POV – SANTIAGO
No había una forma elegante de expresarlo: detestaba regresar a esta casa. Cada vez que pasaba por las rejas de hierro forjado de la mansión Montero, sentía que un lazo invisible me apretaba la garganta. Podría llevar el apellido, ser la cara presentable de los negocios, el heredero destinado, pero aquí, en este sitio, seguía siendo el niño que aprendió demasiado pronto a callar. A callar antes que a llorar, a callar antes que a sentir.
Apagué el motor y me quedé unos segundos con las manos en el volante. La notificación en mi teléfono ardía todavía en la pantalla. El mensaje de mi abuela había sido corto, casi enigmático: “Ven a verme hoy. O perderás todo.”
No era una mujer que hablara con misterios. Nunca lo hizo. Si usaba esas palabras, era porque la amenaza ya estaba escrita en piedra.
Respiré hondo, abrí la puerta y dejé que el aire de los jardines me envolviera: jazmín, suelo húmedo y ese olor metálico del eucalipto que ella mandaba plantar cada año, como un recordatorio de que hasta la naturaleza debía obedecer su voluntad. Nada en esta casa estaba ahí por azar. Todo era control, disciplina y, sobre todo, apariencia.
La encontré donde siempre, en el corazón de su territorio: el jardín central. Graciela Montero estaba de pie junto a sus camelias, con sus tijeras de podar como si fueran un cetro. Llevaba su eterna túnica de lino claro, su cabello blanco recogido en un moño perfecto. No necesitaba levantar la voz ni alzar la vista para imponer respeto.
—¿Hiciste lo que te pedí? —preguntó sin girarse.
—Hola, abuela. Yo también estoy muy bien, gracias —respondí seco.
—No digas tonterías. Estoy demasiado vieja para las cortesías. —Clavó la tijera en un tallo y lo cortó de raíz—. ¿Ya duermes con tu esposa?
Chasqueé la lengua. Mentirle no era opción.
—Sí. Ya empecé a dormir con ella.
Se giró entonces. Sus ojos grises me atravesaron como cuchillos. Esa mirada siempre tuvo el poder de reducirme, de recordarme que ante ella no era un hombre hecho y derecho, sino un niño al que jamás le permitieron equivocarse.
—Tienes un año, Santiago. No lo olvides. Si para entonces no tengo un bisnieto, le dejaré toda la herencia a Adrián.
Un escalofrío me recorrió la espalda. No porque temiera perderlo todo, sino porque sabía exactamente lo que significaba que mi primo Adrián heredara. Desorden. Ruina. Vergüenza.
—¿A Adrián? —bufé con incredulidad—. Ese imbécil no sabe manejar ni su propia vida. Se gasta el dinero en casinos y putas.
—Lo sé —dijo ella, con una sonrisa cruel—. Y no me importa. Al menos es un Montero. Y si tú no cumples, que el apellido muera con estruendo antes que con tibieza.
Mi mandíbula se tensó.
—Sabes que Martina no aceptará tener un hijo conmigo. Apenas me soporta. Me mira como si fuera un extraño.
—¿Y qué piensas hacer entonces? ¿Llorar? —replicó, arqueando una ceja—. Conquístala. ¿O acaso me equivoqué pensando que eras capaz de negociar con cualquiera?
Me reí, pero sin humor.
—Si me hubiera casado con Manuela no sería tan complicado. Ella es ambiciosa. Un cheque la habría convencido. Pero su hermana… no se vende.
—Ese es tu problema —replicó con frialdad—. Tú solo sabes comprar. No sabes ganar.
Sentí la sangre hervirme.
—Manuela fue mi prometida, abuela. No puedo acostarme con su hermana sin más.
Ella me miró con desprecio, como si hubiera confesado una debilidad imperdonable.
—¿Prometida? Por favor. Apenas la conocías dos meses cuando escapó. No le debías nada. Esa farsa murió el día que aceptaste casarte con Martina. Ahora compórtate como un Montero.
—¿Un Montero? —reí amargamente—. Fríos, calculadores, solos.
Ella no parpadeó.
—Como alguien que entiende que la familia está por encima de cualquier capricho emocional. Como un hombre que hace lo que debe, no lo que desea.
Se acercó y, con una fuerza que no correspondía a sus años, me tomó la barbilla. Sus dedos eran fríos, firmes, una pinza que no me dejaba apartar la vista.
—Tú firmaste el contrato. Ahora asume las consecuencias y dame un bisnieto.
Me solté, con el corazón golpeando fuerte.
—No es tan simple. Ella me odia. Apenas me habla. No puedo forzarla.
—Claro que no —su voz se suavizó, lo que era aún más aterrador—. Pero puedes seducirla. Ganártela. ¿Dónde está el Santiago que los tiburones de Wall Street temían? ¿O acaso tu límite es una muchacha que no se deja comprar?
No respondí. Porque no podía confesarle lo que realmente me inquietaba: que Martina no era como las demás. No quería mi apellido, ni mi dinero, ni mi poder. Solo quería su vida de vuelta. Y yo era la prueba viviente de que no la tendría nunca más.
—Si la toco, me odia. Si la ignoro, me desprecia. ¿Qué demonios se supone que haga?
Graciela bebió de su vaso con pepino.
—Lo que sea necesario. No me importa cómo. Solo quiero un nieto con tu sangre. Vivo. Y con tu nombre.
Entonces escuché una voz detrás de mí, cargada de burla.
—Si no puedes con tu mujer, primo, déjame a mí. Yo sabría cómo hacerlo.
Me giré de golpe. Adrián estaba apoyado en el marco del arco, impecable en un traje azul marino que seguramente había comprado con dinero prestado. Su sonrisa era la de siempre: arrogante, vacía.
—Cierra la boca, Adrián —espeté.
—¿Por qué? ¿Te incomoda? —se rió, dando un paso hacia mí—. La abuela ya lo dijo. Si no cumples, el apellido pasa a mis manos. Y créeme, primo, yo sé exactamente qué hacer con Martina.
Di un paso hacia él, mi sombra cubriéndolo.
—Acércate a mi esposa y te rompo los dientes.
La sonrisa de Adrián se ensanchó.
—Entonces apúrate, querido. Porque el reloj corre, y me parece que tu mujercita no está muy interesada en darte lo que necesitas.
La voz seca de mi abuela cortó el aire.
—Basta. Los dos.
Su mirada de acero me sostuvo un instante más antes de volverse hacia su jardín. Eso fue todo. La conversación estaba terminada.
Regresé a la mansión mucho más tarde de lo que esperaba. El eco de las palabras de mi abuela y la provocación de Adrián me retumbaban en la cabeza como un martilleo constante.
Al entrar, lo primero que noté fue el vacío.
Martina no estaba.
Sentí la incomodidad apretarme el pecho. Caminé hasta el vestíbulo y allí apareció Juana, con las manos juntas frente al delantal, discreta como siempre.
—¿Dónde está mi esposa? —pregunté.
Ella bajó la vista, como si midiera cada palabra.
—Salió, señor.
—¿Cómo que salió? ¿A dónde?
Juana respiró hondo.
—Me pidió que, si usted preguntaba, le dijera exactamente esto: “No pienso quedarme encerrada en esta mansión el resto de mi vida escogiendo manteles. Salí a buscar trabajo.”
Me quedé helado.
—¿Trabajo? —repetí, incrédulo.
Juana asintió suavemente.
Un calor extraño me recorrió. Rabia, sí. Pero también curiosidad. Ella era distinta. Ni joyas, ni comodidades, ni la jaula dorada que todas habrían aceptado. No. Martina quería otra cosa.
Subí a mi despacho, cerré la puerta y me dejé caer en la silla. Saqué el teléfono, la pantalla iluminando la oscuridad. Escribí un mensaje breve, dirigido a mi hombre de confianza:
“Investiga el pasado de mi esposa. Quiero saber quién es realmente Martina.”
Lo envié y me quedé mirando la nada, con un pensamiento que me atravesó como una punzada:
Si iba a conquistarla, primero debía descubrirla.