Capítulo 3.

POV – MARTINA

Desperté con un sabor amargo en la boca, como si hubiera tragado hierro oxidado durante la noche. Todo mi cuerpo estaba adormecido. La luz que se filtraba por las cortinas era cruel, demasiado blanca, demasiado limpia para el desastre en el que me encontraba.

El vestido nupcial seguía adherido a mi piel. Pesado. Asfixiante. El corsé me apretaba las costillas hasta dejarme sin aire, y la tela satinada, manchada en el borde por la humedad de mi sudor y lágrimas, se sentía como una jaula. Intenté levantarme, pero cada movimiento dolía. Me dolían los pies, los hombros, la espalda, como si hubiera cargado el peso del mundo entero.

Arrastré mis pasos hasta el baño. Frente al espejo, no reconocí el reflejo. El maquillaje corrido me dejaba manchas negras bajo los ojos. El labial borrado, mezclado con sal de lágrimas secas. El cabello deshecho, con mechones pegajosos de laca. Parecía una burla grotesca de lo que debía ser: una novia. O peor… parecía una viuda de algo que nunca vivió.

Golpearon suavemente la puerta de la habitación. No contesté. La sirvienta entró de todas formas, cargando toallas limpias. Cuando me vio, quedó inmóvil, los ojos abiertos de sorpresa. Yo, sentada en el borde de la cama, aún atrapada en el vestido de la noche anterior. No dijo nada. Sólo se acercó con cautela y, sin preguntar, me ayudó a desabrochar los botones imposibles del corsé.

Cuando la tela cayó al suelo, respiré por primera vez en horas. Le tendí un billete doblado. Ella me miró, confundida.

—No es una propina —susurré con la voz áspera—. Es un secreto.

Asintió sin protestar. Tomó el dinero y se retiró sin una sola palabra.

Me envolví en una bata blanca y me tumbé de nuevo en la cama, pero el descanso no llegó. Sólo recuerdos. Recuerdos que ardían como brasas encendidas.

La misma noche en que acepté volver, mi madre me recibió en la mansión Ferrer. No la veía desde hacía más de dos años. Había dejado atrás esa vida para convertirme en médico en un hospital olvidado, en un pueblo polvoriento donde nadie llevaba trajes de diseñador ni perfumes importados. Donde las enfermedades se curaban más con manos cálidas que con medicamentos caros. Donde descubrí lo que era realmente pertenecer a algo.

Ahí tuve una familia. Mis pacientes, los niños que me abrazaban después de cada consulta, las madres agotadas que me agradecían con lágrimas, los ancianos que me llevaban pan recién horneado como pago. Esa gente me dio todo, sin tener nada. Y yo los dejé. Los dejé por la obligación podrida de un apellido.

Cuando crucé el umbral de la mansión, mi madre me recibió entre sollozos. No la recordaba así: descompuesta, vulnerable. Sus brazos me rodearon con fuerza, casi quebrándome las costillas.

—Martina, hija… —su voz temblaba—. No sabemos nada de Manuela desde hace una semana. Se fue. Y el acuerdo… el acuerdo es mañana.

Me tomó de las manos, suplicando con la desesperación de una mujer que había vivido siempre por apariencias.

—No podemos perderlo todo. No podemos. Tu padre… tu padre no soportaría otra ruina. Tienes que hacerlo. Tienes que casarte tú.

La miré con incredulidad. Dos años fuera de esa casa no borraron mis heridas de infancia. Siempre fui la sombra. Siempre la segunda opción. Y ahora, de nuevo, debía ser el reemplazo.

—¿Tú me estás pidiendo esto, mamá? —murmuré, conteniendo la rabia.

Ella asintió, sollozando, incapaz de mirarme a los ojos.

Esa misma noche, mi padre apareció en la sala. Tenía la camisa rota, la cara amoratada y el labio sangrante. Parecía un animal acorralado.

—Martina —dijo, con la voz rota—. Si te casas, todo esto se acaba. Te lo prometo. La pesadilla termina.

La pesadilla. Eso dijo. Y yo, como una idiota, quise creerle. Acepté. Por amor a él. Por miedo. Por costumbre de obedecer.

Abrí los ojos de golpe. El recuerdo se deshizo, pero el sabor amargo seguía en mi boca. Estaba de nuevo en esa habitación de hotel, sola. No había luna de miel, ni esposo, ni promesas. Sólo silencio.

Pasó el día entre películas que no quería ver y un libro de medicina que me recordaba lo que dejé atrás.

Al caer la tarde, tocaron a la puerta.

—¿Señora Montero? —un hombre de traje oscuro inclinó la cabeza—. Soy el conductor del señor Santiago. Estoy aquí para llevarla a su nuevo hogar.

Mi nuevo hogar. La palabra me revolvió el estómago. Señalé mis maletas, ya listas desde la noche anterior, y lo seguí en silencio.

La mansión Montero era un monumento a la arrogancia. Jardines interminables, esculturas que parecían robadas de un museo, fuentes con agua cristalina. Todo brillaba, todo estaba perfectamente cuidado. Pero para mí no era un hogar. Era una prisión de mármol.

Los empleados se alinearon en fila, saludándome con cortesías ensayadas. “Señora Montero”, me llamaron, inclinándose. Pero sus ojos… sus ojos no mentían. Me miraban con compasión. Con ese brillo incómodo que se reserva a las esposas abandonadas.

Una semana. Una semana entera en esa mansión silenciosa. Los relojes parecían no avanzar. Las habitaciones, por más lujosas, estaban vacías de vida. Extrañaba el hospital del pueblo, el olor a desinfectante mezclado con tierra húmeda, el sonido de los niños riendo en los pasillos. Extrañaba tener un propósito. Aquí, sólo era un adorno caro.

Juana, la encargada de la casa, era la única que me trataba como un ser humano. Me llevaba té caliente, me escuchaba en silencio, me miraba sin disfrazar la pena.

De Santiago, ni rastro. Desde la noche de bodas, ni una llamada, ni un mensaje, nada. Me preguntaba si volvería, o si simplemente me había abandonado para siempre.

Hasta que una tarde, bajando las escaleras, lo vi.

Estaba en la entrada, con el traje aún puesto, el rostro cansado. Pero cuando nuestros ojos se cruzaron, su expresión cambió. Se endureció. Como si mi presencia fuera una carga insoportable.

Seguí caminando, ignorándolo. Quería prepararme algo de comer. Pero me detuvo al pasar.

—Debemos hablar. Ve a mi despacho. Te espero allí.

No respondí. Sólo me solté de su mano y seguí a la cocina. La rabia hervía en mi pecho. Desaparece una semana y regresa dando órdenes.

Juana me dejó un pastel de chocolate y almendras. Me serví un trozo, lento, disfrutando cada bocado como si fuera un acto de rebeldía. Que esperara. Que se enfureciera. Era lo mínimo que merecía.

Finalmente, fui al despacho. Lo encontré sentado tras un escritorio imponente. No levantó la vista cuando entré.

—Pensé que no vendrías —dijo, con voz seca.

—Estaba comiendo —contesté, dura.

Se recostó en el sillón, como quien se prepara para soltar una bomba.

—Sé que eres Martina. No Manuela.

La sangre me abandonó el cuerpo.

—¿Qué…?

—Lo supe desde el día de la boda. Por eso me fui. Le reclamé a tu padre. Me mostró el acuerdo. Y adivina qué: aparece tu nombre, no el de ella. Ese desgraciado me engañó para recibir el dinero de tu herencia.

El aire me faltó.

—¿Qué herencia? ¿De qué m****a hablas?

—Tu abuelo dejó una fortuna. Condicionada. La primera nieta Ferrer que se casara con un Montero recibiría todo. A tu padre no le importaba cuál de sus hijas fuera, con tal de cobrar. Cuando Manuela escapó, te pusieron a ti.

Mi voz tembló.

—¿Y qué significa eso?

—Que tu padre recibe el dinero. Pero tú te atas a mí. Sin derecho a divorcio. Y hay más: debemos tener un hijo en menos de un año, o el dinero desaparece.

Me quedé helada.

—¿Un hijo? —la risa que salió de mí fue amarga, rota—. ¿Y nadie pensó en decírmelo? ¿Mis padres? ¿Mi madre? ¿Tú?

Santiago me sostuvo la mirada sin pestañear.

—Tu hermana siempre lo supo.

Mi pecho ardía.

—¿Y tú? ¿Qué ganas?

—Lo mismo. Mi abuela impuso la misma condición. Si no me casaba con una Ferrer, perdía todo el negocio familiar.

Una carcajada seca me salió de golpe.

—Perfecto. Dos herencias. Dos familias. Y yo, la moneda de cambio.

Me giré hacia la puerta.

—No voy a darte un hijo, Santiago. No pienso prestarme a este teatro.

Me siguió, implacable.

—Si te vas, tu familia caerá en la quiebra.

Abrí la puerta de golpe.

—Me importa una m****a.

Su voz me alcanzó antes de que pudiera cerrar.

—Te importará cuando tus padres terminen en prisión. Por fraude. Y tráfico de drogas.

Las palabras me atravesaron como cuchillas.

Me quedé inmóvil, con la mano en el picaporte. Sentí que la casa entera se me venía encima. Todo era una trampa. Todo estaba podrido.

Y ahora ya no había escapatoria.

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