi sangre.
Ese hospital pobre donde curaba más con caricias que con medicinas.
Ese rostro que me acompañó cada tarde, cuando salía agotada de las consultas.
Él.
Nunca le confesé lo que sentía. Él tampoco me lo dijo. Y sin embargo, todo estaba ahí, flotando entre miradas demasiado largas y silencios demasiado intensos. Nos abrazábamos como amigos, pero su piel ardía contra la mía. Reíamos como compañeros, pero cada risa era una promesa rota.
Cuando mi vida dio un giro brutal y me arrancaron de ese mundo sencillo, ni siquiera pude despedirme. Solo empaqué mi vida en una maleta y desaparecí, como un fantasma.
El teléfono en mi mesita vibró. Lo tomé sin pensar. Un número conocido. Su número.
—¿Martina? —su voz me atravesó como un cuchillo.
Tragué saliva. Cerré los ojos.
—Hola.
—¿Dónde estás? —la urgencia en su tono me apretó el pecho—. Desapareciste de un día para otro. El hospital te necesita. Los niños preguntan por ti. La gente está desesperada. Yo… yo estoy desesperado.
—No voy a volver nunca más —dije de golpe, como quien arranca una venda podrida.
El silencio del otro lado me rompió.
—¿Qué estás diciendo? —su voz tembló—. No puedes decirme eso.
—Es la verdad. Olvídame. Hazlo, por favor.
Respiró hondo. Pude escuchar su dolor contenido.
—No puedo olvidarte. ¿Lo entiendes? Yo… te amo.
Una carcajada amarga se me escapó entre lágrimas.
—¿Y por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué callaste? Te esperé… tantas veces, tantas noches. Pensé que un día lo confesarías, que darías ese paso. Pero no lo hiciste.
—Martina…
—Ahora ya no importa —lo interrumpí—. Nunca vamos a estar juntos. Nunca.
Colgué antes de que pudiera responder. Me quedé mirando el techo, con los ojos ardiendo. Esa confesión tardía era como un clavo oxidado atravesando mi pecho. El amor que pudo ser. El amor que nunca será.
Más tarde, la necesidad de respuestas me impulsó a marcar otro número. El de mi madre.
—Martina, hija… —contestó con un suspiro cargado de alivio.
—Hola, mamá. ¿Cómo estás?
—Bien, hija. ¿Y tú? ¿Cómo te trata tu esposo?
Sentí la risa amarga subirme a la garganta.
—¿Cómo crees? Apenas lo veo. Pero no llamo por él. Llamo porque quiero saber por qué no me dijiste la verdad.
Silencio. Un silencio que me taladró los oídos. Hasta que llegó su voz, baja, culpable.
—Lo siento. Tu padre me obligó a callar. Yo no sabía nada de la mafia ni de las deudas.
—¡Mentira! —grité, con la voz rota—. Si me lo hubieras dicho, hubiéramos encontrado otra salida. Podíamos pedir un préstamo, vender acciones, buscar ayuda.
—No, Martina. No podíamos. Las únicas acciones disponibles son tuyas y las de tu hermana. Solo podían liberarse cumpliendo la voluntad de tu abuelo. Por eso tu padre te obligó a casarte.
Me cubrí el rostro con la mano, temblando de rabia.
—Esto es injusto. Manuela sabía todo y aun así huyó. Me dejó condenada.
—Tu hermana siempre se prioriza a sí misma. Tú lo sabes. —La voz de mamá se quebró—. Por favor, hija, ayúdanos. Trata de ganarte a tu esposo. Te lo ruego.
Un nudo se formó en mi garganta.
—¿Cómo pretendes que lo haga? Ni él me quiere, ni yo lo quiero a él. ¿Cómo se supone que tengamos un hijo?
—No tienes que tenerlo ahora. Santiago pagó las deudas de tu padre con una condición: que el matrimonio dure cinco años.
—¡Cinco años! —me llevé la mano al pecho—. ¿Cinco años atada a un desconocido que me odia?
—Es eso o la muerte de tus padres. Esos hombres no dudan en matar.
Me desplomé en la cama. Cerré los ojos con fuerza.
—¿Y si tengo un hijo? ¿Qué pasa después?
—Nada —dijo con frialdad—. Te divorcias y peleas por él. Encontraremos la forma de que no se quede con los Montero.
—¿Me estás escuchando, mamá? —mi voz se quebró—. ¿De verdad me pides que le dé un hijo a un desconocido? Además… era el prometido de Manuela. Él jamás me verá con otros ojos. Me desprecia.
—Tranquila, hija. Debes encontrar la manera de adaptarte. Conquístalo. De eso depende la vida de todos. Incluso la tuya. ¿De verdad creías que ibas a esconderte en ese pueblo de m****a toda tu vida?
Sentí que algo se rompía dentro de mí.
—Mamá… no hables así. Ese pueblo fue mi hogar. Esa gente fue mi familia.
—¡Pues madura de una vez, Martina! —su grito me cortó la respiración—. Te fuiste, nos abandonaste, y ahora que tu familia te necesita, te niegas a hacer algo tan sencillo como acostarte con un hombre y tener un hijo.
—¡Sencillo! —escupí la palabra—. ¿Eso piensas? ¿Que es sencillo? ¿Entregar mi cuerpo, mi vida, a un extraño?
—Tu hermana lo iba a hacer. Estoy segura de que algo le pasó, que pronto volverá.
Un silencio pesado cayó entre nosotras.
—No me importa si vuelve o no vuelve —dije, temblando—. ¡Yo quiero mi vida de vuelta!
Colgué de golpe. El teléfono cayó al suelo. Me abracé las rodillas y lloré como una niña perdida, sola, traicionada por todos.
Pasé el resto del día encerrada en mi habitación. Dando vueltas en la cama, sin poder calmar mi mente. ¿Cómo carajos pasó todo esto? ¿En qué momento mi padre dejó de ser un empresario para convertirse en un criminal? ¿Cuántas verdades más me ocultaban?
Golpecitos suaves en la puerta me hicieron levantar la vista.
—Señora —la voz de Juana se filtró con cuidado—, el joven Santiago desea que lo acompañe a cenar.
Me quedé inmóvil. ¿Cenar? ¿Con él?
—¿Estás segura?
—Sí. Sus palabras fueron: “Dile que baje a cenar.”
Respiré hondo.
—Está bien. Iré a cambiarme.
Me duché lentamente, como si el agua pudiera borrar la rabia. Me puse jeans ceñidos y una blusa blanca de seda. No era el estilo de Manuela. Era mío.
El comedor estaba iluminado con luces cálidas. Santiago me esperaba, impecable en su traje oscuro, copa de vino en la mano.
—Te tardaste mucho —dijo.
—No sabía que debía compartir la mesa contigo. Fuiste claro la noche de bodas.
Pareció sorprendido. Luego bebió un sorbo y desvió la mirada.
—Juana, sirve la cena.
Comimos en silencio. Yo apenas toqué el plato.
—¿No planeas comer?
—No tengo hambre. Vine porque Juana me lo pidió.
—Es tu obligación cenar conmigo.
Lo miré con desprecio.
—Obligación. Qué palabra tan adecuada.
Él frunció el ceño, pero no respondió.
—Señora —dijo Juana, recogiendo mi plato intacto—. ¿Quiere un poco de tarta de arándanos?
La amabilidad de su voz me desarmó.
—Está bien, Juana. Comeré.
El pastel estaba delicioso. Por primera vez en días, algo me supo a alivio.
—No sabía que te gustaban tanto los dulces —comentó Santiago.
—Mi madre los hacía. A Manuela no le gustaban, así que yo comía por las dos.
Él me observó en silencio. Algo en su mirada cambió, pero no quise descifrarlo.
Terminé de comer y subí a mi cuarto. Me puse el pijama y estaba por dormir cuando escuché la ducha. Giré y lo vi. Santiago. Desnudo, tras el vidrio transparente del baño.
—¿Qué demonios…?
Salió solo con una toalla.
—Es mi habitación. No hay nada malo en que me veas.
—¡Pervertido!
Él sonrió con calma y se metió en el armario. Yo apagué la luz, furiosa. Pero sentí el colchón hundirse.
—¿Qué haces? —pregunté, alarmada.
—He cambiado de idea. Dormiremos en la misma cama. Nadie creería que estamos casados si no lo hacemos.
—Dijiste que no lo haríamos.
—Relájate. No voy a tocarte.
Lo miré con odio. Luego me giré y cerré los ojos. Pero en la oscuridad, escuchando su respiración cercana, un pensamiento me heló la sangre:
Que algún día, esa distancia entre nosotros… podía empezar a doler.