POV Martina
En ocasiones, lo más aterrador no es el caos.
Es la calma.
Esa calma densa que se instala después de una tormenta y que parece frágil, como un cristal a punto de quebrarse. Porque tras tantas batallas, cuando el horizonte se despeja, lo único que me pregunto es: ¿cuánto durará antes de que vuelva a oscurecer?
Los días recientes con Santiago habían sido precisamente eso: una calma inesperada, casi inquietante.
No es que nos hubiéramos convertido en una pareja amorosa, ni siquiera en cómplices. Pero coexistíamos sin desgarrarnos, y eso, considerando cómo comenzó todo —un contrato, una trampa, una firma que me robó la libertad—, ya parecía un milagro.
Llevábamos días compartiendo cama. Al principio, cada uno refugiado en su orilla, como dos extraños obligados a dormir en la misma isla. Él se duchaba y vestía antes de que yo entrara a la habitación, como si entendiera que necesitaba espacio. Nunca lo dijo, pero yo lo percibía. Ese detalle —mínimo, silencioso— lo agradecía más